domingo, diciembre 22, 2024
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11 de Septiembre: La Responsabilidad de los Estados Chileno y Norteamericano

En la presentación de mi libro sobre el socialismo chileno, el historiador valenciano y chilenólogo Joan Alcázar señaló que si bien la nación hacia finales de los sesenta, y en particular a partir de la elección de 1970, “se había constituido en una realidad emergente dentro del ámbito internacional… lo que marcó un punto y aparte en el interés por Chile fue el Golpe de Estado de 1973.

 

A partir de ese momento Chile se instala como una referencia de naturaleza mundial y de matriz occidental. De pertenecer a un extremo del extremo occidente”, lo que más tarde sería conocido como la experiencia chilena o la vía chilena pasó a adquirir una centralidad insospechada para la izquierda occidental.

Sin embargo “y contrariamente a lo que podría pensarse, la vía chilena al socialismo, ingresa en las páginas de la historia mundial más por su dramático desenlace que por su relativamente breve pero intenso desarrollo”. En especial por la violencia de los acontecimientos.

Debido a la masificación de la televisión la imagen de La Moneda bombardeada y en llamas dio la vuelta al mundo y simbolizó desde un comienzo la brutalidad del régimen que se erigía y que generó de inmediato la solidaridad internacional, mezcla ambigua entre “el avance de un militarismo contundentemente reaccionario y una compleja maraña de sentimientos respecto de un nuevo fracaso de la propuesta socialista”.

La desazón por lo segundo era parte de una cultura política que vio en la experiencia chilena un camino original y democrático de búsqueda de la construcción del socialismo. De allí la importancia y la significatividad que adquirió la derrota chilena, en especial para el eurocomunismo que había visto en la Unidad Popular un referente alternativo a las versiones opacas y grises de los socialismos reales, y también para las fuerzas de centroizquierda en especial mediterráneas que, por ejemplo, en Italia buscaban el encuentro entre el centro y la izquierda o que, en España, luchaban por recuperar su democracia.

Como lo ha dicho el propio Carlos Altamirano, quien presentó la candidatura de Felipe González a la secretaria general del PSOE cuando este era aún un mocoso, “la causa chilena nos llevó a hacer un recorrido mundial” y conectarse con todos los líderes más significativos de la época. Para lo primero, sin embargo, no hubo explicación. La furia desatada por los militares golpistas, el aniquilamiento masivo de militantes y dirigentes, como bien diría Foucault “las orgías de violencia” a las que sometió el nuevo régimen a la población chilena, la quema de libros, “la extirpación del cáncer marxista” que, según ellos, corroía al país, la aparición de personajes como Manuel Contreras, “el guatón Romo” o Krassnoff, eran difíciles de explicar para un país que, en general, sentía un orgullo más o menos transversal por sus Fuerzas Armadas, y torna indispensable preguntarse dónde estuvo el origen de tamaña violencia y crueldad y la responsabilidad de los estados norteamericano y chileno.

Chile se enriela en la Guerra Fría

Como bien sabemos, apenas acabada la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos pasó muy rápido del antifascismo al anticomunismo y en ese esfuerzo intentó enrielar no solo a Europa sino también a América Latina, a la que, naturalmente, consideraba parte de su “espacio de seguridad”. Eso llevó a que en una fecha tan temprana como 1944 servicios de información de EE.UU. ya calificaban como “adversarias” (por lo tanto “enemigos internos”) a organizaciones de izquierda tanto del propio Estados Unidos como de América Latina.

La identificación del “nuevo enemigo”, “como una amalgama de lo popular y nacional, según Joan Garcés, explica que un hombre como Bernardo Leighton, patriarca fundador de la Falange Nacional, origen del PDC chileno, fuese descrito por el agregado militar de Estados Unidos en Chile en agosto de 1945, como un “procommunit member of The Chilean Falangist Party”, por el simple hecho de que un texto suyo fue incluido en el folleto Cuatro discursos junto a Pablo Neruda, Elías Lafferte y Humberto Abarca.

El Federal Bureau of Investigation (FBI) instalado en Chile desde 1941, ya en enero de 1945 socializaba entre los suyos extensos informes sobre “las escuelas de formación del Partido Comunista en Chile”.

El país que hasta allí, con todos los vaivenes de su elite –lo que incluyó una tibia adhesión germanófila durante la guerra–, había mantenido desde 1891 –fecha en que los ingleses acaban con Balmaceda– una independencia respecto de los grandes bloques de poder, que en 1932 se había proclamado una república socialista o que en 1938 permitió el ascenso de un gobierno estilo frente popular que significaba que dos partidos de raigambre obrera y popular –el PC y el PS– formasen parte del gobierno, de pronto en 1943, por cierto por presión de los norteamericanos, pero con la responsabilidad de sus gobernantes, enrieló a Chile en una de las alianzas geopolíticas con consecuencias nefastas para su convivencia interna posterior.

Y es que desde la nueva perspectiva norteamericana Chile les planteaba un serio problema: era el único país del continente y del mundo en que un gobierno frentista había sido parte de la alianza occidental, lo que si bien no ameritaba, por entonces, alguna delicadeza en su trato que no significara la interrupción de sus libertades, por lo menos debería redundar en una dura vigilancia, tratándose en particular de dos fenómenos que tempranamente llamaron la atención de los servicios secretos americanos: el liderazgo de Salvador Allende y el Partido Comunista más grande de América Latina.

La apuesta de las agencias de EE.UU. por revertir esa anomalía fue entonces la siguiente: usar el conservadurismo y anticomunismo muy presente en la Iglesia, las Fuerzas Armadas y la elite de derecha (alguna muy pro nazi durante la guerra), como la nueva ecuación que permitiría mantener a raya las aspiraciones de los movimientos nacionalpopulistas de mucho peso en la política chilena.

La resistencia de Pedro Aguirre Cerda –quien falleció en 1941– y del gobierno de su sucesor Juan Antonio Ríos, se mantuvo hasta 1943. El día fatal en que Chile quedó incorporado a la coalición bélica que encabezó Norteamérica fue el 19 de enero de 1943 y sin que mediara compensación alguna. En esa fecha, con los 30 votos de la coalición el Senado chileno – y sin los votos de la derecha–  se aprobó la ruptura de relaciones con Japón, Alemania e Italia.

Esa concesión significó el inicio de la pérdida constante de independencia. El primer efecto de ello fue obligarse a vender cobre a la potencia del norte a un precio muy por debajo del de mercado y entre 1943-1945 subvencionar el precio de ese material a EE.UU. por orden de unos U$500 millones, cifra muy superior, según Garcés, al total de las inversiones de ese país en Chile, cercanas a los U$ 484 millones.

Luego en 1947 se enroló a Chile, principalmente a través de la figura de jefe de Estado, en la coalición antisoviética y la dictación de “la ley maldita”. En tal sentido se buscó la subordinación económica de los países latinoamericanos, afectados en general, por una inflación galopante, a través de créditos que jamás fueron ayuda humanitaria.
El enemigo interno

Ya en una fecha tan temprana como el 30 de marzo 1942 se creaba, con sede en Washington, la Junta Interamericana de Defensa. Desde allí se idearon los planes de intervención no solo de los partidos políticos de raigambre popular sino también las de las Fuerzas Armadas chilenas, en especial una: la marina.

Ya en 1946 la administración Truman para manifestar su incomodidad con el triunfo del gobierno frentepopulista que encabezaba González Videla usó como canal de reclamo y advertencia nada menos que al almirante Consiglio, primer jefe de la zona naval de Valparaíso, quien según Bowers manifestó a González Videla “la insatisfacción creciente en la Marina por la fuerte infiltración, influencia comunista causante del deterioro del orden y la disciplina, y por el estímulo a la política revolucionaria de los comunistas por parte del diputado Berman” y otros.

La subordinación de las Fuerzas Armadas a un poder extranjero se formalizó más tarde cuando, en 1953, Abdón Parra, flamante ministro de Defensa de Ibáñez de visita en Washington y antes coronel, instruyó al agregado militar –por supuesto a espaldas del embajador – que abriera negociaciones para equipar a las Fuerzas Armadas con material norteamericano por un total de U$ 80 millones.

Luego solicitó al embajador americano en Santiago que el Ejército norteamericano abriese una misión permanente en Chile, lo que era absolutamente coherente con los objetivos propuestos por el propio gobierno norteamericano: “La estandarización completa de la organización, entrenamiento, doctrina y equipamiento militar de América Latina conforme a la línea de EE.UU. […] EE.UU. debe asumir la responsabilidad en las operaciones militares… Y a su debido tiempo debe conseguir que los otros Estados americanos acepten que EE.UU. tiene el control militar de la defensa de esas áreas”.

La respuesta de Ibáñez no se dejó esperar: “Al presidente de Chile le gustaría tener aquí una Misión del Ejército de Estados Unidos… desea entrenamiento de Estados Unidos y no europeo” (Embajada en Santiago a Depto. De Estado, 5-1-1955), explicitando con ello su rechazo a ofertas de Italia y Francia.

El artículo 31 del borrador de convenio de cooperación militar era aún más complejo, pues lo que realmente ocurriría sería la satelización definitiva de las Fuerzas Armadas chilenas respecto de EE.UU.:

“En tanto este acuerdo esté vigente, el Gobierno de la República de Chile, no contratará, o aceptará, los servicios de ninguna persona que no sea ciudadano de a República de Chile, para actividades de cualquier naturaleza relacionadas con las Fuerzas Armadas de Chile, excepto previo acuerdo mutuo entre el Gobierno de los Estados Unidos de América y el Gobierno de la República de Chile”.

Ello equivalía a exigir la subordinación completa del conjunto de las Fuerzas Armadas chilenas a una potencia extranjera. Dicho artículo fue rechazado por el alto mando del ejército y EE.UU. exploró la posibilidad de quebrar la línea de mando, obteniendo una respuesta negativa. En 1953 diez países, entre ellos Chile, ya habían firmado el Plan Militar General de EE.UU., cuyo objetivo no era promover acciones de seguridad continental sino de “seguridad interior”, como los chilenos se encargarían más tarde de comprobarlo en carne propia con sus ciudadanos.

Finalmente la directiva de la National Security Council 5613 concluía que “para enfrentar la amenaza comunista debemos también proporcionar equipo y entrenamiento gratuito para seguridad interna”.

El convenio de ayuda militar si bien fue un documento público, es decir, vinculante para el Estado y sometido a las normas que regulan las relaciones exteriores del país fue firmado con un anexo secreto, no registrado ni publicado, como tampoco sus posteriores modificaciones que entraban en vigencia con la sola firma del jefe del Ejército de Chile y el del Grupo Asesor de Asistencia Militar –MAAG– , incluso sin conocimiento del Congreso, ni del ministro de Defensa ni del jefe de Estado, si las autoridades militares creían no necesario informarle.

El convenio fue firmado con ocho estados latinoamericanos en el siguiente orden de relevancia: Brasil, Uruguay, Chile, Colombia, Cuba, República Dominicana, Ecuador y Perú. Se sabe que en el caso de los tres primeros la propuesta iba acompañada de planes militares secretos convenidos entre el mando de las Fuerzas Armadas locales y el de la Misión Militar residente.

Cabe señalar que los ocho países firmantes fueron luego sometidos a dictaduras militares en diversas etapas posteriores. Desde entonces, para Estados Unidos influir en la política militar del país anfitrión fue una tarea sobresaliente de sus misiones militares.

De allí en adelante el plan de asistencia militar fue subordinado, además, a que el país receptor sometiera su política socioeconómica interna a los criterios de Estados Unidos:

“El actual gobierno de Chile, bajo el liderazgo del presidente Alessandri, en funciones desde hace once meses, es un gobierno amigo de EE.UU. cuya filosofía política y económica están de acuerdo con nuestros propios planteamientos…

En el campo político puede esperarse que este gobierno apoye normalmente la posición de EE.UU. y el mundo libre en las reuniones internacionales… desde el punto de vista económico su filosofía es de simpatía a la empresa privada y a las inversiones extranjeras… Debe enfatizarse, sin embargo, que en la elección de septiembre de 1958 el presidente Alessandri recibió solo poco más del 30% de los votos populares sobre su rival más cercano el senador Allende… A comienzos de 1961 deben celebrarse elecciones Parlamentarias… si la gente pierde la ilusión podemos esperar más bien un giro a la extrema izquierda” (A. U.S. Objetivos de EE.UU. en Chile [Operations Coordinating Board]).

Inesperadamente para los intereses americanos un grupo de barbudos entró triunfante en La Habana derrotando a la dictadura de Fulgencio Batista. Dicha revolución, que encontró muchos adeptos y adherentes en América Latina, también significó un giro en la política exterior norteamericana y la puesta en escena de lo que habían estado entrenando.

Zanahoria y garrote: entre la alianza para el progreso y la contrainsurgencia

Los Estados Unidos reaccionaron con mucha fuerza ante la satelización y sovietización de Cuba. El gobierno de Kennedy promovió entonces una política mixta que era una mezcla entre lo viejo y lo nuevo: la alianza para el progreso, un “plan de diez años de duración que tendría que servir en América Latina como el plan Marshall había funcionado en Europa occidental” (Alcázar) y que partió con un donativo de mil millones de dólares a cambio del compromiso de los gobiernos locales para emprender reformas en sus estructuras de propiedad, trabajo, tierra, viviendas, educación y salud.

El plan, que no funcionó por diversos motivos, tenía una cara oculta: la contrainsurgencia militar. Desde que John Kennedy preguntó a sus asesores, en 1961, ¿qué estamos haciendo con las guerrillas?” y recibió por respuesta “muy poco” (Maechling, 1991), el asunto se volvió una prioridad, en el contexto, además, de los planes de asistencia militar firmados con anterioridad y que permitieron tener una base sólida para la formación de cuadros dirigentes militares en la lógica de la contrainsurgencia.

Fue allí, en las escuela de Las Américas, donde se formaron no pocos de los altos mandos chilenos y latinoamericanos que luego desempeñarían un rol brutal en el exterminio de dirigentes y partidos de la Unidad Popular o de movimientos de izquierda del continente, evidenciando, además, una crueldad no imaginada por nadie en la época.
El Golpe en marcha

Como es archisabido, fueron las Fuerzas Armadas, y en menor medida Eduardo Frei Montalva, las receptoras del reclamo norteamericano para impedir que Allende ascendiera al poder.

Como nos ha relatado Joan Garcés en Soberanos e intervenidos, el plan americano que se ejecutaría a través de las mismas tuvo un solo reparo: la del comandante del Ejército, René Schneider, que impidió la ejecución inmediata del procedimiento pero que le costó la vida al general constitucionalista.

Lo demás, fue una lenta espera para ir generando las condiciones que permitieran socavar la legitimidad del régimen mediante todos los medios: sabotaje económico, terrorismo, medios de comunicación, a los que se sumaron los propios errores que fue cometiendo en su desesperación el gobierno popular y que acabaron produciendo su desenlace fatal.

Las informaciones difundidas por sargentos y grados inferiores de la aviación el día del Tanquetazo (29 de junio), en torno a la sedición que observaban en los altos mandos de la FACH y que está relatada en el libro de Mario Amorós sobre Miguel Enríquez, la información que entregó la marinería a Altamirano y Miguel Enríquez, y que no encontró eco en el gobierno, sobre la sedición en marcha en esa rama castrense, lo dicho por el propio general Prats en sus Memorias en torno al compromiso de un sector de las Fuerzas Armadas con el levantamiento, así como, ya en el exilio, la información entregada a Altamirano (Memorias Críticas) por un alto dirigente de un gobierno del Este en torno a los movimientos que sus servicios secretos habían capturado de los Marines norteamericanos que se dirigían a la operación Unitas frente a las costas de Valparaíso y que no fueron advertidas al gobierno de Allende, por no ser Chile parte del Pacto de Varsovia, son fieles reflejos del rol del gobierno norteamericano y de las Fuerzas Armadas en el derrumbe de la democracia chilena.

Sabemos luego que EE.UU. en principio apoyó activamente la instalación de la dictadura militar que cambiaría para siempre el rostro de Chile. La derrota de la Unidad Popular fue tan estrepitosa que, en un par de meses, su presencia quedó reducida a la mera sobrevivencia de algunos núcleos, cuando no, los mismos padecieron su infiltración hasta su núcleo dirigencial.

Allí está el caso de Jaime López y el PS. Hay que recordar que “en diversas conferencias y declaraciones a la prensa, el Mamo Contreras se jactó de haber asistido personalmente a reuniones y actividades de solidaridad organizadas por el exilio chileno. La incógnita persistirá sobre la veracidad de sus aseveraciones, sobre todo aquella que se refiere a una cena organizada a mediados de los setenta por el Partido Socialista en Finlandia donde habría asistido Carlos Altamirano” (Agustín Muñoz, La muerte de un hombre malo).

Tal vez, Contreras, hablaba metafóricamente, insinuando quizá que estuvo a través de otros allí presente. La historia socialista en tal sentido es pavorosa y llama poderosamente la atención que una de las vertientes –además de la ideológica y política– del quiebre de 1979, fuese la crítica destemplada a Altamirano proveniente y alentada desde el interior del país, precisamente donde la organización había sido capturada por la DINA-CNI hasta su médula.

En cualquier caso, y más allá de las teorías conspirativas que tanto suelen gustar al público en especial en épocas de incertidumbre, lo cierto es que EE.UU. y las Fuerzas Armadas chilenas desempeñaron desde muy temprano un rol clave y planificado en el desenlace fatal que tuvo nuestra vieja república. Y entre ello se debe considerar el hecho no discutido seriamente hasta hoy que, originalmente, fue el propio Estado chileno el que sucumbió a la presión norteamericana, entregando parte de nuestra soberanía política al enrielar al país en una de las coaliciones de la Guerra Fría que más tarde complementaron los mandos de las Fuerzas Armadas, incluso al nivel de autonomizarse del poder político de su Estado, como hemos tenido oportunidad de recordarlo en estas líneas.

Hasta ahora, son las Fuerzas Armadas las que se han llevado la peor parte debido a que fueron las cabezas turcas que hicieron el trabajo más sucio y brutal de aquel régimen. Ni el Estado norteamericano a través de sus gobernantes, ni menos el Estado chileno responsable directo a través de sus gobiernos –Ríos, Gonzalez Videla, Ibáñez, Alessandri, Frei y el propio Allende– y, por ende, sus decisiones que enajenaron una parte de sus instituciones y cuyo propósito, consciente, fue enrielar al país en una coalición bélica que no daba cuenta de nuestras prioridades y mediante cuyos acuerdos se enajenó a las Fuerzas Armadas definitivamente de la nación soberana, han pedido nunca disculpas por su propia responsabilidad en una tragedia que enlutó al país y que, al igual que la guerra civil de 1891, está muy lejos de producir un veredicto final. Ello cobra especial relevancia cuando todos los gobiernos sabían que en la Escuela de Las Américas las Fuerzas Armadas no se estaban entrenando precisamente en cómo colaborar en casos de tragedias naturales.

Fuente: El Mostrador

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