Luego de arrasar en la ceremonia de entrega de los Globos de Oro y acaparar la atención de miles de espectadores y críticos a lo largo del planeta, La La Land parecía no tener rivales en su carrera por la estatuilla más codiciada del mundo del cine.
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Sin embargo, un increíble error a la hora de anunciar la cinta ganadora solo vino a resaltar lo esquivo del Oscar como mejor película del 2016 para este filme capaz de criticar o aplaudir a Hollywood con idéntica pasión.
El final de ensueño fracasó no porque el jurado se percatara de que La La Land apela a ganchos probados para atrapar a un espectador ávido de un cine dulzón y bien camuflado. Tampoco porque el público descubriera detrás del homenaje al jazz y a los grandes clásicos del musical una obra plagada de lugares comunes y de constantes pastiches cinematográficos.
Hace mucho tiempo el Oscar dejó de centrarse en el buen cine para fijar su atención en el panorama político del momento, un tema ausente en el filme de Danielle Chazelle.
A simple vista, La La Land resulta una película extraordinariamente correcta: preciosista al extremo, impecable en su fotografía, impresionante en los planos secuencias empleados en varias coreografías. No obstante, y aunque rompe con los cánones sagrados del musical en Hollywood al prescindir del final feliz y utilizar la música de forma irregular a lo largo de las más de dos horas de metraje, la obra no se divorcia de los patrones ideológicos de una industria transgresora solo en envoltura.
No en vano el joven director pone en boca de su protagonista masculino una línea imprescindible:
“creí que en esta ciudad el sistema era una tú, una yo”.
Bajo esa premisa se articula este filme.
De un lado, este meta-cine defiende la integración al star system con una coherencia perfecta. Del otro, sus protagonistas no dejan de sufrir las pulsaciones de un contexto que los empuja a la separación y a luchar por unas aspiraciones anuladas por ser uno entre tantos.
Esas dicotomías, cotizadas en otro tiempo, no le bastaron para triunfar en una premiación con más de un centro de atención.
Unas veces estrado para el aplauso, y otras tribuna para los desaires, la gala efectuada cada año en el Dolby Theatre de Los Ángeles no fue esta vez diferente.
El pronunciamiento del actor mexicano Gael García Bernal contra los muros —en evidente alusión a la política migratoria de Donald Trump—, y la ausencia del director iraní Asghar Farhadi, en protesta por el veto de Estados Unidos a la entrada al país de ciudadanos de 7 países musulmanes, apenas fueron pequeños adelantos de un final inimaginable para muchos: Moonlight, una película acerca de un joven negro y gay, levantó la mejor estatuilla de la velada.
Aun cuando merecía el premio, tal parece que el filme venció más porque en esta primera gala de la era Trump, Hollywood no podía quedar indiferente a las políticas del magnate… aunque quisiera.
Con su discurso realista, desinhibido e incluyente, con su fotografía particularizando en los resquicios y las dudas menos contadas de seres humanos individuales, con sus actuaciones convincentes y su mirada hacia sujetos marginales en muchos sentidos, Moonlight sacude las bases del panorama excluyente y xenófobo que gana terreno en el contexto de los políticos dominantes norteamericanos y a su vez se erige en protesta silenciosa contra él.
Mientras La La Land va al mundo del espectáculo, el glamour y las luces, Moonlight habla de escuelas públicas, drogas y amores desfasados. Cuando el filme de Damien Sayre Chazelle cuenta de la realización personal versus la satisfacción espiritual, Moonlight se regodea en seres ajenos a las oportunidades, olvidados por el sistema o aceptados con condescendencia.
Ambas poseen méritos suficientes, pero La La Land apareció en el año incorrecto. En cualquier otra ocasión Hollywood no dejaría pasar semejante momento para su propio homenaje.
Sin tratarse de un cine comprometido con migrantes, negros, homosexuales o musulmanes, la cinta ganadora tiene la fuerza de la denuncia y la valentía del enfrentamiento.
Vencer a la gran favorita, menos profunda pero mejor envuelta, demuestra cuánto de mérito tiene este premio.
Pudiera ser un Oscar propiciado por la política, pero también un desafío para un sistema que, aun con musical, estética vintage, cinemascope y tecnicolor, casi siempre prefiere callar.
Fuente: Cubadebate
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