Allí estaban sobre el escenario: Con sus sempiternos ponchos negros, contrastando ahora con el blanco de cabellos y barbas en la mayoría de los componentes del grupo. Allí estaban tantos años después, con su sonoro y rotundo nombre formado de dos palabras de la lengua mapuche: Quilapayún, ese mito, esa referencia insoslayable.
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El recinto de Las noches del Botánico en la Complutense no se llenó. La gran mayoría de asistentes, de una edad provecta (nosotros, los de entonces; nunca mejor dicho, si hablamos de chilenos). Y cabe suponer que muchos, preparados para llevarse una decepción que no es insólita en estos casos: que las voces y/o las canciones aparezcan gastadas.
No hubo tal. Los Quilapayún demostraron que son grandes músicos y tenían razón quienes les seguían allá por los 70. Qué bien sonaron, qué armonía de voces, guitarras, charango, quenas y percusión. Qué buenos son, más allá del compromiso político, indisociable, por otra parte, en su caso.
Andan celebrando su 50º aniversario, 51º para cuando han llegado a España, así que el concierto iba a ir de retrospectiva, de repaso a una trayectoria legendaria: su canto general. Nada que objetar, es lo que la gente quería. Y empezaron, nada más y nada menos que con ese clásico absoluto, la Cantata popular de Santa María de Iquique, a la que dedicaron la primera parte de la actuación. Los hechos de la Cantata son bien conocidos; gracias a ellos, sobre todo; lo que escribió Neruda se recuerda menos: «Una vez a Iquique, en la costa,/ hicieron venir a los hombres/ que pedían escuela y pan./ Allí confundidos, cercados/ en un patio, los dispusieron/ para la muerte. Dispararon/ con silbante ametralladora,/ con fusiles tácticamente/ dispuestos».
En la segunda parte, un puñado de sus canciones más conocidas: varias de Víctor Jara y un recorrido por su compromiso con el continente: México, Panamá, Cuba… Desplegaron su sentido del humor por el escenario y recordaron canciones escritas en la larga noche de la dictadura, como la espléndida Mi patria («Patria, luz y bandera de los puños alzados»). En la clásica Tío Caimán, cambiaron Vietnam por Afganistán, que también rima. Y pusieron a la gente en pie con su soberbia versión (un estreno, dijeron con guasa) de La muralla; nadie como ellos para acabar de poner música a los versos (que ya la llevan incorporada) de Nicolás Guillén.
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Cuando la gente empezó a corear «el pueblo unido jamás será vencido», ellos se sumaron al coro de un modo natural y empezaron a cantar ese otro emblema de un repertorio que tiene muchos. Ahí quisieron acabar. La gente no les dejó, claro. Y volvieron a salir para ofrecer «un canto de amor para Madrid»: Te recuerdo Amanda. Ahí sí ya no cabía nada más, quizá a algunos les hubiera gustado irse cantando Venceremos, aunque ese himno esté ligado a una coyuntura ya muy antigua, la Unidad Popular con la que acabó sangrientamente Pinochet.
Fue mucho más que el previsible chute de nostalgia que también fue. Los Quilapayún siguen sonando espléndidamente, demostrando que el canto de los andamios puede alcanzar las estrellas: Que «canto que ha sido valiente siempre será canción nueva». Viva Quilapayún, mierda.
Fuente: El Mundo