sábado, diciembre 21, 2024
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La Lenta Muerte de Víctor Jara

Estaban cansados, con las manos entrelazadas en la nuca. Eran alrededor de 600 académicos, estudiantes y funcionarios de la Universidad Técnica del Estado (UTE). Lentamente, iban entrando al Estadio Chile. Un oficial con lentes oscuros, con la cara pintada, metralleta terciada, granadas colgando en su pecho, pistola y cuchillo corvo en el cinturón, observaba. De pronto, con voz estentórea, gritó: —¡A ese hijo de puta me lo traen para acá!

Se trataba de un prisionero de pelo ensortijado. Era el 12 de septiembre de 1973, día siguiente del golpe militar, en el alba de la dictadura encabezada por el general Augusto Pinochet.
 
«¡A ese huevón!, ¡a ese!», le gritó al soldado, que empujó con violencia al prisionero. «¡No me lo traten como a señorita, carajo!», espetó insatisfecho el oficial. Al oír la orden, el conscripto dio un culatazo al prisionero, que cayó a los pies del oficial.

—¡Así que vos sos Víctor Jara, el cantante marxista, comunista concha tu madre, cantor de pura mierda!

Boris Navia rememora. Es uno de los testigos del juez Juan Fuentes, que investiga el asesinato del cantautor. «Lo golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente».

Los prisioneros se habían quedado pasmados mirando la escena. Cuando el oficial, conocido como El Príncipe, se cansó de golpear, ordenó a los soldados que pusieran a Jara en un pasillo y que lo mataran si se movía. Le quedaban horas de vida.

II

El ensañamiento con Jara fue uno de los signos de la dictadura de Pinochet (1973-1990), que truncó con brutalidad el Gobierno de Allende y los sueños socialistas, dejando un reguero de más de 3.200 muertos y desaparecidos, alrededor de 30.000 torturados y decenas de miles de exiliados.

El Chicho, como era conocido Allende, un médico socialista y masón, había llegado a la presidencia en 1970, en su cuarto intento, con el 36% de los votos, encabezando la Unidad Popular, la coalición que reunía a la izquierda chilena en un arco multicolor.

Con un programa que ofrecía reforma agraria, medio litro de leche diaria para los niños y la nacionalización del cobre, principal riqueza de Chile (entonces en manos de empresas norteamericanas), la victoria de Allende en las urnas, la primera de un marxista en Occidente en plena guerra fría, sorprendió a Estados Unidos e insufló esperanzas en muchos países.

El iritado Richard Nixon ordenó, en la Casa Blanca, intensificar las acciones desestabilizadoras.

Pero en Chile se vivían tiempos de efervescencia. Las movilizaciones sociales iban en ascenso y con Allende en La Moneda, el Gobierno ganó apoyo en las urnas. El cerrojo norteamericano se apretó con el embargo de las exportaciones de cobre, en réplica a una nacionalización en la que Chile resolvió no indemnizar a las empresas expropiadas por haber obtenido ganancias excesivas, mientras la oposición de centro y derecha se reunió en una coalición contra Allende, y la izquierda más radicalizada comenzó a desbordar al Gobierno acusándolo de reformista. La lucha política se exacerbaba.

III

El Gobierno socialista concitó una amplia adhesión de artistas e intelectuales; entre ellos, Víctor Jara. Hijo de inquilinos campesinos, conoció la explotación y miseria en carne propia.

Aprendió música por la intuición de su madre. Cuando ella falleció, viajó a Santiago a estudiar teatro. Como director teatral, recibió premios de la crítica y la prensa.

Mientras estudiaba dramaturgia, comenzó a tocar y componer con el grupo Cuncumén. Después trabajó con la pléyade del folclor chileno: Quilapayún, Inti Illimani, Ángel e Isabel Parra, Patricio Manns, Rolando Alarcón. Violeta Parra fue una de las que descubrió tempranamente el talento de Jara como compositor e intérprete.

Jara defendió a la Unidad Popular con su guitarra, hizo canciones de protesta, pero sus obras mayores, aquellas más sencillas e imperecederas, son las que brotan desde la tierra y de la pobreza de las barriadas periféricas de Santiago, las fuentes de su saber.

Víctor creía que «la mejor escuela para el canto es la vida», recuerda su viuda, Joan Turner, en Un canto truncado. Nombrado embajador cultural por Allende, prefería compadrear en una peña popular a los cócteles de diplomáticos.

Durante el paro de octubre de 1972, con el que la oposición quiso poner de rodillas al Gobierno, junto con decenas de miles de personas, Jara salió a realizar trabajos voluntarios para impedir que la economía se detuviera. En la vorágine, escribió Manifiesto, su testamento musical:

    Yo no canto por cantar
    ni por tener buena voz,
    canto porque la guitarra
    tiene sentido y razón.

IV

A Allende se le estrechaba el escenario. Con la inflación desbocada, desabastecimiento y mercado negro, el transporte paralizado y con el mayor partido opositor, la Democracia Cristiana, cerrando las puertas al diálogo para encontrar una salida, casi no tenía opciones. Algunos creyeron que golpe militar era inminente.

El martes 11 septiembre llamaría a un plebiscito, decidió Allende, donde se definiría democráticamente si habría de continuar o no en el poder. Enterados, los militares adelantaron el golpe militar.

El lugar que había escogido Allende para pronunciar este discurso que podría haber cambiado la historia fue la sede de la UTE. Pero enterado de la sublevación militar, acudió con sus colaboradores más cercanos a La Moneda, a defender la democracia. Dispuestos a todo, los militares bombardearon el palacio y Allende pidió a los trabajadores que permanecieran en sus puestos, pero que no se dejaran provocar, y anticipó en su discurso final que otras generaciones superarían ese momento.

En asambleas, la comunidad de la UTE resolvió permanecer en la sede universitaria. Con ellos, Víctor Jara, que trabajaba en extensión en la universidad e iba a cantar en el acto de Allende. Habló dos veces por teléfono con Joan y creyó que volvería a casa al día siguiente. Esa noche, animó a los estudiantes en su último recital, mientras en todo Santiago sonaban balas.

Al día siguiente, los militares instalaron un cañón frente a la universidad y dispararon a la rectoría mientras un centenar de soldados vacíaba sus cargadores. No hubo resistencia: estaban desarmados. Pero ellos rompieron puertas y cerrojos y tomaron prisioneros a los 600 que permanecían adentro.

V

El infierno está a un par de kilómetros, en el Estadio Chile (rebautizado en democracia como Estadio Víctor Jara). Ahí el cantautor queda tendido en el suelo. A un estudiante peruano que confunden con cubano le cortan una oreja con un cuchillo. A un profesor de ciencias sociales que lleva pruebas recién corregidas de sus alumnos le piden las dos mejores notas, las entrega y lo obligan a que se coma las hojas. Los amenazan con barrerlos con «sierras de Hitler», ametralladoras de gran calibre cuyas balas cortan los cuerpos. Un obrero grita: «¡Viva Allende!», y se arroja desde las gradas.

El Príncipe tiene visitas de oficiales y quiere exhibir a Jara. Un oficial de la Fuerza Aérea que está con un cigarrillo le pregunta a Jara si fuma. Con la cabeza, niega. «Ahora vas a fumar», advierte, y le arroja el cigarrillo. «¡Tómalo!», grita. «¡A ver si ahora vas a tocar la guitarra, comunista de mierda!».

Jara se estira tembloroso para recoger el cigarro; el oficial le pisotea las manos.

«Cuando llegaron más prisioneros y los soldados fueron a recibirlos, Víctor se quedó sin custodia. Entre varios lo arrastramos adonde estábamos y comenzamos a limpiar sus heridas. Llevaba casi dos días sin comida ni agua», dice Navia. Un detenido consigue que un soldado le regale un tesoro: un huevo crudo. Se lo dan a Jara. Con un fósforo, el cantautor perfora el huevo en ambos extremos y lo sorbe. «Nos dijo que así aprendió en su tierra a comer los huevos», recuerda.

A Jara le vuelven las energías. »Mi corazón late como campana», dice. Y habla de Joan y sus hijas. Dos detenidos logran salir libres gracias a contactos. Varios escriben mensajes breves para que avisen a sus parientes de que están vivos. Víctor pide lápiz y papel.

Navia le pasa una libreta pequeña de apuntes, que hoy conserva la Fundación Jara como pieza de museo. Escribe con dificultad:

    Canto que mal que sales
    Cuando tengo que cantar espanto
    Espanto como el que vivo
    Espanto como el que muero.

Repentinamente, dos soldados lo toman y arrastran, y Jara alcanza a arrojar la libreta. Navia se queda con ella. Ahí están sus últimos versos.

Comienza una golpiza más brutal que las anteriores, a culatazos. Otros prisioneros lo verán con vida horas después. Un conscripto, José Paredes, confiesa, 36 años después, que jugaron a la ruleta rusa con Jara antes de acribillarlo en los subterráneos. La primera autopsia, en 1973, revela 44 disparos. La última, del 2009, confirma que Jara murió por múltiples impactos. Pero Paredes se retracta de su confesión.

Al anochecer del sábado 15 de septiembre, trasladan a los prisioneros del Estadio Chile al mayor recinto del país, el Estadio Nacional. «Al salir al foyer para irnos, vemos un espectáculo dantesco. Hay entre 30 y 40 cadáveres apilados, y dos de ellos están más cercanos. Todos están acribillados y tienen un aspecto fantasmagórico, cubiertos de polvo blanco, porque cerca estaban apilados unos sacos de cal para hacer reparaciones, que cubre sus rostros y seca la sangre. Reconozco a Víctor en primer lugar, y después al abogado y director de Prisiones Littré Quiroga», relata Navia.

A Jara le han quitado el chaquetón que otro prisionero le había pasado porque tenía frío. Esa noche, los soldados arrojan seis de estos cadáveres, Jara entre ellos, junto al Cementerio Metropolitano, en el acceso sur de Santiago. Una vecina reconoce al cantautor y avisa para que lo recojan. Cuando el cuerpo llega a la morgue, un trabajador de este servicio, que era comunista, también reconoce a Jara y avisa a su esposa Joan para que lo sepulte antes de que lo entierren en una fosa común.

El cuerpo del cantautor está junto al de cientos de víctimas en un mesón de la morgue, al final de una fila de jóvenes. Solo tres personas acompañan a Joan en el funeral semiclandestino que se celebra en el Cementerio General de Santiago, donde esinhumado en un humilde nicho. Jara está en su cenit creativo, poco antes de cumplir 41 años, y quienes tronchan su vida no saben que lo están haciendo más universal.

¿Epílogo?

Por la «tortura y ejecución extrajudicial» del cantautor Víctor Jara en 1973, el exmilitar chileno Pedro Barrientos, presuntamente El Príncipe, será juzgado en Estados Unidos. Una corte judicial del distrito de Orlando, Florida, aceptó la demanda presentada por Joan Jara y Amanda Jara, esposa e hija del cantautor.

Fuente: El Ciudadano

Testimonio de Boris Navia

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