Tan surrealista es nuestro país que algunos deciden erigir un monumento a la mujer más poderosa e inhumana de nuestra historia, Catalina de los Ríos y Lisperguer, llamada la Quintrala, y aunque no sabía leer ni escribir, le escribieron encendidos versos Angel Cruchaga Santa María, Premio Nacional de Literatura y Daniel de la Vega, quien obtuvo nada menos que tres premios nacionales: de Literatura, Periodismo y Artes, mención teatro.
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Convertida en símbolo erótico sadomasoquista, esta pelirroja de ojos verdes y blanca piel con tenue viso bronceado por herencia de su bisabuela india, era dueña de vastas provincias. Su territorio era mayor que algunos países europeos.
Sólo comparable a su coetánea la condesa Alzbieta Báthory -terrateniente eslovaca que se bañaba en la sangre de sus siervas para conservar la juventud-, cuando tenía diecisiete años asesinó a su padre, Gonzalo de los Ríos Encío. El obispo de Santiago, Francisco de Salcedo, escribió: “Mató a su padre con veneno que le dio en un pollo, estando enfermo”, en carta enviada al Consejo de Indias.
Su abuela paterna, María de Encío sucedió a Inés Suárez como concubina de Pedro de Valdivia y éste la casó- como era su costumbre- con uno de sus hombres de confianza: Gonzalo de los Ríos, administrador de las minas de oro de Marga Marga, y los dotó con la mitad del valle de Papudo.
María de Encío tuvo con él varios hijos, pero no lo soportó jamás y decidió matarlo echándole azogue en los oídos, elemento que se usaba en los lavaderos de oro. El hijo, Gonzalo de los Ríos y Encío casó con Catalina Lisperguer y Flores. En el valle de La Ligua, Gonzalo cultivó caña de azúcar, fundando un ingenio. Compró la otra mitad del valle y desarrolló grandes plantaciones de naranjos, cáñamo, y tres de las mejores viñas del país. Para explotar estas propiedades, compró esclavos negros.
Catalina y su hermana Agueda -hijas de Pedro de Lisperguer y Agueda Flores, cuya madre Elvira fue la cacica de Talagante- tenían fama de ser “encantadoras”: una encantadora podía dar o quitar la vida y, lo que es peor, matar el alma.
Por despecho, envenenaron a Alonso de Ribera, décimo gobernador de Chile y creador del ejército profesional: no murió pero quedó dañado para siempre. Estas mujeres eran inmensamente ricas, Agueda, dueña de la actual Quilicura, parte de Codegua (Rancagua) tenía propiedades hasta el río Maule; también de la que es hoy la comuna de La Reina; después todas estas tierras formaron parte de las posesiones de la Quintrala.
Catalina de los Ríos y Lisperguer nació en 1604. Casó con Alonso Campofrío Carvajal y vivieron bien avenidos; con él se instaló en La Ligua, propiedad que abarcaba Codegua, Putaendo, Villahermosa. Su marido aportó sus hijos naturales Juan, Alonso y Juan Roco y les prometió no dejarles sino su nombre; nada le dijo de su pequeña hija María, a quien la Quintrala asesinó poco tiempo después. Ella solo fue madre de Gonzalo, niño que murió a los diez años y no se consoló jamás de su pérdida.
La Quintrala heredó la fortuna y propiedades de su hermana Agueda, la cual le aportó una ayuda mejor aún: la complicidad de su marido, Blas de Torres Altamirano, quien siendo oidor en Lima fue su agente de apelaciones y amparador de sus crímenes en todos sus procesos en casos de revisión.
Ella tenía muy clara la importancia de su linaje, del poder de su familia y de su valer ante la sociedad. No ha habido nadie que se le compare en poder, heredado de su abuela, reconocida por la Corona como propietaria y dignataria, lo cual es un fuero personal para hacer y deshacer vidas y fortunas en sus propias tierras. Fue inmensamente generosa con los jesuitas y los agustinos. Sus peleas se redujeron a la iglesia diocesana, pero no a las órdenes religiosas donde tuvo amigos y aliados.
TERREMOTO DESTRUYE SANTIAGO
Le tocó vivir el terremoto de 1649 que devastó la ciudad. Según Góngora y Marmolejo: “Los que andaban por la ciudad no sabían qué hacer, creyendo que el mundo se acababa, porque veían por las aberturas de la tierra salir grandes borbotones de agua negra y un hedor de azufre pésimo que parecía cosa del infierno, los hombres andaban desatinados…”.
Entre ruegos de clemencia y ayes se levantaban fantasmas surgidos de los escombros, “denegrados del polvo y macilentos del espanto y la pena”. Despavoridos, iban avanzando hasta la Plaza Mayor, tomados de la mano caballeros y esclavos, señoras y chinas, oficiales y pajes.
Allí, el obispo Gaspar de Villarroel, aunque herido en la cabeza, exhausto y cubierto de la ropa mínima para defender el pudor, procuraba calmar a los desesperados, mientras alzaba el Señor de la Agonía, por todos conocido: lo esculpió en espino un criollo, fray Pedro de Figueroa, tallando misteriosamente la corona en el cuello. El crucifijo permaneció colgado en el único muro no derruido por el terremoto: en adelante se llamaría Señor de Mayo.
El templo de Santo Domingo, la Iglesia Mayor, en la Calle Real, la botica de los jesuitas junto con el Colegio Máximo de San Miguel y su biblioteca, el templo de la Merced, el monasterio de Santa Clara, el Hospital de San Juan de Dios estaban demolidos; el cerro Santa Lucía se había desmoronado en todo su entorno soltando peñascos y piedras que rodaban causando nuevos desastres.
Había que acarrear el agua desde el río. Se abría la tierra arrojando aguas negras. Las acequias estaban cegadas y no había ni gota para beber. Donde no había ruinas, los incendios todo lo consumían. Después vino la viruela y se llevó a dos mil. El carretón de los muertos recorría la ciudad y llevaba su carga a depositarla en las huesas al norte del río Mapocho.
La Quintrala vivía en la esquina de la Calle del Rey con la Calle del Muerto; cuando tuvo la casa en orden, acudió donde el obispo Villarroel y se la ofreció para dar posada al Señor de la Agonía. El agustino le agradeció, pero le dijo que el Santo Cristo no abandonaría su templo.
Sin embargo muchas y muchos se han hecho eco de una leyenda sin fundamento y afirman que la verduga le dio posada y después, porque la miró feo, lo lanzó a la calle al grito de “¡Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara! ¡Afuera!”.
CRIMENES SIN CUENTO
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La Quintrala le cortó la oreja izquierda a un cura doctrinero y él huyó de este reino sin dejar el menor rastro; mató a varios amantes. Una madrugada, luego de despedirse de su amante Luis Enrique Enríquez de Guzmán, caballero de la orden de San Juan, lo hizo seguir por un esclavo para que lo apaleara. El hombre cayó en la plazuela de los Agustinos, casi frente a su casa; prometió al esclavo evitarle todo castigo, pero no le importó nada y el infeliz fue ahorcado. Ella solo pagó cuantiosa multa.
Los conquistadores y encomenderos fueron crueles con siervos y esclavos: en la Plaza Mayor estaba el rollo donde se ahorcaba, se desgobernaba a esclavos indios y se capaba a esclavos africanos, pero la Quintrala los superó sin límites.
Sometida a proceso en la Real Audiencia de Santiago (1660), de los treinta y nueve asesinatos que se investigaron, solo se le atestiguaron catorce muertes “conocidas y juzgadas” y debió pagar cuantiosa multa.
Como consta en diversos ítems de su testamento (falleció en 1665), sus albaceas pagaron un promedio de cincuenta pesos por el rescate de cada cadáver de indio y el doble por los de los esclavos “macho o hembra”, por ella asesinados.
Cometió una atrocidad con la mulata Micaela, esclava de don Francisco de Figueroa, uno de sus vecinos de Todalagua o Tobalaba: al sorprenderla en requiebros con uno de sus indios, la azotó ella misma, sangró tanto que la mandó a lavar a la acequia y después le curó las llagas con sal y ají y la metió de cabeza en el cepo.
Esa noche cayó una helada tremenda y al otro día hallaron a la Micaela empalada de frío. En seguida, la azotó para que entrara en calor pero no se movía; le mandó a dar friegas con arena caliente: como no reaccionaba, la mandó a foguear, mas la infeliz ya había expirado…
Catalina de los Ríos y Lisperguer dejó enormes cantidades de dinero para que le rezaran veinte mil misas por el buen viaje y descanso de su alma. Quiso ser enterrada con hábito de San Agustín y como ella lo dispuso, se le cubrió la cabeza con una toca de lino blanco, de las que usan las desposadas de los monasterios.
Al no hallar sotana a mano para vestir el cadáver, despojaron de la suya al agustino Antonio Vásquez de Taboada.
Decían que se veía como una reina gótica.
Enamorada, loca, sus manos eran fuego;
Su ademán un embrujo y sus ojos dos brasas.
Perdía el corazón de hidalgos y labriegos
en su crisol de abismos, tempestades y razas.
(…)
Magnífica y adusta señora del veneno,
caían de sus brazos el hechizo y la muerte.
Angel Cruchaga Santa María: “Rostro de Chile”.
Fuente: Punto Final, edición Nº 854, 24 de junio 2016.