por Rafael Luis Gumucio Rivas.
No hace mucho tiempo una pareja de ancianos decidió suicidarse. El 14 de agosto, un incendio en la localidad de Chiguayante cobró la vida de diez ancianas.
Ya es un lugar común que los habitantes, especialmente de países desarrollados, se están volviendo viejos, y llegar a los cien años de edad ya no es un récord; en Chile ya superamos el promedio de 80 años de edad.
La longevidad, como todo en la vida, es clasista y racista: en Mozambique, por ejemplo, llegar a los 40 años ya se considera ser muy viejo; en Chile, los pobres mueren antes que los ricos.
La vejez, en la mayoría de los casos, no es sinónimo de “jubilo” – como suele repetirlo el Presidente Piñera – pues la persona comienza a perder, paulatinamente, el uso de sus facultades mentales y físicas.
En la mayoría de las encuestas los ancianos expresan que a lo que más le temen es a la dependencia y a la soledad.
Basta una tragedia – como la ocurrida recientemente en Chiguayante – para darnos cuenta de que la sociedad chilena trata como “desechables” a los viejos y, además, los niños que son la “promesa” del futuro, son maltratados y abusados, no sólo en los hogares del SENAME, sino también en colegios regentados por curas degenerados, encubiertos por los obispos.
Al fin y al cabo, ser viejo, sano y rico, aunque no se está en el paraíso, pues la existencia humana está signada por el absurdo, al menos el dinero permite pagar un regimiento de cuidadores o cuidadoras, lo cual hace que las circunstancias sean menos terribles en el ocaso de la vida.
Pero si se es pobre, y se ha salvado de la cárcel, (a propósito, del padre Robledo, capellán católico de prisiones, cuenta que un viejito de 90 años le suplicó que lo ayudara a poner fin a su vida de sufrimiento) con mucha suerte va a caer a un hospital donde, en algunos casos, tratan a los ancianos como trapo inútil, a quien hay que retarlo y tratarlo como perro abandonado, ya sea porque no controla esfínter, porque no se alimenta, porque reclama o bien, o porque si siquiera se atreve a hacerlo por temor a ser regañado.
Los cien mil pesos de la jubilación básica solidaria ni siquiera alcanzan para los medicamentos y, a lo mejor, para comprar un kilo de pan.
La vejez es como estar en una isla solitaria, rodeada por un mar de recuerdos, algunos en blanco y negro y otros en colores, y esto que tienen la suerte de no irlos perdiendo por alguna forma de demencia senil.
En Chile las más altas tasas de suicidios tienen prevalencia en la vejez y en la juventud. Es que el suicidio y la eutanasia, en muchos casos, se convierte en la forma de evitar el infierno de ser viejo, enfermo, solo, pobre y dependiente, un ser visto por la indolente sociedad como una basura que hay que lanzar al vertedero.
Morir dignamente debiera ser un derecho humano, tan importante como el derecho a la vida y a la igualdad entre los hombres y mujeres. Desgraciadamente, cuando los beatos dicen defender el derecho a la vida olvidan que la pobreza condena a un alto porcentaje de los chilenos a una existencia miserable e indigna y, en no pocos casos, a vivir en lo que llaman hipócritamente, en “situación de calle” y, con suerte, como allegados, a quienes los propietarios quieren expulsarlo por no pagar arriendo.
El Presidente Sebastián Piñera, sabe poco sobre cómo viven los pobres del país del cual es gerente. Es muy linda la idea de que el Estado ayudara económicamente a las familias que acogieran a los viejos, cuando las parejas jóvenes no tienen, ni siquiera, trabajo, y no pocos han sido absorbidos por la lepra de la droga.
Como los gobiernos son tacaños en el apoyo y socorro a los más desvalidos, de seguro, el pago de una subvención para el cuidado de las personas mayores será tan miserable como la equivalente a la pensión solidaria. Chile no sólo es un país racista y clasista, sino también machista: cuando el abuelito y la abuelita ya no son autovalentes, son las hijas quienes se ven forzadas a sacrificar su desarrollo personal y sus proyectos de vida por amor a sus queridos viejos.
Estos dramas no sólo se dan en países pobres, sino también en países hiperdesarrollados , como Estados Unidos y Canadá.
El goce de la vida en una sociedad en que lo económico es lo único que importa, (como lo dice el médico y poeta colombiano, Villamil, “…amigo cuánto tienes, cuanto vales, principio de la actual filosofía, amigo, no pierdas la partida y tomemos otro trago, brindemos por la vida, pues todo es oropel…”) y todo se convierte en amasar dinero, comprar autos de lujo, poseer mansiones – incluso en el extranjero – en fin, gozar de la opulencia, mientras ser pobre equivale a ser catalogado como un derrotado en la lucha por la vida, (tal como un tullido que pretendiera ser campeón de la maratón de San Silvestre).
En nuestra sociedad se propende, como el Apartheid africano, a que los ricos nunca vean a los pobres, a ellos se les repliega a barrios muy distantes y desprovistos de áreas verdes, parques de recreación, viviendas enrejadas e insalubres y, no pocas veces, sus murallas traspasadas de balas locas, producto de luchas entre pandillas de narcotraficantes.
El dictador Pinochet terminó por trasladar a la zona sur de Santiago, el territorio de los pobres, las pocas poblaciones que existían en Vitacura, Lo Barnechea y Las Condes. (Cuando un alcalde del Opus Dei , aunque buena persona, se le ocurre construir un edificio para los pobres, en la Rotonda Atenas, los moradores del entorno protestan porque sus vecinos serán ladrones, mal vestidos y tenderán la ropa en el balcón, y digan “Shile”, en vez de Chile.
Antiguamente, los pobres servían para cuidar niños y viejos, al abuelito y al nieto; ahora, las nuevas generaciones van a la universidad, medicina, ingeniería, geología…, por consiguiente, ya no quieren cambiar pañales y soportar el mal genio y el maltrato de las “señoras y señores bien”.
Somos tan hipócritas que llamamos “adulto mayor” al viejo, cuando en el otro yo sólo deseamos que una peste los elimine rápidamente. Claro que exceptuando al familiar.
Mientras no veamos a los viejos, enfermos, pobres, dependientes y solitarios, la vida parece hermosa y nos encanta juntarnos con personas parecidas a nosotros – como decía el padre Felipe Berríos, “al igual que los perros, nos olemos el trasero para reconocernos”.
Como tememos a la muerte, preferimos no verla, ni hablar sobre ella, y con la riqueza, creemos que hemos comprado la eternidad. Siempre habrá un Karadima, un Errázuriz, un Ezzati, un Scapolo… que nos asegure que “dios, el mejor conservador de bienes raíces, nos tiene un sitio asegurado en el paraíso”.
No sé si todos nos hemos dado cuenta de que el único derecho humano que está redactado en términos religiosos es el de propiedad, que está garantizado por Dios, pero el otro derecho, el de la igualdad ante la ley, es un tremenda mentira – fue escrita por esclavistas, en la Revolución Francesa -, y el famoso derecho a la vida, desde el nacimiento hasta la muerte natural es una verdadera cachetada cuando el Estado y la sociedad condenan a los viejos, pobres, enfermemos, solos y dependientes a ser “desechables”.
Fuente: Piensa Chile