Es como si lo necesitáramos. Como si cada tanto tuviéramos que convocarnos y escuchar a alguien -que nos merezca respeto, admiración- decir en voz alta que nunca más, que todo eso que sabemos que ocurrió durante tanto tiempo no volverá a suceder.
Que los soldados no servirán de nuevo sólo a una parte de los chilenos asumiendo el rol del exterminador que busca acabar con una plaga; que el Estado no usará todos sus recursos para secuestrar, torturar y desaparecer; que cientos de autoridades civiles de facto no volverán a ver en todos esos abusos algo necesario o incluso heroico; que la justicia no les cerrará las puertas de los tribunales en las narices a quienes busquen la verdad de los hechos; que no se humillará nuevamente a los que investigan crímenes y los denuncian; que los delitos no serán sistemáticamente negados; que quienes lleguen al poder no se quedarán con los recursos que les pertenecen a todos; que ningún otro representante del Estado concurrirá a los organismos internacionales a mentir sobre la realidad del país; que las fuerzas policiales y armadas no volverán a allanar periódicamente barriadas, aterrorizando a ciudadanos sin voz ni voto; que nunca más miles de personas pobres serán erradicadas de sus asentamientos y arrojadas fuera de la vista de los privilegiados y condenados a vivir en guetos; que nadie más sentirá que su poder es tal, que es posible quemar vivos a dos jóvenes como pasatiempo; que no amenazarán de muerte a los artistas, ni los escritores deberán huir del país; que nadie más será expulsado de Chile en virtud de sus creencias políticas; que el miedo no estará de vuelta, que no lo harán volver.
Necesitamos que alguien, de vez en cuando, nos diga que “nunca más”, dos palabra palabras que tienen el efecto de aliviarnos.
Durante la transición esas palabras nos ayudaron a tolerar que el Estado sólo pudiera ofrecerle jirones de justicia a su propia historia: hubo un puñado de bestias encarceladas, pero también muchas en libertad y miles de deudos sin noticias de sus muertos.
También hubo otros tantos más predicando, una y otra vez, un evangelio del olvido amañado a sus intereses, un discurso que nos trataba de convencer que lo mejor es mirar siempre hacia el futuro, sin reparar en ese pasado que nos dividía, ese pasado que, curiosamente, los situaba a ellos mismos en los despachos desde donde se autorizaba la burocracia del horror.
Esta vez fue Gabriel Osorio, sonriente, luminoso, en un discurso dulce y sencillo, quien nos dijo “nunca más” a nosotros y al mundo mientras recibía el Oscar por su corto Historia de un oso.
Era su triunfo, el de sus compañeros y también, vicariamente, el de su abuelo detenido y exiliado durante la dictadura.
Osorio levantó el trofeo y nos subió a todos al carro de la victoria, incluso a quienes hasta hace muy poco negaban o justificaban lo injustificable.
El arte, finalmente, no reemplaza a la justicia, pero nos acerca a la verdad que tanto necesitamos y que por tanto tiempo nos fue negada.
http://voces.latercera.com/2016/03/06/oscar-contardo/el-oso-y-la-victoria/