por Edison Ortiz.
La ola de críticas a los dichos del ministro Gerardo Varela no amainan. Ahora, no solo desde la oposición se le enrostran sus desafortunadas expresiones, sino también desde algunos actores políticos de la propia coalición oficialista.
Lo ha dejado claro la intendenta Rubilar: después de esa frase tendrán que asumir “todo el bullying” que se dejará caer sobre Chile Vamos. Y ya hay algunos ingeniosos que viralizan por las redes el logo de una nueva hipotética agencia pública surgida al alero de las expresiones del ministro: la Subsecretaría de Bingos.
En un ambiente político rarificado, de mucha mediocridad, con sus actores al debe, las frases del titular de Educación (y también las del de Salud y a veces las del propio Presidente) han posibilitado, por lo menos, el poder reírse de ellos y, de paso, de nosotros mismos y, en un plano más profundo, preguntarnos –no sin pavor y angustia– cómo es posible que en una sociedad como la nuestra, en pleno siglo XXI y con el prestigio de los poderes tradicionales (empresa, Iglesia católica, actores políticos y Fuerzas Armadas) por el suelo, se sigan reiterando, con absoluta naturalidad, frases del Chile oligárquico y decimonónico como las recientemente pronunciadas.
Varela y una larga tradición política chilensis
Y si bien Varela no es el único ministro que se ha hecho famoso por frases o actuaciones desafortunadas –recordarán al ministro Hermosilla que perdió su cabeza por dos caballos; o, en el periodo de Lagos, las del titular de Salud Pedro García, quien mandó a los periodistas a preguntarles a las vacas por la falta de leche, o cuando sugirió a una madre reemplazar el hilo dental por el de coser, o su famosa frase cuando campeaban los rumores sobre su eventual salida, “tranquilein, John Wayne”; las del propio Lagos y sus famosos dichos en que comparó la pérdida millonaria acaecida en Corfo con la de un “jarrón”; las de la ministra del Trabajo de Bachelet o las de Claudia Serrano, que responsabilizó a la gente que andaba buscando trabajo por el aumento del desempleo.
Y ni hablar de las “piñericosas” en la administración anterior del empresario, o las frases desafortunadas de su entonces ministro de Salud Jaime Mañalich, como cuando en un congreso en Rancagua planteó que sería recordado por los funcionarios municipales de la Salud como “el huevón que nos cagó”.
Ahora también vienen a mi memoria las de Aleuy y su impronta como subsecretario del Interior, que le valió la imitación del “Palta” Meléndez. Lo cierto es que reafirma un estilo, en especial, que se repite con algunos de los integrantes de los gabinetes del actual Presidente, en particular de aquellos que provienen de la burbuja empresarial (¿se acuerdan de la muñeca de los empresarios de Asexma?) y que denotan la más absoluta falta de empatía con la sociedad en la que viven.
Y, bueno, el titular de Economía, que también tiene su propio historial, se mandó la frase para el bronce, que deja chica a la del titular de Educación, cuando recomendó a los inversionistas chilenos sacar su plata al exterior.
Puede llamarse sentido común, cable a tierra, falta de calle, en fin, pero es lo mismo: la arbitraria desconexión entre la burbuja en la que se desenvuelven cotidianamente y el resto de la sociedad. Lo mismo que dejó en evidencia hace algunos años el ex aspirante al centro de alumnos de Ingeniería de la Universidad del Desarrollo y su referencia a que en esa casa de estudios casi todos pensaban lo mismo porque somos “casi todos gente ABC1”, que le valió una crítica feroz por las redes.
Varela: otra víctima de un gueto social con historia
Como se sabe, la oligarquía chilena surgida al alero de la expropiación de tierras y el trabajo gratuito de los pueblos ancestrales de Chile, se consolidó en la hacienda como un poder sin contrapeso: político, judicial y religioso que, una vez producida la Independencia, compraba para sí escaños en el Congreso o las alcaldías que, como en una subasta pública, se ofrecían al mejor postor.
En un modelo político que heredó una violencia, que luego se traspasó a nuestras instituciones (“por la razón o la fuerza”, reza nuestro Escudo Nacional), la oligarquía –mediante el control político absoluto (el modelo portaliano) y una economía de depredación– tuvo el poder total a lo largo del siglo XIX y buena parte del XX, hasta que fuerzas políticas mesocráticas y de extracción popular dieron un giro al modelo de desarrollo, y con el Frente Popular no solo apostaron por la industrialización, sino que también hicieron suyo el principio de que “gobernar, es educar” .
Tal patrón, con altos y bajos, se mantuvo hasta 1973, en que una coalición conservadora que arrastró tras de sí a sectores representativos de las clases medias le pegó, literalmente, un tiro de gracia al viejo orden republicano donde, mal que mal, habían convivido por décadas moros y cristianos, Chile se había consolidado como un referente educativo en el continente y de paso dos chilenos, surgidos al alero de la educación pública, habían obtenido nuestros dos únicos Premios Nobel, e impusieron un modelo, que, por medio –de nuevo– de la violencia y amparado ahora en el terror de Estado, consolidó, hasta llegar al extremo, la segregación social de Chile (¿se acuerdan de la apoderada de Machuca que pregunta en reunión de apoderados sobre cuál es el motivo para mezclar peras con manzanas?).
No es casual que, en ese contexto de barbarie política, irrumpieran con mucha fuerza en Chile el Opus Dei, el neoliberalismo y la vertiente política de ambos: el gremialismo. Una trilogía de miedo.
Ese mundo –donde lo natural es la desigualdad y donde no se puede cuestionar el orden divino o natural de las cosas– es el que les da contexto a las frases del ministro Varela, a las de Santelices, a las del estudiante de la UDD, a la performancede los empresarios de Asexma, a todas las colusiones habidas y por venir, y a todos los abusos que los chilenos de a pie tenemos que soportar día a día.
Así se consolidaron durante los 80 los barrios segregados, las casas y departamentos tipo cajas de fósforo que los gobiernos de Frei y Allende habían intentado revertir. Surgieron los liceos con letras y número y el edifico comercial tipo caracol que luego fue reemplazado por su majestad el mall.
Se impuso la ideología de un minoritario grupo social (aunque dueño de inmensas cajas de resonancia mediática), cuyos miembros continúan pensando que son el centro del universo y que, avalados por creencias (o pura hipocresía), piensan, que no tienen por qué dar explicaciones a nadie, porque, por sí y ante sí, la historia siempre los absolverá, pues son ellos sus verdaderos y exclusivos protagonistas.
Lo más grave de las polémicas frases pronunciadas es que, en privado, pareciera ser que son compartidas (sinceramente) por no pocos miembros de la coalición política que lo sustenta. Sinónimo de que un sector importante de quienes nos gobiernan sigue pensando como en dictadura y continúa a contrapelo de la historia haciendo tabla rasa de los avances culturales que una inmensa mayoría de chilenos viene reclamando y legitimando desde hace tiempo.
Por lo tanto, lo más amargo y dramático de los polémicos dichos, tal vez no sea precisamente la desafortunada frase enarbolada, sino su contexto: la manifestación sincera de una parte del entorno que sustenta al actual Gobierno que sigue creyendo, como en el pasado lo hacia el bisabuelo de Eliodoro Matte, que “los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”.
Y es que pareciera que, a veces, la historia también avanza caminando hacia atrás.
La desafortunada frase expresada por uno de los más altos representantes del Estado, no solo pone en jaque todo el esfuerzo de equidad e inclusión que los distintos gobiernos democráticos han venido realizando con todos sus aciertos y errores desde inicios de los 90, sino también las auténticas credenciales democráticas de miembros connotados del actual Gobierno.
Fuente: El Mostrador