por Hans Frex.
Hay un intelectual, o al menos así es presentado en los medios de prensa, que ostenta una tribuna codiciada: una columna dominical en el diario que defiende los intereses de la oligarquía criolla.
Cada vez que se publica una de sus columnas da la impresión que el mar caótico y confuso de las opiniones se abriera y diera paso al profeta que ilumina el destino de la política. Izquierda y derecha le abren paso al pontífice de la verdad, quien es por todos respetado y a quien los medios siguen con el servilismo propio de los acólitos.
La cadencia acompasada de su discurso perfectamente elaborado discurre con templanza y parsimonia. Se pavonea haciendo definiciones, distinciones y citando a la alta intelectualidad europea. Enarbola un pensamiento sobre la república y el espacio público que seguramente provoca resquemores en la derecha. Sin embargo, no hay nada que temer, pues es rector de una universidad privada y aunque parece investido por el desinterés que define al filósofo, es un adorador del poder, cuyo fervor oculta con astucia.
Profita hablando de la democracia, pero está en contra de la triestamestalidad universitaria. Se ufana del milagro económico chileno y no entiende el descontento que este genera, como si los ciudadanos fuesen bárbaros incapaces de apreciar las bondades del progreso. Pregona el bajo nivel intelectual del debate público y dice que se ha perdido la brújula de la racionalidad, sin embargo su optimismo pueril en la razón parece recién salido del movimiento ilustrado del siglo XVIII.
Su diagnóstico consiste en que el país progresó en los últimos treinta años como nunca antes en su historia y que la desigualdad es una consecuencia necesaria del desarrollo. La izquierda se ha contagiado con la reacción emocional de las masas ante la desigualdad y ahora se vergüenza del logro económico gestado gracias a la política de los grandes acuerdos.
Llegado aquí no quisiera detenerme en lo que es la «izquierda» sino simplemente en su referencia. La razón es sencilla, pues como dice Octavio Paz, “cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras obras es inseguro”.
La facilidad acrítica con la que se refiere a izquierda y derecha sin cuestionar en lo más mínimo el sentido de estas palabras, le resta rigor a su análisis y es acaso un síntoma de la decadencia política toda vez que partidos de centro derecha se autodenominan de izquierda.
Ya que la educación fue uno de los ejes centrales del segundo gobierno de Bachelet, se puede ver lo que hizo en este ámbito para clarificar el lado que ocupó su gestión en el arco de la política. En su programa de campaña acogió las demandas del fin al lucro y la gratuidad instaladas por el movimiento estudiantil del 2011.
Ya en el gobierno, en coalición con los partidos de la vieja Concertación además del Frente Amplio (FA) y el Partido Comunista (PC), el fin al lucro se tradujo en la ley de no discriminación que permite el lucro en los colegios particulares que recibían subvención estatal por medio del autoarriendo del inmueble, pudiendo obtener ganancias de hasta el 11% del avalúo fiscal anual por un plazo de 25 años.
Cabe destacar que este lucro legalizado está financiado en su totalidad por el Estado, razón por la que se eliminó el copago y se suprimió la selección de alumnos. La ley de gratuidad en la educación superior, por su parte, concluyó en una beca que subvenciona la demanda, a la cual el estudiante debe postular si es que pertenece al 60% más pobre de la población y que requiere que la institución de destino se encuentre adscrita a dicha ley, que en principio incluía solo a las universidades del CRUCH y terminó, vía Tribunal Constitucional, incluyendo a universidades privadas con fines de lucro.
En vez de acabar con el Crédito con Aval del Estado (CAE) que financia el interés usurero de los bancos con fondos públicos, con tal de ampliar la gratuidad a mayores sectores de la población, este crédito fue dejado intacto como opción para aquellos alumnos no beneficiados por ella.
Por último, la ley de la carrera docente estratificó el salario de los profesores por medio de su desempeño y antigüedad, sin considerar la realidad social de la comunidad educativa. En consecuencia, universidades privadas con bajo nivel de acreditación y que lucran quedaron habilitadas para formar profesionales cuyas competencias de egreso son más que cuestionables.
Ser buen o mal docente no es algo que no dependa de la formación o el establecimiento en el que trabaja, sino del desempeño individual y de la antigüedad en el sistema. Baste señalar, por último, que esta ley se aprobó con el apoyo del entonces presidente del Colegio de Profesores, Jaime Gajardo (PC), pese al rechazo transversal del magisterio.
Todas estas leyes, que fueron aprobadas con los votos del FA y del PC, dejaron la educación aún más a merced del mercado, catalizando, en el caso de la gratuidad, la carga de gasto y endeudamiento sobre las familias. Lo único que propuso Bachelet en el ámbito de la educación pública fue la desmunicipalización de los colegios por medio de instituciones administradoras autónomas y cuyo tímido avance fue detenido apenas llegó Sebastián Piñera a la presidencia el 2018.
La municipalización del sistema escolar público, que segrega la calidad del servicio por medio de la subvención escolar, es decir según la demanda, es un tema clave en la mejora del sistema educativo del país. Es más, no puede haber un cambio educativo real si no se termina de una buena vez con esta lógica discriminatoria.
¿No era posible hacer algo más por la alicaída educación pública, cuya matrícula ronda apenas el 45% del total? Desde luego que sí. ¿A qué se debe esto entonces? La respuesta es conocida. La función de la constitución del 80 tuvo como principal objetivo restringir la democracia y coartar la libertad de la oposición en el parlamento para que siempre se comportara dentro de un rango no muy distinto respecto a las ideas de la derecha.
Con el tiempo, la reproducción de las lógicas de poder instauradas al interior de los partidos políticos de la Concertación los llevó a reproducir la misma ideología como condición para llegar al poder central y permanecer en él en complicidad con los grandes grupos económicos que financiaba sus campañas electorales.
En este escenario resulta ingenuo pensar que la coalición de los partidos que conformaron la Concertación y luego la Nueva Mayoría era de izquierda, ya que no fueron más que coaliciones de centro derecha (incluido el PC y el FA). De allí lo delirante que resultó en su minuto la tesis de la retroexcavadora y lo patético que fue ver a la derecha profetizando el apocalipsis del chavismo si es que volvía a ser electo un segundo gobierno de la Nueva Mayoría. Paradójicamente, la ingobernabilidad y agonía final de la democracia vino de un gobierno de derecha.
Así las cosas, un gobierno de centro es en el actual escenario del debate político una idea radical. Por eso proclamaba Cecilia Morel la llegada de los alienígenas cuando la gente salió a las calles sin el amparo de ningún partido político ni de ningún movimiento determinado. De todas las sandeces dichas en su minuto, el bufón tenía razón. En Chile, la izquierda es un ser alienígena.
Llamar intelectual a un pseudo-intelectual e izquierda a partidos de derecha moderada es producto de una confusión del lenguaje. Pienso que esta confusión proviene de la represión discursiva que heredó el país de la dictadura y que hasta el día de hoy funciona como una mordaza del intelecto que distorsiona la referencia y el significado de las palabras.
Esa es la razón por la que el retiro del 10% de los fondos previsionales de los cotizantes, que no es más que un derecho legítimo en un Estado fundado sobre los valores sagrados de la propiedad y la libertad económica, parece revolucionaria. Como decía Marx, el motor de la historia es la contradicción.
N. de la R:
Red Digital no comparte algunos de los juicios del autor, lo cual no obsta para publicar su colaboración.