domingo, diciembre 22, 2024
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Stalker, Chernóbil y la Zona

Hay visiones que viajan al futuro, como las de los augures romanos, que buscaban presagios en las tripas de los animales, las que arrebatan a los médiums, rígidos, con los ojos en blanco y las manos inmóviles sobre un tablero, o las inventadas por algunos escritores de ciencia ficción. Una de esas imágenes premonitorias es la Zona.

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Desconozco si se había usado ya en la ficción antes de la novela Picnic extraterrestre (1972) de los hermanos Strugatski; ahí, desde luego, tiene un uso muy original y profético. Lo que parecía solo una imagen elocuente para describir un lugar prohibido se convertiría con el tiempo en el más usado para aludir al inmenso territorio contaminado tras la catástrofe de Chernóbil.

La Zona se volvería real. Dirán que es solo una palabra, que sirve para un roto y un descosido, que «zona» tiende a la hiperonimia. Sí, es verdad: lo extraño de todo este asunto es que la Zona descrita en Picnic extraterrestre se parece mucho a la zona prohibida de Chernóbil.

En el invierno de 1970 los hermanos Strugatski se encerraron en el pequeño pueblo de Komarovo, a unos cuarenta kilómetros de San Petesburgo, para escribir su novela Ciudad maldita. Mientras charlaban en uno de sus paseos vespertinos por el pueblo, tal como cuenta el propio Borís Strugatski en el epílogo de la edición de la novela, se les ocurrieron varios argumentos, entre ellos el de Picnic. Lo primero que bosquejaron es una breve nota, donde aún no se vislumbra la trama:

Un mono y un tarro de conserva. Treinta años después de la visita de unos extraterrestres, solo queda la basura que dejaron, que es objeto de caza y de búsqueda, de investigaciones y de calamidades. Crecen las supersticiones, hay un departamento que quiere poseer la basura para adquirir poder y una organización que quiere destruirla (el conocimiento caído del cielo es inútil y perjudicial; lo único que pueden conllevar los descubrimientos es el mal uso). Los buscadores de oro se consideran magos. La decadencia de la autoridad científica. Biosistemas abandonados (como si fueran pilas gastados), muertos resucitados de distintas épocas…

Aún no aparecía por ningún lado la palabra Stalker (que acuñaron a partir de un cuento de Kipling), pero tenían el título definitivo de Picnic exstraterrestre y la idea fundamental: un lugar de la Tierra había recibido una visita extraterrestre, que había dejado tras su paso, además de gran basura tecnológica, que los humanos no sabían cómo funcionaba, un lugar inservible para la vida, contaminado, lleno de extraños fenómenos contrarios a nuestras leyes de la termodinámica, y en el que si uno se aventuraba lo más probable que encontrara es la muerte.

Las autoridades (en la novela, especialistas de la ONU) han acotado el territorio, que todo el mundo conoce como la Zona. Nadie puede entrar sin permiso, aunque hay ladrones especializados en robar restos de esa chatarra tecnológica, los llamados stalkers.

¡Un mono y un tarro de conserva! Aunque la asociación recuerda al monolito del arranque de 2001, lanzada en 1968, y no es descabellado pensar que algún vínculo puede tener el germen inicial de Picnic extraterrestre con el argumento de Arthur C. Clarke, la novela de los hermanos Strugatski se centra más en los efectos de esa visita extraterrestre: cómo manejaríamos esa tecnología; el control y vigilancia que se ejerce sobre los residentes de la prezona, a los que se les prohibe con el tiempo emigrar; el uso militar de los hallazgos…

La acción de la novela recae sobre Redrick Schuhart, un stalker, pero no pierde de vista en ningún momento el poder de la Zona, la verdadera protagonista de la historia, que se ha tragado, igual que un vórtice, toda vida humana anterior a la visitación. Hay pasajes que parecen escritos anticipando Chernóbil:

De día parece un barrio como cualquier otro, con casas normales y corrientes que piden reparaciones a gritos, con casas normales y corrientes que deberían repararse, como todas, pero nada en particular, excepto que no se ve a nadie (…). Cuando cundió el pánico, todos los vecinos del barrio salieron de casa en ropa interior y corrieron hasta el puente, seis kilómetros sin descansar. Después el Coma estuvo mucho tiempo enfermo de peste y se le cayeron la piel y las uñas. Casi todos los vecinos de aquel barrio cogieron la peste; por eso el barrio se llama así. (…). Y luego están los barrios donde la gente se quedó ciega. (…) Entre otras cosas, cuentan que no se quedaron ciegos por un fogonazo (aunque dicen que también fue un fogonazo), sino por un ruido tremendo. Dicen que fue tan fuerte que se quedaron todos ciegos de golpe.

Parece obvio que los Strugatski tenían en la cabeza un escenario posnuclear, un lugar sacudido por una bomba o un estallido y con un enemigo invisible que emite algo similar a radiaciones (aunque un personaje dice que la Zona no las produce) y muta a los que viven allí.

Además, ¿seríamos capaces de manejar de forma inteligente esa tecnología?, se pregunta el profesor Valentine Pillman en unas páginas hiperlúcidas sobre el significado de la inteligencia. Y la respuesta es que no. Nuestra torpeza podría poner en peligro a la humanidad entera, tal como escribiría Antonio Escohotado en el revelador artículo de junio de 1986 titulado «Una grieta en los cofres de Pandora»:

La conducta de nuestros Epimeteos con el cofre nuevamente ofrecido no ha sido abrirlo (salvo para hacer estallar algunos centenares de bombas), sino tratar de ponerle un enchufe con adaptador para electrodomésticos. Pero precisamente ahora comenzamos a enterarnos de lo que ya sabía a su manera el mitógrafo griego: el cofre tiende a resquebrajarse en todo instante.

Otra vez, en fin, el mito para hablar de desastres anunciados. Volvemos atrás para decir lo que ya sabemos qu sucederá. O como dice un personaje de Picnic extraterrestre como si estuviera hablando de una central nuclear: «Tener la Zona aquí al lado es como vivir junto a un volcán. En cualquier momento puede estallar una epidemia o algo peor…».

Luego llegó la famosa versión cinematográfica de Andréi Tarkovski, que se acercó a la ciencia ficción por accidente y necesidad. Después de Andrei Rublev (1966), Tarkovsky entró en un periodo de inactividad, nadie quería financiar el guion de lo que sería luego El espejo, y harto de llamar a las puertas por un proyecto propio, decidió embarcarse en la adaptación de una novela de Stanislaw Lem, un autor respetado y admirado en los círculos culturales soviéticos.

Solaris se rodó en 1972 y su éxito impulsó que Tarkovsky rodara por fin El espejo (1974). Años después dio con la novela de los hermanos Strugatski y aunque se dio cuenta rápido de su potencial, al principio pensó que era un proyecto para otro cineasta.

Además, a él le interesaba sobre todo su parte final, en la que el stalker busca la bola dorada, un objeto extraterrestre capaz de cumplir los deseos más íntimos, una idea ya presente en Solaris, en la que el océano de Solaris, similar a un organismo vivo, con cerebro y sistema nervioso, ocasiona que los sueños humanos se hagan carne.

Como explicó tiempo después en su libro Esculpir en el tiempo, «si en Stalker y Solaris algo no me interesa era la ciencia ficción (…) En Stalker la ciencia ficción era un punto de partido táctico, útil para destacar el conflicto moral, que era lo esencial para nosotros».

No se puede decir más claro: Stalker (1979) es la historia de tres tipos que deben cruzar la Zona en busca de una habitación, en la que supuestamente se cumplen los deseos más profundos, y donde la parafernalia de la ciencia ficción es apenas visible: no hay chatarra tecnológica por ningún lado, no hay indicios de que la historia esté ambientada en el futuro. Stalker sucede en el puro presente. Ese texto del inicio de la película, de hecho, en el que se explica que un meteorito o una visitación extraterrestre ha provocado la Zona, fue un requisito de la productora.

A diferencia de la novela, la Zona en la película de Tarkovksy es un cuerpo vivo, sensible, que muta a cada instante, y donde el camino de ida nunca podrá ser el mismo que el de vuelta. El personaje que ejerce de stalker en la película no deja de decirlo: la Zona, llena de trampas mortales, solo deja pasar a los desesperados, a los que lo han perdido todo (el eco de Pandora, como en el texto de Escohotado).

Así, lo que consigue la película, mediante sus largos planos-secuencia, es convertir a la naturaleza en la verdadera protagonista, que se vuelve ominosa a la vez que sagrada. Como en ese túnel alargado que deben cruzar los personajes, al que llaman «la picadora» y en el que la muerte acecha: de pronto todo adquiere un extraño aire de revelación inminente, igual que la atmósfera que envuelve la habitación perseguida.

Para los hermanos Strugatski, la Zona es un recipiente apocalíptico, con chatarra tecnológica extraterrestre que, mal empleada, puede conducir al desastre; para Tarkovsky, un organismo hostil en cuyo centro habita la esperanza.

Por eso cuando se incendió el reactor cuatro de la central nuclear de Chernóbil el 26 de abril de 1986, y los isótopos radiactivos escaparon al aire y contaminaron los campos, los animales, el agua, a los hombres y mujeres que vivían en Prípiat y también, por el viento, a las poblaciones a cientos de kilómetros, más allá de las actuales Bielorrusia y Ucrania, aún no había palabras para contar aquella catástrofe, pero sí que se extendió con rapidez el nombre de «zona prohibida» para denominar el perímetro de seguridad de treinta kilómetros en torno a la central, y que todo el mundo comenzó a denominar como la zona a secas.

Y allí, de la Zona, mucho tiempo después de las evacuaciones masivas de la población, después de que los llamados «liquidadores» entraran a echar paladas de cemento al reactor, con la certeza de que les esperaba una muerte segura, llegaron imágenes de helicópteros que sobrevolaban el área, tanques, soldados con máscaras antigas que luchaban contra un enemigo desconocido y más horrible que cualquier ejército humano.

Gorbachov no hizo una declaración oficial hasta el 14 de mayo: negó los hechos, dijo que solo había habido un incendio, que la propaganda de las potencias extranjeras lo había exagerado todo. Luego, al cabo de los años, se fue conociendo la magnitud del desastre, las mutaciones genéticas, la negligencia de las autoridades en gestionar la crisis, la tardanza en poner en alerta a la población, los escasos recursos con los que los soldados habían trabajado para apagar el reactor…

Prevaleció, sin embargo, el secreto y el silencio. El desastre de Chernóbil no tuvo el seguimiento periodístico de otros conflictos, aquí no hubo despachos de guerra ni corresponsales avezados: ¿quién quería entrar en la Zona? Con el tiempo ha dominado el relato fotográfico del desastre: esas imágenes de la desolación y el vacío de Prípiat y otras ciudades evacuadas del área, edificios enteros abandonados, llenos de escombros, saqueados por los que llaman «merodeadores» (una suerte de stalkers), ladrones que se exponían a la radiación por unos rublos.

Hace poco salió un reportaje fotográfico sobre cómo la naturaleza y los animales se habían adueñado de la Zona. El relato de que la vida renace y el infierno ya ha pasado…

Ha hecho falta el libro de Svetlana Alexiévich, Voces de Chernóbil, y seguramente también la concesión del Premio Nobel de Literatura, para que recuperemos la memoria de la Zona, para que las imágenes no nos roben las palabras y tengamos, al fin, un relato de los efectos del desastre.

Como se dice de la guerra, que solo se puede contar por los que la vivieron, así es el libro de Alexievich, una sucesión de testimonios de primera mano sin un hilo cronólogico, con una periodista que desaparece (aparentemente) para escuchar, para que hablen los otros. No los poderosos, ni los teletipos, sino los supervivientes y los protagonistas involuntarios de Chernóbil, de los que jamás nadie se ocupó. Perdonen el sermón: hay que leer el libro de Alexiévich para que no perdamos el recuerdo de la última metamorfosis de la Zona.

Como dice la autora:

«En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro», y aquí están todas esas imágenes venidas del futuro: el relato de la mujer que no quiso abandonar a su marido enfermo de radiación, aún a riesgo de contagiarse ella y su bebé; los cazadores contratados para matar a todos los animales de la zona; aquel fuego hermoso que se veía desde los balcones el día de la explosión; las cantidades ingentes de vodka contra el miedo y la radioactividad; los soldados reclutados para talar árboles, que habían adquirido un color anaranjado, y aquellos que enterraban tierra con tierra, sin más herramientas que unas palas; las voces de los liquidadores; las madres que han perdido a sus hijos; las familias que lo perdieron todo…

Al final, el lector asiste tanto a la Zona descrita en la novela de los hermanos Strugatski como a la de la película Stalker, porque Chernóbil fue el apocalipsis de una tecnología mal empleada, pero también, como aparece en a menudo en el libro de Alexiévich, la historia de todos aquellos jóvenes que sacrificaron sus vidas por los otros…

Si el sarcófago no se hubiera completado o si el reactor hubiera vuelto a estallar, la Zona hubiera sido inmensa, y seguramente se hubiera tragado buena parte de Rusia y Europa oriental.

En junio de 1986, pocos meses después de la catástrofe de Chernóbil, Andrei Tarkovsky presentó en el Festival de Cannes su última película, Sacrificio, sobre un hombre que se sacrifica con el fin de que una guerra nuclear no comience. Otra vez la premonición. Había escrito en Esculpir en el tiempo que «la idea del sacrificio no es muy popular hoy en día», pero, como sabía Tarkovksy, la Zona saca lo peor y lo mejor de los hombres.

Como en esos libros de «Busca tu propia aventura», hay dos finales posibles para este artículo. El primero es cultural; el segundo, político. Escojan:

1) En el año 2007, una compañía ucraniana lanzó un videojuego titulado S.T.A.L.K.E.R, The shadow of Chernobyl, donde se mezclan elementos de la historia de los hermanos Strutsgaski, como la Zona y los stalkers, junto con hechos de Chernóbil.

El videojuego ha tenido un gran éxito y le han seguido varias secuelas. Alguno pensará que el hecho de que se trivialice con la catástrofe nuclear (un videojuego en el que básicamente hay que exterminar animales mutantes y evitar las trampas) es un síntoma de una sociedad infantiloide, que no toma en serio la magnitud de una tragedia; otra teoría, mucho más integrada, es que todas las sociedades tienen estrategias para superar el dolor, y una de ellas es el juego.

Por otra parte, el escritor inglés Geoff Dyer publicó en el año 2012 un libro titulado Zona: un libro sobre una película sobre un viaje a una habitación, un ensayo narrativo que cuenta, plano a plano, la película de Stalker mezclando recuerdos, análisis y documentación. El planteamiento me parece muy interesante, acorde con una literatura reciente que conjuga géneros y metaficción, todo muy posmoderno y pensado. Un libro escrito seguramente desde una habitación bien ventilada y no en un viaje al terror como es el de Alexievich.

2) El 11 de marzo de 2011, provocado por un terremoto y un tsunami, la central nuclear de Fukushima sufrió varias explosiones en los reactores, y se filtraron a la atmósfera y al mar cantidades inmensas de radioactividad. Las poblaciones circundantes fueron evacuadas. El pánico informativo duró unas semanas. Luego los datos llegaron a cuentagotas. Esta vez las autoridades procuraron no usar el término Zona para referirse al área contaminada.

Fuente: Jot Down

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Para leer más:

Strutgaski, Borís y Arkadi: Picnic Extraterrestre, Editorial Gigamesh, Barcelona, 2015.

Tarkovsky, Andréi: Esculpir en el tiempo, Rialp Ediciones, Madrid, 2008.

Alexiévich, Svetlana: Voces de Chernóbil, Editorial Debate, Barcelona, 2015

Dyer, Geoff: Zona: un libro sobre una película sobre un viaje a una habitación, Random House Mondadori, 2013.

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