El juez Sergio Henríquez Galindo, de 38 años, es, después de todo, un hombre de suerte. Fácilmente pudo haber muerto en la trepidante eternidad de no más de dos minutos que tomó la audaz fuga del convicto por asesinato, Leonardo Azagra Valdivia. Pero vivió para contarlo, y lo hace a pesar de la recomendación de la Unidad Regional de Atención a Víctimas y Testigos.
Recuerda la secuencia como una pesadilla, de esas que duran simultáneamente unos pocos segundos, a lo sumo un par de minutos, pero también una etarnidad.
Leonardo Andrés Azagra Valdivia, 25 años, convicto por el homicidio de la jóven Sixta Muñoz Retamales, de 19 años, en diciembre de 2011, aguardaba en la sala de reos del Tribunal de Garantía de San Bernardo, el turno de su audiencia para la revisión de sentencia, de la cual ya ha cumplido cinco: o sea, la mitad.
El inusitado hecho policial ocurrió poco antes del mediodía del lunes. A esa hora, el gendarme segundo Enzo Lara Flores fue a sacar del calabozo del tercer piso a Azagra Valdivia, quien venía del módulo 12 del penal de Colina II para una audiencia donde su defensa pediría discutir la prescripción de una condena por un delito de hurto cometido en 2007, cuando era menor de edad.
Azagra le pidió permiso para ir al baño. El protocolo de seguridad establece que el guardia debe quitarle las esposas de una mano al reo, momento en el que extrajos de su indumentaria un cuchillo corriente de mesa, de unos 15 centímetros con el que se abalanzó sobre el atónito gendarme, le infirió estocadas al rostro y le arrebató el arma de servicio, una pistola Taurus modelo PT 99, y con cargador de 15 tiros.
Con el arma empuñada, irrumpió en la sala de audiencia, donde redujo al juez, Sergio Henríquez apuntándolo en la cabeza, mientras gritaba de voz en cuello que lo mataría apenas cualquiera se interpusiera en su camino. De esa guisa, lo usó como escudo para bajar tres pisos antes de salir a la calle.
En ese instante, el juez tropieza, mientras Azagra tira una ráfaga de cuatro tiros para franquear el paso, y escapa a toda carrera, hacia la plaza de San Bernanrdo.
En la secuencia grabada por las cámaras de seguridad, se puede apreciar como, siempre a la carrera, voltea y dispara una andanada contra un detective y un gendarme que lo seguían a unos 50 metros.
La imagen acusa como se inclinan para protegerse de las balas, tras lo cual concluyeron que la prudencia no debe ser confundida con cobardía, de forma que abandonan la persecusión.
La toma de otra cámara muestra que Azagra en algún momento resbala y cae de bruces, pero se rehace y desaparece de cuadro.
La última secuencia es el registro de la huída de Azagra en un taxi colectivo, luego de encañorar al conductor, y bajarlo junto a una pasajera.
De ahí, su rastro se pierde de la panamericana, al norte.
En juez, Sergio Henríquez, relató su odisea en El Mercurio.
El punto cenital de la trama se desarrolla cuando Azagra y su rehén, cruzan el umbral de salida, momento en el que el juez se desploma por tierra. En su relato, afirma que fue una acción premeditada, la simulación de un tropezón, que sacó provecho de su conocimiento de un peldaño de desnivel a la salida del tribunal.
“A la salida de ese tribunal había un peldaño en la puerta, y yo aproveché la oportunidad. Hice como que me tropezaba, me solté y me tiré al suelo”, relató.
Independiente de las causas, es evidente que la caída es la principal razón por la cual el juez vivió para contarlo. Pero tampoco salió ileso: se lesionó en ambas rodillas, motivo por el cual está gozando de licencia; sin perjuicio del tratamiento sicológico brindado por la Unidad Regional de Atención a Víctimas y Testigos.
Con el juez en el suelo, Azagra hace un giro de 360 grados, mientras suelta una ráfaga de cuatro disparos, y de pronto, rompe a correr. Calculó, acertadamente, que una huida prolongada con un juez de rehén, reducía su ventaja de la sorpresa a casi cero.
En cambio, la acrecentó con un último y no menos audaz golpe de mano. Aprovechando su detención en una luz roja, Azagra se precipitó sobre un taxi colectivo, que conducía Cristián Rodríguez Tapia, de 38 años, a quién bajó del auto, además de una o dos pasajeras. Los últimos registros del vehículo lo muestran en la panamericana, rumbo al norte.
De hecho, el taxi fue encontrado horas después en la comuna de El Bosque.
Primeras declaraciones del juez, a quien un peligroso reo usó como escudo para escapar del tribunal:
«Aproveché la única oportunidad que tuve… fingí que me tropezaba y me tiré al suelo»
Lilian Olivares
Vestido en tenida informal, con bermudas y polera, el juez Sergio Henríquez Galindo podría pasar por cualquier hombre joven de los tantos que hoy están de vacaciones en Santiago. El único indicio que da cuenta de la traumática e inédita experiencia en Chile que acaba de vivir son sus rodillas.
Ahí, en ambas, está la marca que le dejó el haber sido usado como escudo humano por un peligroso criminal que el lunes de esta semana se fugó del Juzgado de Garantía de San Bernardo: las lleva vendadas.
Tiene 38 años y reconoce que «nunca», jamás en su vida, había tenido una experiencia siquiera cercana a lo que experimentó a eso del mediodía. Y por mucho que sus ojos no transmitan el miedo que debe haber sentido al enfrentar el riesgo de ser matado en cualquier momento, Sergio Henríquez deja en claro que las profesionales que lo atienden de Uravit, la Unidad Regional de Atención a Víctimas y Testigos, le sugirieron que no hablara del tema porque por el momento no le hace bien revivir el episodio.
Es por ello que el juez, que por primera vez se refiere públicamente al caso con «El Mercurio», solo accede a aclarar un episodio determinante que hasta el momento no se había despejado sobre la secuencia de hechos que se sucedieron ese día.
Ello, a partir del momento en que el reo Leonardo Azagra Valdivia agrediera a su custodio con un cuchillo, le quitara el arma y el cargador, irrumpiera en la sala de audiencia donde se encontraba el magistrado, lo apuntara a la cabeza con una pistola Taurus modelo PT 99, y lo sacara del estrado para llevarlo como rehén en su escape del tribunal.
El condenado, Leonardo Azagra (25), contaba en su largo prontuario -pese a su corta existencia- con el homicidio de una joven a quien intentó abusar y finalmente mató azotándole la cabeza contra una piedra.
Estaba tan resuelto a huir del lugar, que, de acuerdo a las primeras informaciones, arrastró al magistrado por las escaleras, a través de las cuales bajó tres antes de llegar a la calle.
-Hay una duda, juez. ¿En qué momento el reo lo suelta? ¿Lo hace voluntariamente o usted se escapa?
-A la salida de ese tribunal había un peldaño en la puerta, y yo aproveché la oportunidad. Hice como que me tropezaba, me solté y me tiré al suelo.
-¿De guata?
-Bueno, sí. Y ya en el suelo, puse mis manos detrás de la cabeza. Después sentí un disparo.
-¿El reo gatilló la pistola adentro, en el hall, o cuando ya estaba afuera del edificio?
-Yo sentí el disparo cuando él salió.
Afuera, el imputado comenzó a disparar al aire para que los gendarmes no lo persiguieran, y es posible que el juez haya salvado su propia vida cuando se arrojó al suelo.
-Dicen que fueron cuatro disparos los que percutó el delincuente…
-Yo escuché uno. Después, no sé. No recuerdo cómo me paré del suelo, o si alguien me levantó… Estaba…
-En shock, seguramente. ¿Había vivido una experiencia algo similar?, porque usar a un magistrado como escudo no había ocurrido en Chile en la historia reciente…
-Nunca.
-¿Y cómo lo llevaba el delincuente mientras bajaban desde el tercer piso? , porque testigos dicen que lo arrastraba…
-Me llevaba tomado de aquí, responde, indicando la punta de su hombro derecho y tomando la tela que cubría ese hombro.
En su carrera profesional conocía bien el perfil de los delincuentes, pero en ese momento no estaba haciendo un análisis de eso sino que solo tenía claro que en cualquier momento «se le podía salir un tiro. Pero de eso no puedo hablar».
Fuente: El Mercurio