«No son 30 pesos, son 30 años». Como en toda revuelta popular, las protestas de octubre de 2019 en Chile alumbraron consignas que se recordarán durante años.
Treinta pesos (apenas 0,035 euros) fue la subida del transporte público decretada por el gobierno del derechista Sebastián Piñera, una cerilla lanzada al aire con desdén desde las ventanas de palacio y devuelta al instante desde la calle en forma de llamarada social.
Los 30 pesos fueron solo el detonante de un hartazgo de 30 años de promesas incumplidas y desencuentros entre las élites políticas y las clases más desfavorecidas. Treinta años en los que la alargada sombra del dictador Augusto Pinochet (1973-1990) siguió presente a través del entramado político-económico que emanaba de la Constitución de 1980.
Chile despertó en octubre de 2019 y el gobierno respondió con una represión desmedida: decenas de muertos, heridos y torturados. Piñera resistió el embate como pudo y al establishment político no le quedó más remedio que acometer la reforma constitucional tantas veces postergada.
Un año y una pandemia más tarde, el plebiscito de octubre de 2020 dio luz verde a la creación de una Convención Constitucional. Este fin de semana, los chilenos elegirán a los 155 delegados constituyentes encargados de redactar el nuevo contrato social del país.
La gran alameda constitucional que empiezan a recorrer los chilenos ha generado una gran expectación en un país anestesiado políticamente durante décadas. Una senda en la que deberían asumirse las demandas básicas que se escucharon en las marchas de octubre de 2019: pensiones y salarios dignos, sanidad y educación de calidad, redistribución de la riqueza mediante una reforma tributaria, reconocimiento de los derechos de los pueblos originarios, igualdad de género, combate a la corrupción…
La sociedad chilena está gangrenada por la desigualdad.
Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), el 1% de las grandes fortunas poseía el 26% de la riqueza nacional en 2017. Mientras, el 80% de los chilenos recibe una pensión inferior al salario mínimo (380 euros).
Otro informe de Naciones Unidas del mismo año indagaba en la manera en que esa desigualdad influía en la percepción negativa que tienen los sectores más vulnerables sobre el trato que reciben de las clases altas.
Chile puede darle ahora el golpe de gracia a la herencia maldita de Pinochet.
La Constitución de 1980 contemplaba una serie de «enclaves autoritarios», algunos de los cuales fueron derogándose con el paso del tiempo (el sistema electoral binominal o el papel predominante de las Fuerzas Armadas). Otros, sin embargo, permanecen.
Es el caso del alto quorum legislativo que precisan las reformas relativas a derechos sociales, o las excesivas atribuciones del Tribunal Constitucional. La ley de leyes pinochetista estaba atravesada por el espíritu de la economía de mercado en detrimento de lo público.
Los Chicago boys encontraron en la dictadura chilena el laboratorio idóneo para realizar los ensayos clínicos de un modelo que no tardaría en imponerse en medio mundo.
El gobierno de centroizquierda de Michelle Bachelet propuso ya en 2005 un proceso constituyente que, sin embargo, nunca llegaría a concretarse. Para la clase política dominante, las reformas constitucionales que han ido aprobándose estos años no hacían necesaria la redacción de una nueva Carta Magna.
Se olvidaba así el pecado original de la Constitución de Pinochet: su falta de legitimidad democrática.
Para calmar los ánimos, Piñera y un sector de la oposición se comprometieron un mes después del estallido social a diseñar un calendario para el cambio constitucional. De alguna forma, el poder político se apropió de una protesta difuminada luego por la irrupción de la pandemia. El coronavirus fue el mejor aliado de un Piñera que caminaba en el alambre.
La emergencia sanitaria fue apagando las voces del descontento y postergando la agenda política.
El plebiscito sobre la redacción de una nueva Constitución, aplazado hasta el 25 de octubre de 2020, volvió a mostrar, sin embargo, las ansias de cambios, con un 78% de aprobación y un 51% de participación. Solo un puñado de comunas (barrios), aquellas donde se refugian los más ricos, votaron en contra. Desde que se derogó el voto obligatorio en Chile, en 2012, la participación se ha desplomado. En los comicios presidenciales no suele llegar al 50%.
En el plebiscito, celebrado en plena pandemia, se superó ese umbral y el voto joven aumentó un 20%.
La participación será crucial ahora, en unas jornadas electorales del fin de semana (se vota sábado y domingo) en las que los chilenos tendrán que elegir además a gobernadores, alcaldes y concejales.
La Convención Constitucional ya ha arrancado con buen pie antes de la elección de sus delegados. Su composición respetará la paridad de género y se dará voz por primera vez a los pueblos originarios.
Solo los mapuches representan el 10% de la población. Su marginación es una de las asignaturas pendientes de Chile.
Pero el sueño constituyente chileno no será pleno si las principales demandas de 2019 no se ven reflejadas en el texto que redacten los 155 delegados electos.
Un modelo de democracia representativa que otorgue al Estado el rol que ha perdido durante las últimas décadas y que promueva la cohesión social.
Será una tarea ardua. Los artículos de la nueva Constitución deberán contar con la aprobación de dos tercios de la Convención antes de someterse a un nuevo plebiscito dentro de un año.
A las elecciones del fin de semana se presentan más de mil candidatos, agrupados en varias listas o de forma individual. La ley d’Hondt privilegiará la concentración de esas listas y la derecha se presenta más unida que la izquierda.
Pese al descrédito de Piñera (solo tiene un 9% de aprobación), la coalición conservadora Chile Vamos podría beneficiarse de esa fragmentación de la izquierda. La esperanza está puesta en agrupaciones independientes como la Lista del Pueblo, en la que participan organizaciones sociales que proponen un modelo de Estado más democrático e inclusivo.
El entusiasmo social que ha generado la Convención Constitucional contrasta con el panorama político del país. El centroizquierda (la antigua Nueva Mayoría de Bachelet) está en proceso de reconstrucción, y la derecha de Chile Vamos carga con el desgaste del desastroso segundo mandato de Piñera.
Ante el desprestigio de los partidos tradicionales, asoman rostros nuevos, mediáticos y desideologizados.
Es el caso de la diputada Pamela Jiles, una periodista de 60 años con pasado comunista que cambió el periodismo de investigación por el de la farándula. Pertenece al Partido Humanista, minoritario, y no quiere que la encasillen ni en la izquierda ni en la derecha.
Lo suyo es demagogia en estado puro. En lugar de militantes, cuenta con un «ejército de nietos». Se presenta como la abuelita «salvadora», en guerra contra la clase política «miserable».
Al día de hoy es, según las encuestas, la precandidata mejor situada para llegar al Palacio de la Moneda en las elecciones presidenciales de noviembre.
(*) Periodista que lleva casi dos décadas trabajando en América Latina. Ha sido corresponsal en México, Centroamérica, Cuba y Argentina. Asentado en Buenos Aires desde 2008, sus artículos y reportajes sobre la región se han publicado en medios de las dos orillas.