En marzo de 1991, luego de recibir oficialmente el Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, Patricio Aylwin Azócar en su calidad de Jefe de Estado, con lágrimas en los ojos pidió perdón, a nombre de la nación chilena, a las familias de las miles de víctimas de la represión. En esa oportunidad, omitió referirse al pecado original que significó el quebrantamiento constitucional provocado por el levantamiento de los altos mandos de las instituciones de la defensa y la policía.
Según el diario español El País, Aylwin no quiso valorar la legitimidad del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973:
“Eso lo juzgará la historia, pero ningún criterio sobre el particular borra el hecho de que se cometieron las violaciones a los derechos humanos que describe el informe”.
Rechazó la argumentación del supuesto estado de guerra y la “necesidad de defender a la patria del terrorismo. Todos sabemos, y el informe lo establece, que las Fuerzas Armadas y de Orden tomaron el control total del país muy rápidamente, a lo más en muy pocos días. Nada justifica que se torture y ejecute a prisioneros, ni que se haga desaparecer sus restos”.
Las violaciones a los DDHH durante la Dictadura y los posteriores informes y juicios durante la transición, de algún modo han eclipsado ante la opinión pública un hecho histórico innegable e indiscutible: el Golpe Militar del 11 de Septiembre de 1973 fue un acto ilegal e ilegítimo.
Fue ilegal, desde el momento en que los cuatro máximos jefes institucionales, dos de ellos usurpadores del cargo, sobrepasaron el Artículo 22 de la Constitución de 1925 vigente.
Fue ilegítimo, porque moralmente esos jefes insurrectos faltaron a su juramento de “cumplir con sus deberes y obligaciones de acuerdo a las leyes y reglamentos vigentes”, es decir, el primer deber de obediencia de los militares a la autoridad política elegida soberana y democráticamente por la ciudadanía.
¿Qué es lo que se necesita para tener un país reconciliado? Muy simple: verdad y justicia. Pero una verdad y justicia que sean convincentes. No un subterfugio retórico ni una consigna repetitiva, o una “justicia en la medida de lo posible” sino una jurisprudencia equilibrada y, al mismo tiempo, aleccionadora. A nuestro parecer, el momento histórico señalado por el Presidente Aylwin estaría aquí.
Este país no ha sido precisamente un ejemplo de pacifismo en su historia. Por lejos, la mayor parte de la violencia física en Chile ha provenido del Estado. La palabra masacre se repite en nuestra historiografía mucho más de lo que queremos admitir.
Desde luego, hubo violencia exacerbada entre 1970 y 1990. De tanta magnitud como en la corta guerra civil de 1891, probablemente, pero de mucho mayor alcance y con secuelas más duraderas.
Se verificó una violencia del lenguaje y una violencia de hecho.
El acto de violencia retórica por antonomasia, y el más recordado por los partidarios del régimen de Pinochet hasta el día de hoy, fue la declaración del XXII Congreso partidista de Chillán de 1967, en el que el Partido Socialista reconoció como inevitable y legítima la violencia revolucionaria para alcanzar y conservar el poder.
Pero, no es nuestra intención en esta columna hacernos cargo de toda la retórica espuria, la violencia del lenguaje, justificadora de la violencia de hecho: “crear poder popular”, “avanzar sin transar”, “dictadura del proletariado”, “a la violencia reaccionaria contestaremos con la violencia revolucionaria” o que “ la patria se encuentra al borde de abismo”, “el despeñadero”, “el caos marxista”, “los miles de guerrilleros cubanos”, “el plan Z”, etcétera.
Para el historiador Adolfo Ibáñez Santa María, el país estaba viviendo una “guerra civil” durante once meses, antes del pronunciamiento militar. Nada más lejano a la realidad. No había tal guerra civil la cual, por definición, es una guerra armada interna de bandos militarmente equivalentes. Más bien fue una guerrilla retórica y mediática, acompañada de movimientos gremiales, atentados y tomas de fábricas y propiedades. Muchas veces con violencia y otras tantas de forma pacífica.
Objetivamente, la efervescencia social y sus manifestaciones no pueden equipararse a una guerra civil.
Según el historiador Cristián Garay, la estrategia de desobediencia civil de la oposición se vio coartada por la presencia de militares en el gabinete del Presidente Allende. No obstante, “La inminencia de una amenaza paramilitar y la crisis interna de la Unidad Popular hicieron el resto, al precipitar a las FFAA por un camino propio, nuevo y desconocido, en un clima de polarización política y de preguerra civil” (p. 123-124).
Es cierto que las bravatas de la extrema izquierda, aparentando un poder militar del que carecía, coadyuvó a escenificar un ambiente de convulsión social. Por su parte, la campaña comunicacional del terror que se auto desarrolló al interior de las FFAA en los meses previos al golpe, contribuyó a crear temor y hostilidad hacia la izquierda, manifestadas en forma de violencia desproporcionada, luego del putsch.
Sin embargo, la acción que abrió los fuegos de la violencia de facto, fue el intento de secuestro que resultó en el asesinato del Comandante en Jefe del Ejército, René Schneider Chereau, perpetrado el 22 de octubre de 1970 por un comando de ultraderecha con el fin de impedir el ascenso a la presidencia del candidato electo, el marxista y masón Salvador Allende.
De acuerdo al relato del ex Embajador de Estados Unidos en Chile Nathaniel Davis, este grupo, ligado a los generales Roberto Viaux y Camilo Valenzuela, fue contactado y luego equipado por la CIA con tres sub-ametralladoras enviadas desde Washington por valija diplomática, debidamente “saneadas” (borradas sus series).
La contrapartida fue un hecho, también lamentable, ocurrido a fines de Junio de 1971 que contribuyó a distanciar, sino a enemistar, a un gran sector de la democracia cristiana con el gobierno.
Se trató del asesinato del ex ministro del interior del gobierno de Eduardo Frei Montalva, Edmundo Pérez Zujovic, a manos de un comando de extrema izquierda, la VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo).
Las verdaderas mentiras
Mito Nº1
¿Fue el proyecto de la Unidad Popular un intento de imposición del programa de una minoría de 36% sobre la gran mayoría de la ciudadanía?
Como ya sabemos, en la elección presidencial de septiembre de 1970, el electorado estuvo dividido en tres tercios. El candidato socialista obtuvo un 36,3%, mientras el candidato de la Derecha, Jorge Alessandri, obtuvo 34,98% y el candidato demócrata cristiano, Radomiro Tomic, un 27,84%.
La verdad es que, de acuerdo a la Constitución de 1925, en caso de que ningún candidato obtuviese la primera mayoría, existía un mecanismo de segunda vuelta que se daba en el Congreso Pleno, para elegir entre las dos primeras mayorías. En esa oportunidad, el candidato socialista contó con los votos de la Democracia Cristiana. De manera que el ascenso de Salvador Allende a la primera magistratura y, desde luego, el programa de la Unidad Popular que se presentaba, contó con el apoyo de los 2/3 de los representantes democráticamente elegidos.
No podía ser de otra forma, habida cuenta de la evidente convergencia programática de los candidatos Allende y Tomic. Posteriormente, en 1971 se reformó la Constitución por Ley 17.398 que estableció un Estatuto de Garantías Democráticas, de manera que, desde una perspectiva programática, no había nada que pudiese asimilarse a una “dictadura del proletariado”.
Mito Nº 2
Es el mito más difundido: la supuesta inmensa mayoría de los chilenos que pedía la intervención militar.
Los resultados de la elección del Congreso en marzo 1973, seis meses antes del Golpe, dieron a la oposición un 56% de los votos, contra 44% de apoyo al gobierno del Presidente Allende ¿Es aquello una inmensa mayoría? ¿Era todo ese 56% del electorado partidario de un golpe militar? Por lo demás, a ese 56% habría que restarle la disidencia DC, expresada por trece conspicuos líderes de ese partido que, en carta pública, condenaron enérgicamente la intervención militar.
De tal modo que no existió esa supuesta inmensa mayoría por el pronunciamiento militar. Lo más ajustado a los hechos objetivos es pensar que este acto de sedición se dio a instancias de una minoría anti democrática.
Que “los militares nos libraron del marxismo”. Tiene tanto sentido como que nos hubiesen librado del darwinismo, es decir, ningún sentido.
De cualquier manera, apoyo mayoritario o minoritario, la Constitución 1925 al momento al 11 de Septiembre de 1973 establecía claramente:
ART. 3. Ninguna persona o reunión de personas pueden tomar el título o representación del pueblo, arrogarse sus derechos, ni hacer peticiones en su nombre. La infracción de este artículo es sedición.
Mito Nº 3
Las supuestas razones legales que llevaron a los altos mandos de las FFAA a derrocar al gobierno legítimamente electo del Presidente Salvador Allende eran que el Presidente habría sobrepasado sus atribuciones constitucionales. Una acusación parecida se le hizo al Presidente Balmaceda en 1891.
Lo declaró así un grupo de parlamentarios de oposición, era que no. ¿Quórum calificado? No. También lo hicieron integrantes de la Corte Suprema ¿Le correspondía a éstos pronunciarse sobre los actos políticos de otro poder del Estado? No.
Una democracia que se considera madura no está sujeta a los vaivenes de las opiniones personales ni de grupos, tampoco del pulso y la sensación térmica del ambiente en un determinado momento histórico. Precisamente, la Ley establece mecanismos acordes para protegerse de asonadas pasionales, propias de las coyunturas democráticas complejas.
Sin duda, la Constitución de 1925 contemplaba la destitución del Presidente vía acusación constitucional. Pero ese impeachment requería ser aprobado por los 2/3 del Congreso Pleno, un quórum calificado que los votos de la oposición no lograban alcanzar.
En otras palabras, ni la elite política ni la elite militar estuvieron a la altura del prestigio ganado por nuestra tradición democrática. La ambición de poder y la mentalidad bananera fueron más fuertes.
Mito Nº 4
El Congreso en Valparaíso como descentralización e impulso a la economía de la V Región.
En realidad esta iniciativa, promovida por el Almirante José Toribio Merino, obedecería a consideraciones estratégicas de separación física de los poderes Ejecutivo y Legislativo que permitiría en el futuro un mejor control militar de una de las ramas, habida cuenta de que en la historia nacional se ha dado una relación sinusoidal entre ambos poderes del Estado, lo que ha estado en el origen a los grandes conflictos en 1891, 1924 y 1973, en los cuales las FFAA han jugado un rol político de facto.
Al respecto, esta obsesión del Almirante de trasladar al Congreso a Valparaíso, no era totalmente compartida por toda la Junta, como se puede apreciar en el diálogo que se entabla entre él y el Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea en el Acta de la Sesión Legislativa de la Junta de Gobierno del día 15 de diciembre de 1987, documento clasificado secreto hasta hace poco, páginas 12 y 13.
Finalmente, si bien la Constitución puntualiza en su Artículo Nº 101 el deber de obediencia y no deliberación de las FFAA, lo que obviaría alguna reafirmación explícita por parte de los altos mandos actuales acerca del cumplimiento de este deber, al encontrarnos en un punto tal de nuestras relaciones como nación en que se necesitan gestos simbólicos para alcanzar la deseable reconciliación entre chilenos, tal actitud demostraría no solo el coraje moral de sus mandos sino también un grado importante de convicción democrática.
Fuente: Red Seca