Cuando triunfó el neoliberalismo se impuso el pensamiento único. O al menos esto es lo que percibía cualquiera que se atreviera a opinar en contra de las medidas neoliberales. Keynes y los keynesianos habían pasado al mismo desván de los trastos inútiles al que anteriormente habían sido condenados otros pensadores heréticos, como Marx y los marxistas, Veblen, Georgescu-Roegen y muchos otros.
Los teóricos neoliberales estaban tan eufóricos que llegaron a aventurar que, con sus políticas, los ciclos económicos habían casi desaparecido (habían conseguido convertir el cáncer en una especie de constipado). Por ejemplo, Ben Bernanke (el considerado mejor especialista neoclásico en la Crisis del 29, por eso fue elegido para pilotar la Reserva Federal) escribía en 2004 que “uno de los aspectos más llamativos del paisaje económico de los últimos veinte años, más o menos, ha sido el declive sustancial de la volatilidad macroeconómica”, y lo achacaba a “la mejora de la política monetaria”.
Después vino la crisis. Y resultó obvio que el descontrol del sistema financiero tenía una buena parte de culpa en el desastre. Un descontrol propiciado por las desregulaciones auspiciadas por los economistas neoliberales. Las pretensiones neoliberales de una economía de mercado autorregulada, tendente persistentemente al equilibrio, generadora de bienestar generalizado, quedaron rotas a los ojos de todo el mundo.
El Rey estaba desnudo.
Pero, como ocurre en el cuento de Andersen, casi nadie se atrevió a anunciarlo. Y los que lo hicieron eran sólo los resentidos heréticos a los que casi no se presta atención. Ésta es sin duda una de las razones por las que la crisis, en lugar de abrir paso a una transformación social profunda, se ha convertido en muchos sitios en un redoblamiento de la pesadilla neoliberal.
Que no haya habido un cambio radical no quiere decir que no hayan pasado cosas. Aunque el panorama es muy desigual, en bastantes lugares han florecido fuerzas de izquierda que llevan en su programa propuestas rupturistas respecto a las políticas neoliberales.
No sólo en el Sur de Europa, golpeado por las políticas de austeridad, sino también en el núcleo duro del mundo liberal, como muestran los casos de Jeremy Corbyn en Reino Unido o de Bernard Sanders en los EEUU. Se trata de propuestas antiausteridad fundamentadas en ideas keynesianas, no de ruptura anticapitalista. Y ante la aparición de estas propuestas, y a pesar del evidente fracaso de las políticas neoliberales, el pensamiento único ha reaparecido como argumento autoritario.
En la prensa seria de estos países han salido en tromba los grandes comentaristas (incluido el liberal Paul Krugman) desprestigiando las propuestas de izquierdas por falta de fundamentación técnica. En todos lados el argumento es parecido; las propuestas alternativas se despachan con el argumento que un número indeterminado de premios Nobel desaconsejan estas medidas (esta misma semana pudo verse en directo en el debate de la “Sexta noche”, en el que el representante de Ciudadanos justificaba la bondad del contrato único en que tres premios Nobel lo avalaban).
Es decir, que estar contra las políticas neoliberales es cosa de palurdos o gente mal informada.
No es un argumento despreciable ni fácil de soslayar. En el ideario colectivo se ha instalado una cultura de la jerarquía en la que premios como el Nobel o los Oscar juegan un papel importante. Y, en el caso de la economía, el entramado académico neoliberal es tan denso que poca gente cuestiona el escoramiento intelectual de los premiados.
Ello a pesar de que muchos de los premiados han elaborado teorías insostenibles (bien desmontadas en el libro de Steve Keen, La economía desenmascarada) y varios de ellos son padres intelectuales de fracasos estrepitosos.
Así, la quiebra del Long Term Capital (propiciado por los premios Nobel Robert C. Merton y Myron C.Scholes), el fracaso de la dolarización argentina (entre cuyos padres intelectuales estaba el también Nobel Edward C.Prescott), o la escuela de las “expectativas racionales”, en la que se ha basado toda la macroeconomía que ha conducido a la crisis y que cuenta con varios Nobel (como Robert Lucas o Thomas Sargent).
Aunque hay excepciones honrosas, obtener el premio Nobel de Economía es más un producto de la distribución de poder en la academia (francamente controlada por el pensamiento neoliberal) que por los méritos de cada cual. (Curiosamente, los premios más críticos suelen concederse en años en los que se ha hecho evidente el fracaso de las corrientes hegemónicas, como ocurrió tras la quiebra del LTC o tras el estallido de la crisis).
Tampoco el argumento de las evidencias expertas suele ser muy sólido, pues se basa fundamentalmente en los trabajos que elaboran las grandes instituciones como el FMI o la OCDE, cuyos modelos están basados en estas teorías fallidas y que a menudo son cuestionados cuando se revisan con detalle.
Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, con el trabajo de Reinhart y Rogoff sobre la deuda pública (uno de los más utilizados para justificar las políticas de austeridad), cuando un doctorando de la Universidad de Massachussets-Armhest (uno de los pocos focos de pensamiento crítico en EEUU) demostró que había graves errores en los datos utilizados.
O con el sincero reconocimiento por parte de Olivier Blanchard, ex-economista jefe del FMI, que admitió que las estimaciones del multiplicador del gasto público (del efecto que tiene el gasto público sobre la actividad económica global) habían sido claramente subestimadas.
Lo que quería decir en la práctica que, con una estimación más precisa, se evidenciaba que una expansión del gasto pública era más efectiva de lo que propugnan los grandes expertos y, al contrario, un recorte del gasto tenía efectos más devastadores.
Cuando se despachan las propuestas de izquierdas con argumentos de autoridad lo que se pretende es bloquear el debate, impedirlo, y encima acusar al otro de insolvente. No existe una respuesta sencilla a este tipo de maniobras.
Sobre todo porque los que profieren estos ataques cuentan con una cobertura mediática que no tenemos sus oponentes. Y, a menudo, el espacio en el que se producen los debates mediáticos se convierte en una trampa.
Romper con este cerco exige en primer lugar elaborar bien las propias propuestas, tener argumentos sólidos y consistentes. Requiere un buen análisis crítico de los argumentos contrarios, la única vía para desmontarlos a conciencia. Requiere también modestia para conocer los puntos negros del propio discurso.
Y exige por tanto llevar a cabo una actividad que se mueve en múltiples planos. El de la organización y movilización de base es sin duda fundamental. Pero ésta debe estar reforzada por un trabajo en el plano intelectual, en los espacios en los que se producen o se legitiman las ideas.
Una tarea que exige unas condiciones de libertad en el debate intelectual que a menudo ha faltado en una izquierda más proclive a poner etiquetas que a propiciar una autorreflexión permanente sobre sus prácticas y sus proyectos.
Las nuevas izquierdas emergentes ya están siendo zarandeadas por las nuevas oleadas de autoritarismo intelectual neoliberal. Necesitan dotarse de buenos apoyos intelectuales y ello sólo será posible si entienden que este campo exige procesos y fórmulas organizativas diferentes de los de la movilización política. Es parte del proceso de creación de densidad social frente al aislamiento y la individualización.
Fuente: Mientas Tanto