La seguidilla de escándalos públicos vividos durante el último semestre en Chile, ha generado importantes debates tanto en la arena política como económica. Demás está decir que, salvo contadas e interesadas opiniones, existe conciencia de que los casos de corrupción no son aislados, sino que responden a una práctica recurrente y generalizada que caracteriza al modo en que en Chile se relacionan el gran mundo empresarial y el político.
Parte de los análisis han tendido a ver estos problemas como asuntos meramente institucionales y susceptibles de ser solucionados desde la esfera de las políticas públicas. Sin embargo, una interpretación que tome en cuenta los factores sociales estructurales subyacentes tras dichas prácticas, deja evidencia como estas son la simple manifestación de un problema más profundo: la profunda desigualdad existente en Chile, las tendencias a la concentración económica y, como producto de lo anterior, la generación de lógicas oligárquicas de concentración del poder en torno a los grupos económicos dominantes.
En este sentido, la discusión y el eventual despliegue de soluciones, tales como la instauración de mecanismos para el financiamiento público de la política o la aprobación de una agenda legislativa pro-transparencia, constituyen pasos positivos, pero absolutamente insuficientes en relación al problema que pretenden atacar.
Para entender esta situación, es necesario considerar la evidente tendencia a la concentración de la riqueza existente en Chile. Esta situación ha sido señalada en diversos estudios recientes, entre los que destaca el de los economistas Ramón López, Eugenio Figueroa y Pablo Gutierrez. Según dicha investigación:
“El real problema de distribución en Chile está en lo más alto de la distribución y no tanto en el grueso de la población (90% o aún un 99% de ella) donde la distribución tiende a ser relativamente pareja. Es realmente en el 1% más rico y sobre todo en el 0,1% y 0,01% más rico donde se concentra el ingreso. Aquí se ha demostrado que aún en base a una estimación conservadora del ingreso de los súper ricos, su participación en el ingreso personal total es extraordinariamente alta, llegando a más del 30% para el 1% más rico, 17% para el 0,1% más rico y más de 10% para el 0,01% más rico en promedio durante el período 2004-2010. En términos internacionales estas son las más altas participaciones que se conocen. Aun excluyendo ganancias de capital o utilidades retenidas, la participación del 1% más rico es la más alta registrada dentro de una lista mucho más amplia de alrededor de 25 países para los cuales se ha medido” (López, Figueroa y Gutierrez, 2013: 28)
La tendencia a la concentración creciente de la riqueza ha sido acompañada, y en parte puede explicarse por las fuertes tendencias oligopólicas que ha evidenciado la economía chilena. Si bien se trata de un rasgo que no es novedoso, se habría visto acrecentado en los últimos años por la tendencia a la fusión entre grupos económicos y la expansión de sus inversiones en los más diversos sectores de la economía.
Como ha señalado Tomás Undurraga:
“la creciente formación de oligopolios en varios sectores de la economía como farmacias, grandes tiendas comerciales, bancos o supermercados, especialmente desde los 2000 (Lamarca 2009), habría impactado la configuración de los grupos económicos. La fusión de conglomerados locales – y algunos internacionales – en el control de grandes empresas está marcada, paradójicamente, por la diversificación de las inversiones de los grupos económicos en distintos rubros. Estas fusiones, traspasos de propiedad y toma de control de empresas, si bien no han estado ausentes de polémicas y tensiones, habrían reforzado la posición dominante de los principales conglomerados locales en la economía chilena (Undurraga, 2011:10).
Cabe también mencionar, la cohesión de dicha elite. Al menos desde mediados del siglo XIX, Chile no cuenta con elites regionales relevantes, capaces de disputar la supremacía de las elites capitalinas. Cuando dichas elites regionales, o grupos alternativos como los inmigrantes han emergido, han sido absorbidos a través de vínculos comerciales, alianzas matrimoniales y la apertura de espacios de estatus, anteriormente vetados.
Como podemos ver, la concentración de la riqueza y de las empresas en un núcleo extremadamente reducido de personas, la cual además se encuentra afiatada por una comunidad de intereses y de elementos culturales identitarios, genera una concentración de poder y capacidad de influencia difícil de contrarrestar por otros sectores sociales o por los propios agentes del Estado.
De este modo, la sociedad adquiere un carácter oligárquico.
Así, analizar la situación imperante como un simple conjunto de hechos de corrupción o como el producto de las deficiencias de los mecanismos de financiamiento político no basta para entender el escenario actual. Es imprescindible tener en cuenta que los niveles recién mencionados de concentración del poder económico traen aparejados niveles similares de poder e influencia política.
Los grupos económicos pueden colonizar el aparato estatal, los partidos políticos y las organizaciones de la sociedad civil generando redes de clientelismo que, informalmente, convierten a los directivos y miembros de dichas instituciones en sus funcionarios o que al menos anulan su capacidad de resistencia.
Por lo demás, la capacidad demostrada por la elite para cooptar a las franjas directivas de los partidos políticos, a los altos funcionarios del Estado e incluso a dirigentes sociales, no se reduce meramente a las transferencias monetarias. Formas más sofisticadas de realizar dichas transferencias, como la inclusión en directorios de empresas, o la apertura de círculos e instituciones que permiten obtener reconocimiento social, como clubes, balnearios y colegios, entre otros –todos espacios simbólicos que satisfacen las ansias de estatus tan caras a los hombres nuevos-, refuerzan la comunidad de intereses entre la elite y los sectores políticos en quienes desean ejercer influencias.
En este sentido, el limitado alcance de las reformas realizadas en la fase inicial del actual gobierno actual, pese a la altisonancia con que fueron anunciadas, es simplemente la expresión de esa cooptación. La promoción de una reforma tributaria que no genera efectos redistrubutivos relevantes; de una reforma laboral que no asegura la efectividad de la huelga y de una reforma educativa que no toca la situación de la educación privada, son la consecuencia obvia de la falta de voluntad de alterar el cuadro imperante de concentración del poder económico.
Incluso los ministros del actual gobierno que en algún momento enarbolaron un discurso crítico de esta situación y que hicieron gala de mostrarse ajenos dichas influencia, como fue el caso del Ministro Arenas, no sólo fueron expulsados del gobierno, sino que previamente tuvieron que retractarse de su discurso y mostrarse como conciliadores. En una dinámica que perfectamente podría ser asimilable a la de los Procesos de Moscú de la década de 1930, no sólo perdieron el poder, sino también la posibilidad de generar una épica en torno a su derrota.
Fuente: Red Reca