Hace 20 años, Bill Clinton se tambaleaba: el entonces presidente tuvo que atravesar un proceso de destitución basado exclusivamente en su relación extramarital con Monica Lewinsky, una becaria a la que sacaba 27 años.
Clinton sobrevivió al proceso, liderado por el fiscal especial Kenneth Starr. Lewinsky casi no lo consigue.
En 1998, fue utilizada como arma por el fiscal y los medios. A sus 24 años, una becaria no remunerada vio cómo se diseccionaba o reinventaba cada faceta de su vida.
Cómo, según recuerda Lewinsky en Vanity Fair, «solo en el Washington Post aparecían 125 artículos sobre el tema, solo en los 10 primeros días».
Dos décadas después, tras un encuentro fortuito con Starr, Lewinsky ha decidido aportar su visión. Lo ha hecho en primera persona para Vanity Fair al rememorar aquellos días de 1998, cuando Internet se convirtió por primera vez en la semilla de las fake news, en propagador viral y en fuente de acoso.
En una apisonadora que aplastaba la línea «entre hechos y opiniones, noticias y cotilleos, vidas privadas y juicios morales públicos. Internet era ya tal fuerza motriz del flujo informativo que, cuando el Comité Judicial de la Cámara de Representantes decidió publicar online los ‘hallazgos’ de Ken Starr –dos días después de que los hubiese entregado–, significó (para mí) que cada adulto con un módem podía leer mis conversaciones privadas, mis pensamientos personales (sacados de mi ordenador) y, peor, mi vida sexual».
Lewinsky habla del infame Informe Starr, conseguido entre otras cosas cuando «un grupo de agentes del FBI –Starr no estaba presente– arrinconaron en un cuarto del Pentágono a una joven de 24 años y le dijeron que afrontaba 27 años de prisión si no cooperaba».
Que «amenazaron con imputar a mi madre (si no les contaba las confidencias privadas que le había hecho), que dejaron caer que investigarían la carrera como médico de mi padre, y hasta interrogaron a mi tía, con la que estaba cenando [la noche que el FBI fue a por Lewinsky]».
Los medios, alimentados por «fuentes anónimas y rumores online que surgían a diario, todos falsos o sin trascendencia», arrastraron por la opinión pública la figura de una joven que, a sus 22 años, entró en una relación «consentida» con un hombre casado de 49 años.
O todo lo consentida que puede ser la relación con alguien que «era mi jefe. Era el hombre más poderoso del planeta. Era 27 años mayor que yo, con suficiente experiencia vital para saber que aquello no estaba bien. Que estaba en la cumbre de su carrera mientras yo ocupaba mi primer puesto al salir de la universidad».
Lewinsky afirma que, aunque la relación fuese consentida, es ahora cuando empieza a darse cuenta del «increíble abuso de autoridad y de poder» que ejerció Clinton.
Pero hubo algo peor, algo que sí ha cambiado para bien. Durante todo el caso Lewinsky, en los medios aparecieron esos rumores, o el punto de vista de Starr, o el de Clinton, o el de cientos de tertulianos «en todos los talk shows», pero no el de Lewinsky, que «no tenía permitido hablar legalmente».
Ni contaba con apoyos ni tenía forma de contar su historia o defenderse «como hoy cualquier mujer puede hacer al compartir su historia al etiquetarla con #MeToo (#YoTambién) y recibir de inmediato la bienvenida en la tribu. (…) Las redes de apoyo en Internet era algo que no existía entonces. El poder, en aquel caso, todavía estaba en manos del presidente, del Congreso, de los fiscales y de la prensa».
Lewinsky estuvo sola. «Publicamente sola. Abandonada. Sin apoyos, ni mucho menos el de la figura principal [Clinton]». Es algo que le ha reconocido hasta «una de las fundadoras del movimiento #MeToo».
Y que marca el cambio de era:
Lewinsky no fue, bajo ninguna interpretación del término, víctima de abusos sexuales (algo que defiende desde el principio la propia Lewinsky). Pero sí fue múltiples veces víctima de abusos de poder, tanto antes y durante como después de su relación con Clinton. De responsabilidad. De un juego entre dos hombres, Starr y Clinton, con sus coros mediáticos.
Sometida a una «luz de gas» infinita por parte de todos los que habían colocado a una joven de 24 años en el centro de una narrativa pública.
Lewinsky no tenía voz pública. Lewinsky era lo que los demás dijesen que era, «hasta que no pude cuestionarme mi narrativa ni internamente».
Y eso es lo que ha cambiado hoy:
«Tenemos una enorme deuda de gratitud con las heroínas de #MeToo y Time’s Up. Porque sus movimientos lo dicen todo sobre las perniciosas conspiraciones del silencio que durante tanto tiempo han protegido a los hombres poderosos cuando de abusos de poder, acoso y abusos sexuales se trata».
Lewinsky concluye recordando un proverbio mexicano que le han dicho bastantes veces durante estos meses:
«Intentaron enterrarnos, pero no sabían que éramos semillas».
Y para Lewinsky, Time’s Up y #MeToo es la prueba de que ha llegado la primavera.
Fuente: Vanity Fair