Entre enero y marzo de 1977, Rodolfo Walsh escribe la “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar”. La firma en el primer aniversario del Golpe, alcanza a distribuir algunas copias y, horas después, es asesinado y luego desaparecido.
Durante meses, y años, el texto prohibido circula de mano en mano y se transforma en canónico. ¿Quiénes reciben esas copias? ¿Quiénes las ponen a circular aquellos días aciagos del ’77? ¿Quién es el argentino que la publica completa, por primera vez, a más de 7 mil kilómetros de Buenos Aires?
Con el pulso de un thriller, Diego Igal responde estas y otras preguntas sobre la famosa Carta y reconstruye los últimos días de la vida cotidiana y clandestina de su autor.
Es domingo 9 de enero de 1977 y por la ola de calor se sufren cortes de luz. La Argentina lleva 292 días bajo el control operacional de las Fuerzas Armadas. Rodolfo Jorge Walsh cumple 50 años y se desafía, antes del primer aniversario del golpe, a terminar de escribir el cuento Juan se iba por el río y, al mismo tiempo, la carta abierta que dirigirá a la Junta Militar. Le quedan 75 días.
No sabe, no puede saber y nunca sabrá el recorrido que tendrán ambos textos, que millones hablarán de ellos durante al menos los próximos 40 años ni que uno se perderá en la oscuridad y el otro viajará 7.300 kilómetros para ver la luz por primera vez.
El mes anterior del año anterior, con su compañera en la última década, Lilia Beatriz Ferreyra (entonces de 36 años), se mudó de un monoambiente ubicado a cien metros del zoológico porteño al partido bonaerense de San Vicente, 52 kilómetros al sur de lo que consideran un “territorio cercado” en el que él representa un objetivo estratégico. Ya rechazó un pasaje a Roma que le ofreció la conducción de Montoneros -en la que todavía reviste como oficial primero bajo el alias “Esteban o Neurus”-, y con la que acentúa discrepancias metodológicas entre abril de 1976 y enero de 1977.
Walsh elige quedarse y San Vicente es la primera parada del repliegue al sur, “como las masas, hacia su propia historia, su propia cultura y su propia psicología”, evaluará años más tarde Horacio Verbitsky.
Toma la ruta de las lagunas bonaerenses porque quiere estar cerca del agua. Allí además disfruta del silencio, la placidez de la siesta, siente que el tiempo se estira y crea el clima ideal para volver a la escritura con su nombre y estilo: lleva casi cuatro años sin publicar libros. Podrá avanzar con otros relatos; memorias personales; seleccionar sus notas periodísticas para publicar y continuar con la Agencia de Noticias Clandestina (ANCLA) y Cadena Informativa que en esos últimos meses proveyó datos duros a medios de comunicación, embajadas y políticos, entre otros destinatarios para romper el cerco informativo. Ese bagaje documental será la materia prima de la Carta.
Porta una cédula de identidad a nombre de Norberto Pedro Freyre, falsa aunque confeccionada en la Policía Federal, gentileza de un comisario peronista al que trató mientras investigaba Operación Masacre. Con ella y la ayuda de la madre de sus hijas, Walsh ha comprado un terreno de cinco lotes en el barrio El Fortín, una geografía de árboles añosos, sobre calles de tierra que se licuan con la lluvia, a las que no llega tendido eléctrico (usan lámparas de kerosén), conexión de gas ni cloacas. Allí hay levantada una casa de dos ambientes; cocina y baño mínimos; pisos de ladrillos, paredes pintadas a la cal y agua que se bombea a mano; hay espacio para construir otra vivienda y tierra de sobra para labrar y montar una huerta que abastezca la mesa diaria.
La última Nochebuena, Walsh viaja con Ferreyra hasta unos monoblocks de la localidad de Boulogne para compartir la cena con la hija menor, Patricia –embarazada de seis meses del primer nieto varón de RJW-, la nieta de tres años y el yerno Jorge Pinedo. Ya tiene la certeza de que la clandestinidad es más frágil: en septiembre cayó su primogénita Victoria y otros compañeros, saquearon una casa que él había alquilado en el Delta del Tigre y los militares secuestraron o fusilaron a montoneros como Francisco Paco Urondo o Eduardo Negro Suárez, entre muchos otros. Incluso tiene el dato de que a la búsqueda de él ya fueron asignados perseguidores: el grupo de tareas 3.3.2 de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), donde también sabe del terror que allí adentro se ejecuta y que le espera de ser capturado vivo.
En la comida navideña se habla de la hija de Vicky, de 18 meses, entregada a los abuelos paternos contra el pedido de la abuela materna y la tía; de la carta que Walsh escribió por esa pérdida y de la otra, destinada a la Junta, que ya elabora. Muestra borradores para escuchar comentarios y recibir agregados.
“La censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años”, son las primeras de las 2960 palabras que tipeará en una Olympia portátil de tinta negra y roja sobre una mesa angosta de madera.
Alberto Nadra entró en marzo de 1976 a la sede en Buenos Aires de Prensa Latina. La agencia de origen cubana, fundada entre otros por Walsh a instancias de la Revolución de 1959, había desembarcado tres años antes en Buenos Aires en la primavera camporista que reanudó relaciones diplomáticas con La Habana. La redacción estaba en el edificio Safico (Avenida Corrientes 456) y la integraban, con buen sueldo, más de diez periodistas y tres teletipistas. La Triple A, primero, y la llegada de los militares, después, diezmó la dotación y el trabajo se tornó más riesgoso.
“Nos amenazaban todo el tiempo, interceptaban el hilo del teletipo desde el Correo Central y en agosto del 76 llegaron a secuestrar cubanos y argentinos que trabajaban en la embajada cubana. Algunos siguen desaparecidos o fueron asesinados”, recuerda hoy Nadra. Llamaban por teléfono a la redacción: “¿Nadra? ¿Alberto? ¿Cómo anda ‘Pepe’ (apodo del corresponsal cubano de entonces, José Bodes)? Aquí va un saludito de María Rosa. Seguí atacando al país hijo de puta que con cada nota que mandes le subimos unos voltios”, le decían como prólogo de gritos desgarradores de una mujer que todavía hoy lo estremecen. Bodes sufría seguimientos las 24 horas, incluso mientras dormía, que lo obligaron a mudarse a la sede diplomática y a la mujer y a los hijos a volver a la Isla.
En Safico y edificios cercanos había otras corresponsalías extranjeras donde trabajaban, por ejemplo, el francés Jean-Pierre Bousquet, para AFP y los argentinos Pablo Giussani y Oscar Serrat (Associated Press, sita en el mismo edificio que La Nación), entre otros. En la Avenida Córdoba 652 estaban las oficinas de medios de países comunistas o socialistas como la Agencia de Telégrafos de la Unión Soviética (Tass), donde revistaba Isidoro Gilbert. Muchos de estos periodistas aparecerían en las distintas ediciones de los llamados libros negros de la subversión, por difundir al exterior lo que acá se obviaba o censuraba. En la prensa local, sin embargo, podía leerse información dispersa de detenciones -incluso con nombre y apellido-, denuncias de desapariciones, tiroteos falsos y otros eufemismos como llamar “la organización subversiva declarada ilegal en primer término” a ERP o segundo, por Montoneros.
A ese grupo heterogéneo de corresponsales les llegaba, desde el segundo semestre de 1976, los despachos de ANCLA escritos a máquina, ensobrados y enviados de manera masiva a través de buzones del Correo. El rebote en otros continentes aseguraba una cobertura precaria, pero cobertura al fin, no sólo a los corresponsales. Que la noticia saliera en la BBC o Radio Moscú salvaba vidas porque atemorizaba represores o permitía enviar mensajes cifrados, explica Nadra.
Los nuevos moradores de la casa de Triunvirato al 900, casi Ituzaingó, San Vicente, gastan las horas en acondicionarla. Él dice ser profesor de inglés jubilado que responde al apodo de Beto. Ama de casa, ella, pide que la llamen Betty. Desmalezan yuyos con una guadaña, marcan hormigueros con una estaca, se asombran de las palmeras, planifican plantar dos hileras de álamos plateados para la entrada y recuperar un viejo aljibe. Traban amistad con los vecinos nuevos de al lado –un matrimonio con tres niños- que llegan un día en un camión frigorífico; o saludan a otros cuando van al mercado. El sosiego se resquebraja por momentos con el sonido casi permanente de la máquina de escribir. Walsh produce y corrige por partes iguales. “(Walsh) concebía su nueva forma de acción política como una producción totalizadora que abarcaba la denuncia, el testimonio, el análisis político o ideológico, el relato literario. Sus ‘cartas polémicas’ -como las llamaba- tenían un objetivo: denunciar no sólo la represión del poder o la política económica sino todas las otras manifestaciones ideológicas del régimen militar. Había elegido un estilo para esas cartas, el de la invectiva de los latinos”, recordará ella años más tarde. “¡Quousque tandem, Videla, abutere patientia nostra! (¿Hasta cuándo abusarás de nuestra paciencia)?”, grita Beto, en un tono entre épico e irónico como el Cicerón en la Primera Catilinaria, de quien toma esa frase. “Como las invectivas latinas; la palabra escrita con la contundencia de la palabra oral”.
A las 23.50 del 31 de diciembre de 1976, al terminar una partida de Go -lo empezaron a jugar porque Lilia no terminaba de agarrarle la mano al ajedrez, del que él era experto-, se sienta a escribir. Al escuchar las sirenas del Año Nuevo comenta: “Así quería empezar este año, escribiendo contra estos asesinos”. No quiere quedarse callado. Cree, como escribió en 1968, que “el campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”.
La integración en el barrio avanza. Un día, el matrimonio propone pedir una plaza en unos terrenos baldíos. En la primera semana de marzo, se suma a una protesta vecinal frente a la municipalidad para reclamar el tendido eléctrico. Logran ser atendidos y él, como docente jubilado, es elegido uno de los voceros. Betty queda afuera. Llega un camión del Ejército del que bajan soldados y entran raudos al edificio, otros se parapetan afuera. A la media hora salen todos. Beto no puede evitar esbozar una sonrisa mientras mira cómplice a su pareja: las tropas no se han fijado en él.
Viajan casi todos los días a la Capital, a veces en el Roca que tarda una hora y sale de la estación ubicada a seis cuadras; otras en el ómnibus de línea (arriesgándose a redadas de la Policía) o en el Fiat 600 del padre de Betty. Maneja ella, él no sabe. Además de reuniones con compañeros y amigos, RJW mantiene en servicio Cadena y ANCLA.
ANCLA comenzó en abril de 1976 por iniciativa de Walsh –que la había pensado dos años antes-, con una pequeña estructura de cuadros como Carlos Aznárez, Lucila Pagliai y Lila Pastoriza, entre otros, a quienes capacitaba desde el año anterior sobre la búsqueda, manejo y producción de los datos –“la información era pública y estaba sobre los papeles”-. Pagliai los recuerda como un grupo horizontal, crítico e integrado, cuyos miembros se conocieron convocados por Walsh, al que describe como “un jefe muy exigente, muy abierto a la discusión, sin miedo a la crítica ni que le importaran las jinetas”.
Cuando empezó la agencia, Walsh pasó a un rol secundario y el grupo quedó reducido a un trío “mínimo, ágil y fuertemente comprometido”, describe Pagliai. A ellos se sumaría el Negro Suárez (secuestrado con su pareja Patricia Villa, en agosto). A todos reportaba una amplia red de informantes/colaboradores y otra distinta, tabicada, que distribuía los cables.
La estructura era tres o cuatro máquinas de escribir, scanners para sintonizar la frecuencia policial, parte del archivo personal de Walsh y del diario Noticias y un mimeógrafo para copiar. Los despachos se tipeaban en papel biblia o manifold (para ahorrar en peso); se ensobraban; se les colocaban estampillas y se arrojaban en buzones -nunca el mismo ni cercano- de la Empresa Nacional de Correos y Telégrafos rumbo a medios de comunicación, embajadas, políticos y otros militantes para que copien y reenvíen. Las sedes físicas cambiaban conformen caían en manos represivas.
Pocos de los destinatarios de los despachos sabían que detrás de ellos había militantes montoneros y muchos menos que el jefe era Walsh. La carta utilizaría la misma logística pero no sería una proclama de Montoneros, sino que la firmaría con su identidad real porque creía que tenía más peso. Autorizaron esa decisión pese a una discrepancia conceptual: los jerarcas veían a la represión como el mayor de los males contra la visión de Walsh de que más allá de homicidios, desapariciones y otras calamidades, “en la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”, como al final consignó en la carta.
Hacia fines de 1976 el contacto entre Walsh y los miembros de ANCLA pierde frecuencia. A Pastoriza la ve a fines de febrero siguiente. “Caer o no, a esta altura es una cuestión de azar”, le dice. Una semana antes del 25 de marzo le muestra un borrador de la carta a la Junta y le pide correcciones. Walsh tiene los ojos brillosos. Le dice: “He vuelto a escribir, a ser Rodolfo Walsh”.
Poco antes de la medianoche del 24 de marzo, RJW termina la última de las diez copias de la carta y pasa en limpio Juan se iba por el río. Se masajea los dedos porque arrastra dolor en las articulaciones y dice: “Artrosis, pero todavía le pego a las teclas”. Se ríe con Lilia. Tuvieron cena especial y abrieron un vino para festejar que ganó la apuesta. “Bueno, al fin tenemos nuestra casita. Qué linda es”, celebra él. A la tarde habían plantado un almacigo de lechugas con indicaciones y felicitaciones de los vecinos. Lilia cubrió la cama con una colcha floreada y colgó cortinas de algodón amarillas y rojas, mientras él acondicionaba una parrilla para el asado con el que agasajarían a Patricia y familia en el mediodía del sábado. RJW conocería al primer nieto varón, nacido el 9 de marzo.
El viernes 25, RJW se viste con un pantalón marrón, guayabera beige de tres bolsillos, zapatos a tono y sombrero de paja. Se coloca los anteojos de marco grueso para la miopía, el reloj Omega y toma un maletín negro símil cuero de doble fondo para llevar las diez copias de la carta a la junta que luego dividirá a la mitad con Lilia. Los destinatarios de los sobres son los principales diarios de Buenos Aires y algunas corresponsalías. Saber cuáles ahora resulta fútil porque ninguno la publicará hasta después de seis años.
Walsh también toma la Walther PPK calibre 22 que le había regalado a Lilia para el cumpleaños de 1974 y que portará entre la hebilla del cinturón y la ingle. Tiene una cita a las tres, otra las cuatro y tal vez una tercera a las dos. Uno de los encuentros sería con la pareja de un compañero que murió junto a Vicky y que le escribió porque tiene dos hijos y ningún lugar donde vivir. Habla con Betty sobre la posibilidad de llevarla a San Vicente y por eso deciden ir a Capital en auto.
Ella aprovechará la tarde para terminar de embalar algunas cosas que dejaron en el departamento de Palermo que tiene que entregar. “Creo que zafamos”, le dice él a Betty mientras cierra la puerta. Pero no completa la frase porque ella le lleva la mano a la boca y se la tapa. El Fiat 600 no arranca. No hay tiempo y entonces deciden apurarse para tomar el tren de las 12. Mientras ella encarga dos kilos de asado para el sábado, Walsh compra los pasajes. En el andén se encuentra con Victoriano Matute, el martillero que le vendió el terreno. El hombre le entrega el boleto de compraventa. Beto lo guarda en el maletín.
En Constitución, Walsh confirma por teléfono público una tercera reunión a las dos de la tarde. Tiene poco más de una hora. A las 13.30 se registrará la temperatura máxima del día: 29,3 grados. Demasiado para ser otoño.
Se despiden. “No te olvides de regar las lechugas”, le grita Lilia desde enfrente. Él le sonríe.
Cerca de las cuatro de la madrugada del 26 de marzo, un policía uniformado y otros siete hombres de civil despiertan a Matute en la casa. Quieren que le identifique la casa que le vendió a Freire. Matute lleva al grupo hasta Triunvirato e Ituzaingó. Yolanda “Yoly” Mastruzzo escucha golpes, sacudones y luego una orden:
“¡Salgan todos con las manos en alto!”. Llevan 20 días en el barrio. Yoly sale con el marido. Alumbran con una linterna. Los uniformados buscan a una pareja, pero ellos tienen tres niños, que están adentro escondidos. Tal vez buscan a los vecinos, el profesor jubilado y la mujer, que no ven desde el día anterior.
“Qué jubilados, son extremistas”, escuchan que dicen. Los mandan adentro. Los uniformados no son de la zona porque no saben que no hay luz eléctrica. Luego se escuchan ráfagas de ametralladora y explosiones en la casa de al lado.
En Boulogne, Patricia se levanta temprano pero entre cambiar a la hija de tres años, al hijo de 17 días y preparar los bolsos, demoran en arrancar con Pinedo en el AMI 8 verde hacia Palermo, donde levantarán a Lilia y los petates (papeles, documentos, borradores, carpetas, un espejo y algunos muebles).
A la altura de Lomas de Zamora, Lilia se pone al volante porque conoce la zona, pero cuando están a metros de la casa, nota algo extraño: la tranquera abierta, no está el Fiat 600.
Estaciona a unos metros y pide bajar sola, que la esperen en el auto. Entra y la invade el desconcierto: ve un desorden general que desentona con la prolijidad que dejaron el día anterior; también ventanas y puertas arrancadas. No ve humo de asado ni movimientos y sin querer ver más, pega la vuelta y encara hacia el auto desencajada, al grito de “vamos, vamos”.
Pinedo, que alcanzó a ver un inodoro en el medio del patio y también sospecha el horror, acelera. Patricia, en el asiento de atrás, pone a los hijos en el piso del auto. Pinedo ve que la calle no tiene salida, volantea, cruza a campo traviesa, llega, por fin, a una calle y endereza el rumbo.
Para ese mes de 1977, Nadra ya trabaja en la primera mañana de Prensa Latina y entra a las siete. Ahora no recuerda cuándo recibe la carta de Walsh. “Los sobres de ANCLA llegaban tarde o no llegaban”, aclara. Fuerza la memoria:
pudo haber sido el sábado 26 o algún día posterior al viernes. Sí recuerda que esa mañana espera la llegada de Bodes para recibir instrucciones. “Mandá dos carillas y me la llevo a Virrey del Pino (sede de la embajada) para despacharla en valija diplomática”, ordena Bodes. El cable lo leerán horas más tarde en Radio Moscú, en el programa que conducía Arturo Lozza.
El Granma del 31 de marzo publica un suelto con un cable de Prensa Latina, titulado “Gestiones para salvar la vida de Rodolfo Walsh”, que dice: “Destacados intelectuales mexicanos y latinoamericanos, radicados en la capital azteca, pidieron al presidente de Argentina, Jorge Rafael Videla, intervenga para salvar la vida del escritor argentino, Rodolfo Walsh. Según informaciones procedentes de Buenos Aires, Walsh fue secuestrado en San Vicente, localidad de la provincia bonaerense, ignorándose la suerte que haya corrido”.
Habrá más en los siguientes 15 días.
Gilbert también recibe la carta, pero directamente usa el correo de la Embajada porque tiene indicaciones de enviar por esa vía con “todo lo concerniente a la represión muy dura”. Y agrega: “la noche del 25 circuló entre los corresponsales la noticia de que había habido un tiroteo en la zona donde, después supimos, mataron a Walsh. El nombre de Walsh, por lo que recuerdo, circuló, pero no era firme”.
La memoria de Oscar Serrat dice que recibía material de ANCLA, pero la carta la llevó Lilia en persona, lo que le sorprendió mucho. Le sugirió que se cuidara. Junto con Pablo Giussani (ambos de Associated Press), reprodujeron parte del texto y lo mandaron al servicio nacional y al internacional.
El domingo 24 de abril siguiente, el suplemento Papel Literario del diario El Nacional de Caracas publica una doble con un documento exclusivo con el título “La carta que mató a Rodolfo Walsh”. El texto que introduce a la reproducción está firmado con las iniciales L.A.C. y dice:
“La pregunta ‘¿Quién mató a Rodolfo Walsh?’ no ha recibido una respuesta formal por parte del gobierno militar argentino, y probablemente no la reciba nunca. Walsh era uno de los más lúcidos escritores del país sureño y acaso el más brillante de sus periodistas.
Sus tres libros de cuentos son otras tantas obras maestras; sus investigaciones sobre los fusilamientos obreros de 1956, sobre el asesinato del dirigente sindical Rosendo García y sobre el oscuro caso Satanowski (sic) fueron el modelo en el que se apoyaron las mejores obras latinoamericanas de narración documental, sin excluir el célebre ‘Relato de un náufrago’ de Gabriel García Márquez.
Quién mató a Walsh es una pregunta de difícil respuesta. Más fácil es saber por qué. El 23 de marzo pasado, el escritor envío a la Junta Militar argentina una carta abierta en la que reseñaba los crímenes cometidos durante un año de gobierno depredador.
Dos días después, fue secuestrado y -según todos los indicios- asesinado por una banda parapolicial o paramilitar; una de las miles que operan en la Argentina sin que sus miembros hayan sido sancionados o tan siquiera identificados por los mismos oficiales que predican el derecho a la vida en ese país de muertos”.
Las iniciales de la bajada son de Luis Alberto Crespo, director del suplemento durante 15 años, hoy embajador de Venezuela ante la UNESCO en París. Confirma la autoría de las líneas, pero sólo recuerda que la carta la recibió el editor de la sección, Tomás Eloy Martínez, quien cumplió esa función entre 1975 y 1978.
“Sin duda gracias a sus contactos con colegas argentinos y autorizados confidentes”, recuerda. Crespo celebra que “el haber publicado y difundido esta Carta dignificó, y aún nos exalta, nuestra conducta anti dictatorial y anti represiva de los gobiernos de facto y sus secuaces de todos los tiempos”.
Martínez y Walsh, además de colegas y amigos, habían sido de los primeros en investigar el destino del cadáver de Eva Perón, pero no hay registros públicos de cómo le llegó a él, exiliado en ese país, la carta a la Junta. Lo que sí está claro es que El Nacional fue el primero en publicar el documento y durante años, el único.
Mientras alternan gestiones para dar con RJW y presentar hábeas corpus, Patricia y Lilia mandan más copias de la carta a la Junta, con el agregado que denuncia la desaparición del autor. Se suma Horacio Verbitsky. Será él quien continúe con ANCLA cuando en abril Pagliai y Aznárez partan al exilio y en junio secuestren a Pastoriza. Años después, Verbitsky encontrará una copia de la Carta en el archivo del diario Clarín.
Otros militantes montoneros, como Marta Vasallo y Luis Guagnini, también reproducen y reenvían la carta a distintas direcciones aportadas por Susana Pirí Lugones; o incluso tomadas al azar de la guía telefónica, hasta octubre o noviembre. La carta circula de mano en mano como un texto prohibido que va camino a convertirse en canónico y al que García Márquez consagraría como una obra maestro del periodismo universal.
Pero no hay rebote en la prensa nacional. La desaparición de Walsh sólo es informada por Ariel Delgado en radio Colonia y el Buenos Aires Herald, sin mayores detalles ni precisiones. En algún momento, en el diario dirigido por Robert Cox se consignó que Walsh había desaparecido por propia voluntad, lo que generó un reclamó personal de la hija Patricia.
En la primavera siguiente, Patricia y Pinedo vuelven a la casa de San Vicente como falsos interesados en comprarla. Observan vestigios de un bombardeo, rastros del saqueo (se llevaron hasta las aberturas), balazos en las paredes. También ven que alguien pasó una escoba, quemó papeles o hizo un asado.
Hablan con los vecinos y les cuentan lo que ocurrió en la madrugada del sábado 26, del operativo, la policía, los uniformes verdes, que cargaron las cosas que se llevaron en el Fiat 600 y hasta que un policía quedó de consigna. La pareja comprueba que ellos llegaron a las pocas horas de aquel sábado y comienzan a sospechar que Walsh no fue secuestrado allí.
A los pocos meses, Lilia parte al exilio a México. De allí, en 1982, viajará a España y se encontrará con Martín Grass, un sobreviviente de la ESMA que le contará que Rodolfo estuvo allí, que llegó muerto o mal herido el mismo 25, que logró sacar la Walther y todo lo demás. También le cuenta que leyó Juan se iba por el río y ambos recuerdan partes que memorizaron.
Con los años comenzaría a salir a luz más de lo ocurrido en la esquina porteña de San Juan y Entre Ríos; que llegó a despachar las copias de la carta; la cita cantada; los papeles robados de San Vicente que circularon en la ESMA, como la libreta de enrolamiento de Walsh o una de las versiones de Carta a mis amigos, que Pastoriza logró recuperar. La Justicia tardaría un poco más.
Patricia reflexiona hoy:
“Pienso que mi padre sabía que su vida no iba a durar mucho más. Tenía una conciencia clara sobre la derrota que se estaba produciendo. Tenía ideas sobre lo que se debía intentar, y era salvar la vida de los compañeros/as que corrían mayores riesgos; hacer un reconocimiento público de esa derrota militar; un llamamiento a una nueva etapa de resistencia; disolver la organización; no utilizar más su nombre porque decía que si se continuaba haciendo eso nunca se lo podría volver a utilizar. Proponía hacer salir del país de un modo urgente a quienes no pudieran ya permanecer en el territorio, de modo clandestino, procurar a los sobrevivientes los recursos necesarios para esa nueva etapa, y priorizar que los lazos que se sostuvieran fueran los imprescindibles, privilegiando las relaciones familiares, o de un gran valor afectivo, aquellas que para él tenían mayor capacidad de resistir a los tormentos que tan bien describiera en su Carta Abierta. Sin embargo ya sabía que no sería escuchado.
“Esa última cita a la que concurre es una emboscada. Que no lo advirtiera creo que también da cuenta del desgaste que él mismo padecía. Enseñaba a otros a cuidarse siempre, pero él ya no era capaz de hacerlo. Que llevara los papeles de su casa encima, la casa de San Vicente, también habla de su propia situación. No quiso irse del país. Así lo decidió. Si le llegaba la hora tenía que tener listo lo que él pensaba que se debía hacer si le quedaban cinco minutos de vida. Ya lo había ensayado Daniel Hernández, muchos años antes. Si te quedan cinco minutos de vida hay que escribir el testamento”.
La casa de San Vicente sigue a nombre de Norberto Pedro Freire para el fisco, pero permanece usurpada desde la dictadura por familiares de un ex miembro de la Policía Bonaerense. A los ocupantes les molesta la gente que se acerca como visita histórica. En 2008 la Municipalidad local la declaró Patrimonio Cultural, Histórico y Arquitectónico.
La calle Triunvirato sigue siendo de tierra y ahora se llama Rodolfo Walsh.
El tren dejó de pasar en 1978.
En 2011, el Tribunal Oral Federal 5 condenó a prisión perpetua y penas de entre 18 a 25 años a quince de los dieciocho imputados en la causa ESMA, que entre otros crímenes esclareció en parte lo ocurrido a Walsh y otras víctimas del GT 3.3.2. Se pudo establecer que aquel viernes 25 Walsh caminaba por la avenida San Juan y Entre Ríos hacia Combate de los Pozos, (de contramano al tránsito, por seguridad) cuando fue abordado posiblemente por Astiz, que quiso tacklearlo, pero no pudo; que Walsh sacó el arma; se parapetó detrás de un árbol y alcanzó a disparar un tiro antes de que lo derribaran a balazos los más de 25 uniformados que lo cercaron. Según testimonios de otros prisioneros de la ESMA, llegó allí muy mal herido o quizás muerto. El destino de su cuerpo todavía es una incógnita.
Además del homicidio, tormentos, privación ilegítima de la libertad, a los condenados de la ESMA se los encontró culpables de robar bienes y la obra de Walsh. Entre lo que nunca se recuperó hay borradores de proyectos de otros textos literarios, las memorias, páginas de su diario personal, una selección de notas periodísticas, borradores de una novela que había empezado a desagregar en cuentos y del que Juan se iba por el río es el primero, carpetas para trabajos de investigación o con material de archivos y documentos internos de la organización Montoneros.
Lilia Ferreyra murió el 31 de marzo de 2015. Hasta el último día memorizaba el comienzo de Juan se iba por el río que dice: “Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina, y su mujer, Teresa”.
En un predio de 16 hectáreas, pegado a la Avenida Lugones, frente a la ESMA, vecino al Parque de los Niños, sobre la costa del Río de la Plata, está el campo de deportes “Ernesto del Monte”, de la Armada. Ahora, el predio se subalquila para torneos de fútbol privados. Varios testimonios denunciaron que allí se arrojaban cadáveres de ex prisioneros y luego neumáticos que se incendiaban. A instancias de Patricia Walsh, el juez Sergio Torres autorizó al Equipo de Antropología Forense a realizar tareas preliminares, pero no se continuaron ni se excavó ni se aplicó la tecnología adecuada ni se preservó el lugar. Allí podrían estar, entre otros, los restos de Rodolfo Jorge Walsh, aquel que en la carta a la hija muerta escribió que el verdadero cementerio es la memoria.
(*) Cronista, redactor y editor en las agencias de noticias Télam e Infosic; los diarios Perfil, La Razón, Tiempo Argentino y BAE; las revistas Brando, Rumbos, Convivimos, trespuntos, Information Technology, Contraeditorial, Caras y Caretas y Playboy; los sitios de Internet Terra, Diario sobre Diarios, La Nación online y Chequeado; los canales Cablevisión noticias, Canal 9 y Crónica Televisión y radio América.
Fuente: Revista Anfibia