El expresidente Luiz Inácio Lula da Silva asumió este jueves 17 en Brasil la Jefatura de la Casa Civil da la Presidencia, un cargo equivalente al de primer ministro, con la misión de salvar el gobierno casi colapsado, confrontado a una clase media enfurecida por la corrupción.
Su nombramiento, considerado la “última jugada” de su sucesora, la presidenta Dilma Rousseff, desató una nueva oleada de protestas en todo el país, por tratarse de una forma de evitar que Lula siga dentro de las investigaciones sobre corrupción coordinadas por el juez Sergio Moro, de la sureña ciudad de Curitiba.
Ministros y parlamentarios tienen derecho al “foro privilegiado”, por el que solo pueden ser juzgados por el Supremo Tribunal Federal (STF), donde el proceso puede demorar más y una condena a prisión de Lula sería menos probable que en el tribunal de Moro.
Pero es una maniobra de extremo riesgo tanto para Lula (2003-2011) como para la cada día más debilitada presidenta.
Ese mismo jueves, la Cámara de Diputados aprobó una comisión especial que debe determinar si existen méritos para abrir un juicio de destitución a Rousseff, conocido como “impeachment”, horas después que el SFT le diera luz verde para ello.
Además de manifestaciones en las calles y “cacerolazos” sonando en los barrios ricos y de capas medias, Lula enfrenta la reacción judicial. Su posesión como ministro fue suspendida de inmediato por otro juez, Itagiba Catta Preta, por representar “riesgo de daño” para la justicia y las investigaciones del Ministerio Público Federal (fiscalía general) y la policía.
También hubo enfrentamientos callejeros entre defensores y detractores de Lula y Rousseff y sus 13 años de gestión, identificados con la desviación de miles de millones de dólares de los negocios del grupo petrolero estatal Petrobras, en que están involucrados cerca de 200 empresarios y políticos de varios partidos.
La llamada operación Lava Jato (autolavado de automóviles) iniciada por la fiscalía y la Policía Federal en 2014 desnudó el cartel de constructoras y otras empresas que se adueñaron de los abultados contratos de Petrobras, mediante sobornos a partidos y a sus dirigentes. Grandes empresarios han sido detenidos por el caso.
Lula es investigado por supuestos favores que le habrían brindado algunas de las mayores constructoras, invitándolo para charlas excesivamente remuneradas y pagando obras en un departamento playero cuya adquisición él no concluyó y en una finca que frecuentaba con regularidad, propiedad de un amigo.
Las investigaciones judiciales se politizaron al entrelazarse con la campaña por la destitución de Rousseff. Las redadas policiales y las “delaciones premiadas”, en que reos testimonian delitos de otros presuntos involucradros a cambio de rebajas en sus penas, se amplificaron con la difusión de los medios.
Son los “trascendidos selectivos” destinados a debilitar el gobierno, acusan sus integrantes y especialmente los miembros del gobernante Partido de los Trabajadores (PT).
La condena por la opinión pública se concentró desde las primeras denuncias en el gobierno y en el izquierdista PT, aunque sea un partido de derecha el que tiene más involucrados.
Lula decidió radicalizar la movilización de sus simpatizantes contra la Lava Jato, cuando, a su juicio, se hizo evidente que Moro lo persigue intencionalmente.
El 4 de marzo, el juez autorizó la detención por unas horas a Lula para un interrogatorio forzoso, cuando él había acudido voluntariamente a otros requerimientos.
Es una de las medidas “extremas” y de excepción criticadas por Marco Aurelio de Mello, magistrado del STF que se destaca como una voz contramarea en la histeria contra la corrupción que se diseminó por Brasil desde el año pasado.
Contra las reglas y el “debido proceso legal” nada se construye, “se vuelve a la Edad Media”, dijo.
“La peor dictadura es la dictadura del (Poder) Judicial”, advirtió Mello, que también discrepó de decisiones de la mayoría de sus colegas en el STF, como la que permite la prisión de condenados en segunda instancia, contrariando la Constitución que supedita la pena a que se agoten todos los recursos.
En el clima de confrontación actual, es evidente una correlación de fuerzas totalmente contraria a Rousseff, Lula y el PT. Cerca de 3,3 millones de personas protestaron contra el gobierno y la corrupción, reclamando la inhabilitación de la presidenta, el 13 de marzo en más de 250 ciudades, según datos de la Policía Militar de los 27 estados brasileños.
Las estimaciones varían, los promotores de las manifestaciones callejeras hablan de hasta cinco millones de personas. Fueron mucho menos por los datos del Instituto Datafolha, vinculado al diario Folha de São Paulo, que en São Paulo, por ejemplo, calculó en 500.000 los manifestantes, un tercio de lo estimado por ese cuerpo policial.
Datafolha observó, además, que las protestas movilizan básicamente las élites. En la sureña e industrial ciudad de São Paulo, 77 por ciento de los participantes tienen graduación universitaria, casi el triple del promedio en la población, y 63 por ciento ganan más de cinco salarios mínimos, más del doble del promedio local.
Es decir, no participan los pobres de la periferia de las grandes ciudades y de regiones como el Nordeste de Brasil, donde el PT obtuvo mayorías abrumadoras en las últimas elecciones. De todas maneras, con la corrupción y la impunidad como temas dominantes, las capas medias monopolizan la iniciativa y la fuerza movilizadora.
Manifestaciones en defensa de Lula, Rousseff y el gobierno difícilmente juntarán multitudes comparables a las del 13 de marzo. La corrupción, de que el PT nunca hizo una seria autocrítica, inhibe la movilización de sectores beneficiados por las políticas de inclusión social y contra las desigualdades, promovidas la presidenta y su predecesor.
Además, Brasil vive un clima que recuerda el macarthismo de los años 50 en Estados Unidos. Todo vale contra los sospechosos de corrupción y contra la impunidad, especialmente de los políticos, no importa si son medidas arbitrarias e ilegales, que posiblemente servirán para anular los procesos judiciales en el futuro.
Tampoco el expresidente sociodemócrata Fernando Henrique Cardoso (1995-2003) escapó a esta fiebre. Un pago mensual que enviaba a una examante que vivía en España, y con quien tuvo un hijo, está bajo investigación policial, porque se sospecha que la pagaba una empresa.
El senador Aecio Neves, presidente del Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) y rival de Rousseff en la campaña de 2014, también está amenazado de ser enjuiciado por delaciones de acusados de Lava Jato. Igual sucede con los actuales presidentes del Senado y de la Cámara de Diputados.
Otros problemas cruciales de la economía, la política y la sociedad brasileñas quedaron olvidados. El país vive prácticamente una depresión económica, con una caída de 3,8 por ciento en 2015 del producto interno bruto, que debe repetirse o agravarse este año, ante las incertidumbres políticas. El caos político impide una recuperación.
Moro es el actual gran héroe nacional, al igual que el “japonés de la Federal”, un policía de origen nipón que aparece en casi todas las detenciones de la operación Lava Jato.
La marcha de la insensatez, que tiende a conducir el país a un colapso institucional, tiene pocas voces cuerdas, y sin audiencia, en los grupos involucrados en esta batalla que parece final. Sus propuestas de cautela y caminos dialogados son impotentes ante la disposición guerrera de los actores decisivos.
Además de Mello en la STF, el expresidente Cardoso dentro de su partido, el PSDB, ansioso por heredar el poder tras la caída de Rousseff, y Tarso Genro, un importante dirigente del PT, quien fue ministro de Educación y de Justicia en el gobierno de Lula, tratan de aportar alguna racionalidad en la crisis.
Genro propone una “concertación” a través del diálogo entre gobierno y oposición, para defender la democracia y hacer las reformas indispensables para superar la crisis económica y política.
Cardoso sugirió, en un artículo publicado en el diario Estado de São Paulo el 6 de marzo, la adopción de un “régimen semiparlamentario” de gobierno con reformas para superar el “agotamiento del orden político brasileño” que, subraya, no se debe “solo a Dilma o al PT”.