viernes, noviembre 22, 2024
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Vanguardismo y Hegemonía: la Izquierda y sus Bases Sociales en Chile

Este año, cuando se cumplen cuatro décadas del golpe de Estado que puso fin al gobierno de la Unidad Popular (UP), todavía hay mucho que discutir respecto al que fue uno de los más importantes procesos políticos en la historia reciente de América Latina y el período de mayor movilización popular en la historia chilena. Tal movilización, desde luego, no se explica como un hecho aislado, pues la trayectoria de la clase trabajadora y de la izquierda chilena se constituyó históricamente compartiendo proyectos políticos y en una interacción constante.

Estos proyectos se tradujeron en ideas generales en torno a la lucha por el reconocimiento de derechos y mejora de las condiciones de vida y de trabajo, por la valorización de los trabajadores, por la conquista de nuevos espacios de participación y, en definitiva, por la idea de construcción de un nuevo Chile, basado en la igualdad y el fin de la explotación. Sin duda, esta relación fue de vital importancia para forjar la ampliación del debate político en torno a los impactos de la estructura capitalista y las demandas de mayor democratización al interior de la sociedad chilena.

Sin embargo, esta tradicional interacción presentó desafíos para la izquierda, ya que jamás significó la subordinación de los trabajadores a los postulados partidarios y no impidió que las bases filtraran las propuestas de la izquierda y las articularan según su propia visión de mundo, sus formas de organización y de actuación cotidiana, todas ellas fuertemente determinadas por sus experiencias. Una reflexión sobre esta relación entre las bases sociales y la izquierda del país nos permite comprender un elemento importante de la UP: la contradicción creciente entre el proyecto y la convocatoria a una participación popular. ¿Por qué es importante reflexionar sobre este punto? Porque esa reflexión nos lleva a observar cuán actual es la necesidad de la izquierda de revisar algunas de sus premisas históricas.

En 1970, para aplicar su programa, la UP necesitaba del apoyo de la clase trabajadora, por lo que se comprometió con el reconocimiento de sus reivindicaciones históricas. Este reconocimiento pasaba por una inédita política de redistribución de la riqueza en la historia chilena. Además, uno de los principales puntos de su programa remitía a la participación popular, aunque sin delinear en el trazo fino un proyecto que definiese la manera como se daría esa participación.

Las incertidumbres tenían que ver con las cuestiones que envolvían la etapa de transición, la duración del proceso y el comportamiento de las fuerzas populares en el gobierno. Esto se convirtió en uno de los principales factores de divergencia al interior de la UP. Había un límite latente entre el objetivo de largo plazo de construcción de una hegemonía, declarado en el programa de gobierno y en su intensa propaganda, y la necesidad de una alianza con otros sectores, en la medida en que esos intereses se mostraron antagónicos a lo largo del gobierno.

Incluso así, durante el gobierno socialista, la faceta más creativa del proceso estuvo en el protagonismo ejercido por los trabajadores. Ello se expresó de diversas formas: en el movimiento de pobladores, que ya tenía sus propias tradiciones de lucha; el fenómeno de los cordones industriales; las ocupaciones de fábricas por parte de los trabajadores para garantizar la producción y el abastecimiento del país; la actuación de las Juntas de Abastecimientos y Precios (JAPs), que luchaban para combatir el mercado negro y el desabastecimiento generados por los boicots y huelgas patronales, entre otros.

Todo ello fue acompañado por un sentimiento de identidad colectiva afincado en la defensa de sus intereses y en la lucha contra los intereses antagónicos. Este sentimiento se plasmó en los discursos proferidos por las bases y el lenguaje utilizado para diferenciarse de sus opositores; también lo hizo en las tomas de propiedades públicas y privadas y de terrenos urbanos y rurales, sin importar si eso convenía a la racionalidad del proyecto gubernamental, lo que ciertamente tuvo un impacto en los temores del gobierno en torno al respeto de las garantías institucionales.

Por parte del gobierno hubo un intento permanente de canalización de las movilizaciones en la línea de la vía institucional de transición al socialismo. Cualquier acción considerada fuera del programa de la UP y que representara el riesgo de debilitar la alianza de clases propuesta por las autoridades era denunciada como “irresponsable”. Esto significó una tensión constante entre los líderes comunitarios, rurales y sindicales con los representantes del gobierno. El principal punto de tensión era el ritmo de las transformaciones proyectadas y el papel de los trabajadores en ese proceso.

Podemos afirmar que este intento de direccionamiento de los movimientos dentro de los mecanismos institucionales, y los conflictos entre líderes sociales y gubernamentales que ello significó, revelan los problemas y límites existentes en el propio proyecto socialista de participación de las bases y que se manifestaron en las dificultades de incluir a las organizaciones obreras en la articulación de nuevas estructuras y relaciones políticas.

Una explicación para tal posición al interior de la izquierda está en la recurrencia a esquemas abstractos que obscurecían la comprensión de las características particulares de aquella sociedad, lo que impactó en la percepción global de un proyecto de transformación que debía presentarse como una alternativa nueva y viable para los chilenos. Basándose en nociones propias de la vanguardia, el pensamiento articulado por parte de la intelectualidad socialista para la implementación del Estado de los Trabajadores reposaba en el nexo partido-sindicatos-movimiento popular. En este esquema, la clase obrera tenía, primeramente, una escasa conciencia de clase, mostrándose inmadura; asimismo, junto al campesinado, se mostraba ajena a las cuestiones políticas y componía una “forma embrionaria de la lucha”.

Se seguimos las publicaciones partidarias, hay una clara huella de la concepción que los teóricos partidarios tenían sobre la relación entre partido y bases. La idea más general de “pueblo” era la representación de lo nacional y se dividía entre vanguardia y masa, siendo esta última la parte del pueblo sin conciencia de sus propios intereses y que, por esa razón, no se organizaba para defenderlos. La vanguardia, entonces, asumía la función de educar y dirigir a las masas de acuerdo a sus intereses.

Si bien la izquierda fue capaz de ejercer una fuerte influencia político-cultural en la sociedad chilena, la dinámica de actuación de los trabajadores siempre sobrepasó los canales institucionales de representación y estuvo respaldada en sus antecedentes de tradición política y de luchas, sin restringirse a reproducir los discursos cerrados vocalizados por los partidos de izquierda.

Otro problema fundamental presente en las disyuntivas de la izquierda era el dilema entre reformismo y revolución, que cerró las posibilidades para un debate al interior del movimiento revolucionario que fuese capaz de dar cuenta de las diversas expresiones democráticas y de lucha de la clase trabajadora, las que cargaban propuestas de nuevas relaciones productivas y sociales.

A pesar de las referencias a las tradiciones populares y a sus vinculaciones con la historia de la izquierda y su discurso obrerista, es posible visualizar que en el momento de las disputas entre las fuerzas sociales, se hizo evidente la ausencia de organicidad entre la UP y las bases, principalmente debido a la concepción vanguardista de partido político y de sus funciones en tanto teóricos y dirigentes.

Recurriendo a la perspectiva de Antonio Gramsci, se advierte la ausencia de un nexo entre intelectuales y las clases subalternas, así como de un diálogo permanente con las percepciones del sentido común para la construcción de la sociedad socialista. A largo plazo, el movimiento se mostró incapaz de dar cuenta de las nuevas expresiones democráticas de parte importante de la sociedad.

La concepción vanguardista de la izquierda desconsideraba las experiencias y la conciencia de los trabajadores, que constituían el sustento de aquel proceso, lo que la inhabilitó para comprender las propuestas democráticas de nuevas relaciones políticas y sociales y obstruyó una eventual articulación con sus bases programáticas. Aun así, en su discurso, el “pueblo” siguió asociado directamente a los trabajadores, quienes asumían el papel de sujeto activo de las transformaciones globales. Se mantenía en la propuesta de la izquierda la línea de promoción del sujeto político en la construcción de una nueva sociedad y eso garantizaba respaldo y mayor identificación popular con el proyecto socialista. Tal identificación acabó por generar una reapropiación del proyecto socialista por los trabajadores a partir de sus experiencias y conciencias, que llevó a la gran movilización que fue vivida hasta 1973, la faceta más creativa de la UP.

En aquella coyuntura, la actuación más importante en el trabajo de organización de los trabajadores fue desempeñada por los sujetos que estaban más próximos a las luchas cotidianas y que contribuían decisivamente para fortalecer la correspondencia entre los proyectos políticos de los trabajadores y los de la izquierda chilena. Entre ellos se encontraban militantes, estudiantes, sindicalistas y pobladores que no estaban entre los teóricos partidarios, pero que operaban respaldados e incentivados por aquella identificación con el proyecto de transformación y que actuaron como activos mediadores entre la esfera institucional de la izquierda y las prácticas de la clase trabajadora.

Este es un episodio culminante de la historia de los movimientos sociales que siempre presentaron un gran potencial en Chile y que estuvieron presentes en los momentos centrales de la historia del país. Incluso actuando junto a los partidos de izquierda, estos movimientos mantuvieron su autonomía, expresada especialmente en sus formas de acción, que sobrepasaron las estrategias partidarias. Esta autonomía se expresó también en el carácter clasista de sus acciones contra la burguesía del país, así como en la mantención de un alto grado de politización en sus acciones, incluso en los momentos de alta represión e implantación del terror tras el golpe militar de 1973.

En el apoyo al proyecto de construcción del socialismo, en la lucha por la democracia política y social o en el intento de atenuar los impactos de la política neoliberal, estos movimientos demostraron, y aún demuestran, que la defensa de la idea de un Estado presente, así como el concepto de institucionalidad en el seno de aquella sociedad, existen, pero que la lectura y la concepción acerca de este Estado se diferencian en función de la clase en que ella es realizada y que el orden tiene sus límites cuando lo que está en juego es un modo de vida o la dignidad y la libertad. Se trata de una diferencia que ellos exigen sea considerada.

Durante la lucha por la redemocratización, el mundo político trazó una transición “por lo alto” que estuvo distante de la sensibilidad popular, a pesar de la fuerza social que las mismas movilizaciones le conferían. En la encrucijada entre ruptura y continuidad, las protestas –que significaban una vez más el anuncio de lo nuevo por las bases– no fueron oídas por la izquierda, que se mantuvo en la línea de la racionalidad del juego institucional.

Frente a la fuerte política neoliberal aplicada en Chile, exaltada como ejemplo en América Latina, los movimientos sociales quedaron cada vez más acorralados y localizados. En el cuadro actual de descontento, la gran movilización estudiantil reencendió entre los trabajadores chilenos aquello que fue siempre parte inherente de su existencia social: su acción y su identidad política. La manifestación de los estudiantes contra el modelo educacional basado en una lógica mercantil ganó adeptos, fuerza y permitió la irrupción de un ciclo de luchas contra las políticas neoliberales predominantes desde hace décadas.

En ese contexto, la izquierda chilena se distanció mucho de lo que la había caracterizado hasta la década de 1970, especialmente en su interacción con los movimientos sociales. Una de las excepciones es la del Partido Comunista, que durante un buen tiempo se mostró reticente frente a la práctica política de la Concertación.

Existe una necesidad urgente de recuperación de esta interacción, pero junto con ella, de una reflexión sobre las bases de esta relación. La izquierda parece despreocupada de su pasado y de lo que su estudio puede iluminar respecto a esas relaciones. Esta pérdida de identidad y el distanciamiento de los problemas reales de las bases sociales es una constatación del desafío que debe ser enfrentado por la izquierda contemporánea, sobre todo en lo concerniente a la reconsideración de la postura histórica de vanguardismo y la necesidad de valorizar las experiencias de los movimientos de las bases.

En todas las coyunturas citadas, lo que se aprecia es la convocatoria de la izquierda por las bases para repensar las pautas y prioridades de sus gobiernos y para oír sus voces. Para hacer posible un nuevo ciclo de luchas, el nexo entre trabajadores e izquierda debe ser retomado, pero fundamentado en relaciones políticas más horizontales y no sobre la base del vanguardismo o el populismo.

(*) Licenciada y magíster en Historia por la Universidad Estadual Paulista-UNESP; doctora en Ciencias Políticas por la Universidad Estadual de Campinas-UNICAMP, Brasil. Este artículo está basado en su tesis sobre la participación de los trabajadores en el gobierno de la Unidad Popular, titulada “O Protagonismo Popular: experiências de classe e movimentos sociais na construção do socialismo chileno (1964-1973)”.

Fuente: Red Seca

Comentarios al artículo

Horacio Larraín:    

Muy buen artículo, Marcia. Porque creo que toca lo más sensible de la experiencia de la UP: la disyuntiva entre reforma y revolución. Yo creo que si bien Allende abrigaba un pensamiento revolucionario de largo plazo, él nunca perdió de vista la realidad objetiva de Chile, su historia y su tradición institucional. Había otras fuerzas, aparte de la clase obrera, a las que había que tomar en consideración. Había una institucionalidad que él había jurado respetar y así lo hizo. De aquí que él siempre enfatizó que su gobierno solamente iba a sentar las bases para construir el socialismo en el futuro. Un socialismo, además, no muy claramente definido, como ocurre incluso hoy día entre los que hablan de socialismo: llegado el momento no son capaces de definirlo ni como un sistema político ni como un régimen económico concreto, salvo asignarle algún rol al Estado. Pero como en todo movimiento social, imagino, la retórica juega un rol creativo importante, muchos de los partidarios de la UP pensaron que se podía crear “poder popular” a pulso, a fuerza de discurso, con pura voluntad (“Pueblo y fusil” decían algunos ingenuos). Allende era mucho más realista, pero también su retórica (le gustaba escucharse a sí mismo) inició un incendio que, al final, resultó fuera de control. Sin duda, esto que digo debo matizarlo con muchas otras palabras, pero sería largo…

Marcelo Casals:   

Muy buen artículo. Felicitaciones a la autora por ello.
Me quedan algunas dudas que dan para largo, así que la plantearé en términos generales: cuánto de ese “vanguardismo” de la izquierda chilena pre-1973 se dio también a la debilidad relativa de los nunca bien definidos “movimientos sociales”? Cuál fue el rol real de la izquierda en la construcción de ese tejido social popular que tomó el protagonismo de la lucha política en 1972-1973?

Si bien no abogo por una vuelta a los patrones leninistas de organización política, tampoco creo que aquel “horizontalismo” que subraya la “autonomía” sea útil en la actual coyuntura. Los partidos políticos deben ser integrados en el proceso de cambio contra el modelo neoliberal, pero entendiendo qué son y cuál es su función: aglutinadores de fuerzas con voluntad de poder para copar el Estado, que es finalmente donde radica el problema de todo.

No fui tan breve como quería. Cosas que pasan.

Alfredo A. Repetto Saieg:   

Mientras en Chile dominó el mal llamado “Estado de Bienestar” la política reformista pareció ser al fin el complemento para el logro de la estabilidad con crecimiento social porque a partir de este nuevo esquema se hacía de la revolución social algo innecesario. Sin embargo, la progresiva radicalización de las demandas y de las reformas, de los nuevos gobiernos surgidos al calor de la lucha, nos demostrará todo lo contrario. Sucedió algo muy distinto de lo que fue la experiencia en Europa donde el reformismo de esos regímenes políticos fue la herramienta central para disolver, luego de terminada la Segunda Guerra Mundial, las múltiples organizaciones, partidos y movimientos comunistas o socialistas, de tipo revolucionarios, posibilitando de esa forma estabilizar la democracia liberal de masas.

Este mismo modelo dentro de Chile y Latinoamérica, por la frustración real de sus aspiraciones, por no estar finalmente capacitado para resolver los problemas y demandas de la mayoría, reforzó en contra de su voluntad el surgimiento de movimientos y partidos de corte revolucionarios que buscaron un cambio de las estructuras en términos socialistas. Es decir, en vez de disolverse las tendencias revolucionarias estos movimientos populares, soberanos y reformistas, se transforman en movimientos, en organizaciones o en partidos políticos revolucionarios. Esto sucede con gran nitidez en el Chile de los años ’70 en el que la promoción popular del gobierno de la DC resultó ser una etapa decisiva para la llegada, seis años después, de la UP a la cúspide del poder. También es lo que pasó en países como Bolivia, Ecuador o Venezuela a principios de este nuevo siglo.

Entonces, el reformismo latinoamericano cuando es tomado en serio asume posiciones de revolución política- social. Aparece algo inconcebible dentro de la tradición política y cultural europea, es decir, un reformismo revolucionario. Un reformismo radical que es la fuerza más dinámica de nuestros movimientos sociales.

Es importante entenderlo de esa manera porque un problema fundamental del pasado y presente de la izquierda chilena, de la de ayer y la de hoy, es el dilema entre el reformismo y la revolución que puede conducirnos a la peor desgracia. De hecho, en su momento tanto el gobierno conducido por Allende como los partidos de la UP, en especial el PC, apostaron por la institucionalidad, por un acuerdo con la oficialidad de las fuerzas armadas y en definitiva por un intento de diálogo con la oposición antes que apoyarse y refugiarse en los trabajadores quienes desde la calle, a través de los Cordones Industriales y una serie de otras organizaciones surgidas al calor de la lucha, buscaban construir lo decisivo en las batalla por la primacía de los intereses de los sectores populares: la creación del poder popular.

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