Desde hace unos años la comprensión del Rodeo, como tradición y deporte, se ha venido poniendo en cuestión, ya no sólo por los grupos de defensas de los animales -que han sido los que han puesto el problema en el tapete- sino por otros sectores de la vida social chilena que se pregunta por la viabilidad de una tradición engastada en la crueldad, que termina por tipificar más a sus cultores que a sus víctimas.
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En este contexto es que creemos necesario preguntarnos por la naturaleza de esta actividad, tratando de esbozar sus significados más profundos.
Lo rescatable del rodeo no es el hecho que sea un deporte, de hecho no lo es; sino que constituye un espectáculo excesivo.
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En su dimensión festiva el rodeo es una manifestación ritual conectada con dos dimensiones: lo hierosimbólico y la lucha de clases. Como signo de lo sagrado la práctica del rodeo se da como una nostalgia mitológica que refiere a los procesos de conquista y sus ecos marciales en una estructura militarizada de la cultura, en la estética terrateniente y, finalmente, en el ostentoso imaginario nacionalista del huaso chileno.
La nostalgia radica justamente en esto último, que es el único elemento de la serie anterior que ha perdido relevancia y presencia en nuestra experiencia cotidiana. El huaso de sombrero alón, de manta doñihuana y espuelas de plata no es más que un desabrido cliché estético o un espectro de una clase cada vez más ausente del ideario nacional.
El rodeo articula un ritual que expresa la dominación del inquilino por el patrón. Lejos de desaparecer, esta dominación sigue viva, reforzandose en una serie de ritos como el que analizamos. No es, por tanto, una nostalgia fantasmal de dominio sino su constante instauración. Este ritual al aire libre simboliza el intento de poner o sostener un orden en el mundo. Por medio del ritual se garantiza la conservación de las fuerzas actuales y su correcta comprensión en tanto que fijación de lo que debe mantenerse como realidad.
En este sentido la bestia atrapada encarna una advertencia a quien ose romper esta comprensión de mundo. En el ejercicio de la atajada la bestia debe «comprender» de antemano que no debe, ni puede, pretender escapar de la embestida de los jinetes. Aún cuando se le conceda la posibilidad de no ser maltratada físicamente, si es que muestra ser lo suficiente hábil para sobreponerse al estrés de la persecución, se mantiene sumergida en las oscuras mecánicas que desarrollan el rodeo.
Esta posibilidad de escape posee una doble dimensión: mientras que por un lado, entrando en un condicionado espacio de resguardo salva precariamente su existencia, por otro genera la esperanza suficiente para la resistencia, no siempre viable ni efectiva. El espacio de resguardo se mantiene en el ruedo simbólico que representa sus alternativas en el mundo: pese a la posibilidad de escapar, tarde o temprano la bestia terminará en el matadero y de allí a la carnicería, aunque eso es ya otra receta.
El espacio en el que se desenvuelve el rodeo, en toda su circularidad claustrofóbica, evoca la dimensión cerrada del destino: por mucho que se corra se vuelve al punto de origen, lo que convierte el golpe de los jinetes en la única esperanza liberadora. De este modo, el rodeo curva el deseo de la bestia hasta el punto de hacerla anhelar el castigo bien logrado, limpio, pulcro y certero, no sólo como algo inevitable, sino como algo desesperantemente necesario, en fin, algo satisfactorio y relajante.
La atajada transforma la esperanza del escape en una modesta y resignada espera del castigo liberador. A diferencia del golpe de muerte, el castigo somete y adapta la bestia bajo un deseo de aminoración consistente en la esperanza de un golpe bien dado que module el dolor en el tiempo. Si va doler que duela, pero no para siempre.
El escenario ritual no puede entenderse como una arena, pues no hay una lucha donde ambas partes estén en igualdad de riesgo, tampoco cumple con los espacios dispuestos para el teatro y lo sagrado, sino que se trata de un espacio incompleto: la media luna, que refiere al espacio luminoso visto, sumergiendo en la oscuridad a los otros agentes participantes del espectáculo. La media luna es símbolo del proceso creciente y decreciente del astro más cercano a la tierra.
Creciente para quienes buscan imponerse por medio de una actividad que les entrega poder y placer en un esplendente contraste de claro sobre lo oscuro, imponiendo las propias razones e invisibilizando a quienes ellas le son impuestas. Decreciente para quienes cegados en la luminosidad se complacen en la ilusión de una poderosa fuerza capaz de otorgarles la más oscura e imposible esperanza. Ésta se manifiesta en el deseo ciego y desesperado de salir del ruedo o, al menos, resistirlo en la medida de lo posible.
La subyugación es un gesto específico y preciso; bien ejecutado. Alcanzado mediante la articulación de destrezas y entrenamiento, es el resultado de toda una ascética del poder. Se trata de una racionalidad del dominio que, con pretendida elegancia y refinación de una violencia travestida de deporte y tradición, invisibiliza el maltrato de animales indefensos.
La indefensión de estos animales es, a su vez, una metáfora de las clases dependientes y sometidas a la clase social que se reafirma con este espectáculo extremo. No sólo consistente en la demostración de destreza, la cual existe, sino como una forma de divertimento contra los decadentes efectos del aburrimiento.
El golpe al animal adquiere una dimensión estética. De manera limpia y elegante el golpe que recibe el animal perseguido aparece sin huella perceptible. Es una herida subcutánea, incluso profiláctica, como si se tratase de un golpe asestado sobre un cuerpo cubierto de una toalla mojada, un cuerpo que en la sumisión al golpe deja de ser amenazante. Un cuerpo que, cumpliendo con su oficio, se resigna y se entrega.
En el actual rito del rodeo sólo han quedado vestigios de su narración mítica original. La nueva ubicación urbana y burguesa lo despojó de su significación ligada al enfrentamiento entre individuo y bestia. Ya no es expresión de las capacidades para el encierro de las bestias. Hoy aparece como una epifanía del dominio consolidado sobre la naturaleza. De este modo, la bestia, entrampada en la circularidad del espacio, encarna la naturalización de necesidad de huir.
En el contexto urbano y burgués del rodeo actual terminan por omitirse las habilidades de manejo práctico requeridas para la vida rural. De este modo, la violencia se escenifica como competencia por el sometimiento inútil.
Se revela como maquinaria de producción de un perverso y oscuro placer enmascarado bajo su dimensión de espectáculo excesivo. La narración actual pretende la entretención y la dispersión del espectador, transformando lo público en una experiencia colectiva de divertimiento. De esta manera, el espectador no sólo asiste al rodeo por mero placer, sino para celebrar de manera inconsciente las dinámicas vigentes del poder.
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No asistimos a una defundamentación del rito, pues eso lo convertiría en una actividad tan banal como el tiro al arco o la halterofilia. La nueva narración del mito posee una estructuración en torno a la identidad nacional. El rodeo (y todo lo que ocurre en torno a él) acontece como una reinterpretación del dominio de la clase hegemónica por medio de las afirmaciones urbanas que releen la esfera de lo rural bajo las claves del sometimiento.
El huaso-jinete, representación local del centauro, es una criatura mixta de salvaje y brutal personalidad. Busca imponer el dolor en la persecución circular de la bestia, por medio de la imposición de una violencia expiatoria y desigual. Representa un prototipo de belleza: manifiesta la nostalgia de la oligarquía rural, del tiempo en que las fronteras entre lo urbano y lo campesino se marcaban radicalmente por las costumbres y las técnicas de dominación. De este modo, la bestia no es algo que debe ser doblegado. Ella es el signo de sometimiento del otro amenazante y una suerte de autosometimiento a las exigencias del poder.
Los asistentes participan del ethos del jinete-caballo dominante bajo el orden de la simulación y la aspiración. Su asistencia al espectáculo de violencia simula su participación. Sin tomar parte físicamente de ella se sienten constituyentes del poder que les significa; tal como ocurre cuando por mirar porno se cree estar creando el acto sexual, o tal como cuando un equipo de fútbol gana un torneo los hinchas se declaran ganadores. De este modo, se identifican con la violencia, celebran su voluptuosidad y la diseminan en todas las claves de interpretación de lo real.
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En este rito se internaliza irreflexivamente la crueldad, el dominio sobre otros y sobre sí mismo, pues al operar la transformación de la crueldad en espectáculo, se realiza una suerte de canonización de lo salvaje y una liberación morigeradora de lo excesivo por medio del espectáculo. La crueldad aplicada a la bestia se convierte en un espacio de legitimación de otras crueldades que de manera desgraciada y casi inconsciente asumen los espectadores como la forma de vida que les corresponde.
De este modo, el rodeo aparece como una metáfora de las violencias de clase, que sostienen en la tradición expresiones de maltrato y sometimiento, por medio del ocultamiento de la alteridad y la reducción de la empatía a una caridad ocasional sostenida en la injusticia. Toda una liturgia del poder, una justificación de los estados de violencia cotidiana y una metáfora del dominio.
La sombra de la medialuna termina por imponer al rodeo como una solapada práctica de la violencia en nuestras actividades cotidianas: ¿será esa nuestra tradición?
(*) Doctor en Filosofía (Pontificia Universidad Antoniana, Roma). Académico de la Facultad de Derecho, Universidad Alberto Hurtado.
(**) Doctor en Teología (Universidad Católica de Lovaina, Louvain-la-Neuve). Académico de la Facultad de Teología, Pontificia Universidad Católica de Chile.
Fuente: Red Seca