Nuestro continente es prioridad número uno para la política exterior de Estados Unidos. Es la región más importante del mundo, de lejos. Hemos planteado esto en todo detalle en un trabajo previo y no tiene sentido insistir sobre el tema en este lugar.[11]
Washington puede perder Angola, Namibia, Nigeria, Cambodia, Vietnam, pero no se quedará de brazos cruzados ante la perspectiva de perder Granada, Nicaragua, Cuba, Chile, ni digamos Brasil o Venezuela.
Puede esforzarse por “contener al comunismo” como lo hizo en los años de la Guerra Fría y, para ello, elaborar una serie de alianzas regionales. Siendo que el eje articulador de la revolución comunista mundial (como se decía en esos años en Washington) estaba en Europa, en Moscú para ser más precisos, ¿fue Europa la primera beneficiaria de la estrategia de contención que elaborara George Kennan para el presidente Harry S. Truman?
¡No! Fue América Latina.
En un mundo amenazado por el riesgo mortal de la dominación comunista la primera región que Estados Unidos puso a salvo de esa indeseada eventualidad fue América Latina. En 1947 firma el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) con ese propósito. ¿Y Europa? Tendría que esperar dos años más, pues recién en Abril de 1949 se crearía la OTAN.
Y en el apogeo del auge progresista en la región y en coincidencia con los anuncios del presidente Lula da Silva informando al mundo el descubrimiento de los grandes yacimientos petrolíferos en el litoral paulista la respuesta de la Casa Blanca fue ordenar la reactivación de la Cuarta Flota, que había sido desactivada en 1950.
Como lo dice un conocido aforismo estadounidense, “first things first”, o sea, “lo primero es lo primero”. Y lo primero es América Latina. Si Africa cae en manos del comunismo es un problema; si cae Asia es un problema mayor; si cae Europa es una tragedia; pero si cae América Latina es una catástrofe de incalculables proyecciones.
Porque Asia, África y Europa están lejos, separadas por grandes océanos. Pero desde América Latina los enemigos del imperio ¡pueden llegar caminando!, como en medio de la psicosis despertada por la revolución sandinista se escuchaba en los pasillos del gobierno estadounidense en Washington. Los cambios en el paisaje sociopolítico latinoamericano desde finales del siglo veinte marcaron un importante retroceso de la influencia norteamericana en la región.
El rechazo del ALCA fue una durísima derrota para el imperio, y la consolidación de una serie de gobiernos progresistas, algunos de izquierda y la heroica sobrevivencia de la Revolución Cubana marcaron a fuego todo el período abierto desde la elección presidencial de Chávez en diciembre de 1998 hasta nuestros días.
La victoria del líder bolivariano fue la chispa que incendió la pradera: su carisma y su fenomenal capacidad didáctica movilizó y excitó las ansias emancipatorias de los pueblos y naciones del área abatidos y humillados por siglos de opresión colonial y neocolonial.
Chávez voltea en Venezuela la primera ficha de un dominó que luego recorrería todo el continente: la segunda caería en Brasil con Lula en el 2002 para seguir con Kirchner en Argentina, en el 2003; con Evo y Tabaré Vázquez en Bolivia y Uruguay, en el 2005; con Correa en Ecuador, en el 2006 y en ese mismo año con Ortega en Nicaragua y Zelaya en Honduras; con Cristina en el 2007; con Lugo en Paraguay en el 2008 y Funes en El Salvador, en el 2009, despejando el camino para que el ex Comandante del FMLN, Salvador Sánchez Cerén, asumiera la presidencia de ese país en el 2014.
En el 2010 José “Pepe” Mujica ratificaría la hegemonía del Frente Amplio y conquistaría la presidencia del Uruguay, misma que en el 2015 volvería a recaer en las manos de Tabaré Vázquez. En una revisión actualísima Angel Guerra plantea una tesis que hacemos nuestra al decir que “califico como gobiernos que en distintos grados son independientes de Estados Unidos, se distancian de los dictados del Consenso de Washington, abogan activamente por la unidad y la integración latino-caribeña y por un mundo multipolar.
Si atendemos a estos rasgos podemos decir que cumplen con ellos en alguna medida: Antigua y Barbuda, Argentina, Bolivia, Brasil, Cuba, Dominica, Ecuador, El Salvador, Granada, Nicaragua, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Surinam, Uruguay y Venezuela.”[12]
En suma: basta con recordar esta radical modificación del mapa sociopolítico latinoamericano para calibrar el imperecedero espesor político de la herencia chavista y la ansiedad de la burguesía imperial para retomar la “normalidad” en las relaciones hemisféricas.
La contraofensiva estadounidense no se hizo esperar: comenzó con un golpe de estado contra Chávez en abril del 2002 y siguió, ante su fracaso, con el paro petrolero de diciembre 2002-Febrero del 2003. Derrotadas estas iniciativas, que tuvieron un efecto boomerang y liquidaron el ALCA en el 2005, el imperio volvió a la carga: tentativa de golpe y secesión de Bolivia en 2008; golpe “jurídico-parlamentario” contra Zelaya en 2009; golpe frustrado contra Correa en 2010; golpe exitoso, también “jurídico-parlamentario” contra Lugo en 2012 y violentas protestas (“guarimbas”) en Venezuela en Febrero de 2014.
Esto no ha cesado y en los momentos actuales esta ofensiva restauradora se encuentra en pleno desarrollo. “Normalización” tramposa con Cuba, necesaria para despejar el descontento de los gobiernos de la región con la absurda e injusta política del bloqueo pero sin que éste se haya modificado; “guerra económica”, ofensiva diplomática y terrorismo mediático contra Venezuela; campañas sucias y difamatorias contra Evo Morales en Bolivia; agresión financiera y mediática en contra de Rafael Correa en Ecuador; intensas presiones desestabilizadoras desde la re-elección de Dilma Rousseff, obligándola a desnaturalizar por completo el programa del PT adhiriendo a una orientación claramente neoliberal; “golpe judicial por etapas” para sacar a Lula del juego y de su posible candidatura en el 2018; acoso también judicial contra Cristina Fernández en la Argentina y, de paso, apoyo explícito de la Casa Blanca a la Alianza del Pacífico, ardid norteamericano para atenuar o neutralizar por completo la influencia de China en el hemisferio.
No es un dato menor que sobre tres de los cuatro países originalmente signatarios de la Alianza: México, Colombia y Perú recaen fuertes sospechas sobre la penetración en sus aparatos estatales del narcotráfico y el paramilitarismo. Sólo Chile, por ahora, se encuentra libre de esa acusación en los propios medios norteamericanos.
Dadas estas circunstancias, o mejor dicho, habida cuenta de las condiciones estructurales que pautan la relación entre el imperio y su principal región tributaria, se comprende que América Latina y el Caribe haya sido una región en estado de permanente agitación y no por casualidad la vanguardia a nivel mundial de la resistencia a las exacciones del imperialismo desde las primeras décadas del siglo veinte. Y en este contexto hay un país que juega un papel de excepcional importancia en Nuestra América: Colombia.
En este sentido la firma, en junio del 2013, de un acuerdo de cooperación entre Colombia y la Organización del Tratado Atlántico Norte (OTAN) ha causado una previsible preocupación en Nuestra América. Para justificar su decisión el presidente Santos señaló que Colombia tiene derecho a “pensar en grande”, y que él va a buscar que su país sea de los mejores “ya no de la región, sino del mundo entero”.
Continuó luego diciendo que “si logramos esa paz” –refiriéndose a las conversaciones de paz que están en curso en Cuba, con el aval de los anfitriones, Noruega y Venezuela- “nuestro Ejército está en la mejor posición para poder distinguirse también a nivel internacional. Ya lo estamos haciendo en muchos frentes”, aseguró Santos.
Y piensa hacerlo nada menos que asociándose a la OTAN, una organización sobre la cual pesan innumerables crímenes de guerra y masiva violaciones a los derechos humanos perpetrados en la propia Europa (recordar el bombardeo a la ex Yugoslavia y las masacres de los Balcanes) la destrucción del Líbano, Irak, Libia; su complicidad con el gobierno fascista de Israel en su continuo genocidio del pueblo palestino y ahora su colaboración con los terroristas que han tomado a Siria por asalto y sembrando de muerte y destrucción todo el Medio Oriente.[13]
Jacobo David Blinder, ensayista y periodista brasileño, fue uno de los primeros en dar la voz de alarma ante las implicaciones de la decisión del presidente colombiano. Hasta ahora el único país de América Latina “aliado extra OTAN” había sido la Argentina, que obtuvo ese deshonroso status durante los nefastos años de Carlos S. Menem, y más específicamente en 1998, luego de participar en la Primera Guerra del Golfo (1991-1992) y aceptar todas las imposiciones impuestas por Washington en muchas áreas de la política pública, como por ejemplo desmantelar el proyecto del misil Cóndor y congelar el programa nuclear que durante décadas venía desarrollándose en la Argentina.
Dos gravísimos atentados que suman más de un centenar de muertos –en la Embajada de Israel y en la AMIA- fue el saldo que dejó en la Argentina la represalia por haberse sumado a las actividades de la organización terrorista noratlántica.
El status de “aliado extra OTAN” fue creado en 1989 por el Congreso de los Estados Unidos –no por la organización sino por el Congreso estadounidense- como un mecanismo para reforzar los lazos militares con países situados fuera del área del Atlántico Norte y que podrían ser de ayuda en las numerosas guerras y procesos de desestabilización política que Estados Unidos despliega en los más apartados rincones del planeta.
Australia, Egipto, Israel, Japón y Corea del Sur fueron los primeros en ingresar, y poco después lo hizo la Argentina, y ahora Colombia. El sentido de esta iniciativa del Congreso norteamericano salta a la vista: robustecer y legitimar sus incesantes aventuras militares -inevitables durante los próximos treinta años, si leemos los documentos del Pentágono sobre futuros escenarios internacionales- con un aura de “multilateralismo” que en realidad no tienen.
Esta incorporación de los aliados extra-regionales de la OTAN, que está siendo también promovida en los demás continentes, refleja la exigencia impuesta por la transformación de las fuerzas armadas de los Estados Unidos en su tránsito desde un ejército preparado para librar guerras en territorios acotados a una legión imperial que con sus bases militares de distinto tipo (más de mil en todo el planeta), sus fuerzas regulares, sus unidades de “despliegue rápido” y el creciente ejército de “contratistas” (vulgo: mercenarios) quiere estar preparada para intervenir en pocas horas para defender los intereses estadounidenses en cualquier punto caliente del planeta.
Con su incorporación como “aliado extra OTAN” Colombia se pone al servicio de tan funesto proyecto y, puertas adentro, refuerza la militarización de un país que lleva más de medio siglo de guerra civil y que clama por la paz.
Si bien la Argentina es un lamentable precedente (que en el año 2012 afortunadamente perdió el status de “aliada extra-OTAN”) el caso colombiano es muy especial, porque desde hace décadas ese país recibe, sobre todo en el marco del Plan Colombia, un muy importante apoyo económico y militar de Estados Unidos –de lejos el mayor de los países del área- y sólo superado por los desembolsos realizados a favor de Israel, Egipto, Irak y Corea del Sur y algún que otro aliado estratégico de Washington.
Cuando Santos declara su vocación de proyectarse sobre el “mundo entero” lo que esto significa es su voluntad para convertirse en cómplice de Washington, para movilizar sus bien pertrechadas fuerzas más allá del territorio colombiano y para intervenir en los países que el imperio procura desestabilizar.[14] Y no es un secreto para nadie que la primera en esa lista no es otra que Venezuela. Es poco probable que su anuncio signifique que está dispuesto a enviar tropas a Afganistán, a Siria u a otros teatros de guerra.
La pretensión de la derecha colombiana, en el poder desde siempre, ha sido convertirse, especialmente a partir de la presidencia de Álvaro Uribe Vélez, en la “Israel de América Latina” erigiéndose, con el respaldo de la OTAN, en el gendarme regional del área para vigilar, amenazar y eventualmente agredir a vecinos como Venezuela, Ecuador y otros -¿Bolivia, Nicaragua, Cuba?- que tengan la osadía de oponerse a los designios imperiales.
A nadie se le puede escapar que con esta decisión el gobierno del presidente Santos tensiona los Diálogos de Paz en curso en La Habana porque cómo podría la insurgencia colombiana confiar en las promesas de un gobierno que con su asociación a la OTAN acentúa una perniciosa vocación injerencista y militarista.
Por otra parte, esta decisión no puede sino debilitar los procesos de integración y unificación supranacional en curso en América Latina y el Caribe. La tesis de los “caballos de Troya” del imperio, que repetidamente hemos planteado en nuestros escritos sobre el tema, asumen renovada actualidad con la decisión del mandatario colombiano.
¿Qué hará ahora la UNASUR y cómo podrá actuar el Consejo de Defensa Suramericano cuyo mandato conferido por los jefes y jefas de estado de nuestros países ha sido consolidar a nuestra región como una zona de paz, como un área libre de la presencia de armas nucleares o de destrucción masiva, como una contribución a la paz mundial para lo cual se requiere construir una política de defensa común y fortalecer la cooperación regional en ese campo?
¿Qué implicaciones tiene sobre la UNASUR y, más generalmente, sobre los diversos proyectos de integración y coordinación de políticas en América Latina, el hecho de que Colombia, al asociarse a la OTAN adhiere a la postura británica en el diferendo con la Argentina por las Islas Malvinas?
Un proyecto largamente acariciado por nuestros pueblos es lograr que América Latina sea un continente desnuclearizado. Si durante décadas pudimos estar seguros de ello ya no más. Hay evidencias que sugieren que existe armamento nuclear en las Islas Malvinas, y no sabemos que clase de armamentos hay en las 7 bases que Washington dispone en territorio colombiano, o en las 11 existentes en Perú.[15]
Los acuerdos que hicieron posible la instalación de esas bases contienen cláusulas que le confieren a Estados Unidos el derecho a ingresar cargamento militar sin tener que ser sometido a control alguno de los estados anfitriones. Por algo cuando en una de las reuniones de la UNASUR Chávez solicitó a la organización que se procediera a verificar que era lo que había en cada una de las bases norteamericanas en la región tropezó con la cerrada negativa de Álvaro Uribe y Alan García, no por casualidad los dos países que abrieron de par en par sus puertas para la penetración de tropas y pertrechos militares estadounidenses en sus territorios.
Es imposible que este continente conquiste la paz con las ochenta bases militares norteamericanas existentes en nuestros países. Esas bases son dispositivos para la guerra, no para la paz. Y entrarán plenamente en funciones a medida que el deterioro de la situación internacional impulse a Washington a consolidar su reaseguro en el patio trasero y a sofocar cualquier intento de autodeterminación nacional o avance democrático.
Deberíamos lanzar una campaña continental para expulsar a todas las bases norteamericanas, y las pocas que existen del Reino Unido, Holanda y Francia, de la región. Ellas sólo traerán violencia y muerte, y los latinoamericanos y caribeños queremos la paz.
Es una propuesta razonable, que atraviesa la gran mayoría de las fuerzas políticas y movimientos sociales de la región. Y nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos jamás nos perdonarán que no hayamos hecho todo lo que esté a nuestro alcance para acabar con esas amenazas.
(*) Politólogo y sociólogo argentino, doctorado en Ciencia Política por la Universidad de Harvard; autor de numerosos libros y tratados, ex director de CLACSO. Conferencia ofrecida en el Seminario Marx Vive, en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, 9 de marzo de 2016.