Por Llewellyn Hinkes-Jones
Las políticas de libre mercado para la investigación económica han desatado el fraude científico y la charlatanería médica, forzando a los consumidores a pagar de más por descubrimientos que ya financiamos como contribuyentes. En el corazón de la estrategia basada en el lucro del sistema de salud de Estados Unidos se encuentra la dura verdad de que sólo el dinero puede prolongar la vida.
Consideremos, por ejemplo, los genes llamados “supresores de tumores”. Debido a su capacidad de regular el crecimiento celular, los supresores de tumores están a la vanguardia de la investigación en prevención del cáncer. Un resultado positivo en un examen de mutaciones en un gen supresor de tumores como el BRCA1 o BRCA2 indica un alto riesgo de cáncer de mamas o de ovarios.
Pero, a pesar de la importancia de un descubrimiento que podría salvar vidas, el precio del examen de BRCA1 y BRCA2 es prohibitivamente alto. Costando alrededor de US$4000 (unos $1.150.000 en pesos chilenos) es cuatro veces más caro que una secuenciación genética completa.
La única razón por la cual una evaluación que podría salvar vidas puede ser tan cara es la acción de una compañía, Myriad Genetics. A pesar de que recientemente la Corte Suprema refutó la reclamación de derechos sobre los genes BRCA1 y BRCA2 que hizo Myriad, declarando que los genes humanos no pueden ser patentados, Myriad continúa ejerciendo su monopolio del examen de susceptibilidad de cáncer de mamas.
Lo que es aún más indignante de la inflación de precios de Myriad es que muchos de los costos que significó el desarrollo del examen de BRCA1 y BRCA2 ya fueron cubiertos por la ciudadanía. La investigación que descubrió que esos genes son cancerígenos fue financiada públicamente mediante la Escuela de Medicina de la Universidad de Utah.
Myriad Genetics era en un principio simplemente un emprendimiento de investigadores de la universidad, iniciado con el objeto de apoderarse de la patente después del descubrimiento del examen. Y esto fue posible sólo por el Acta Bayh-Dole.
Cuando fue aprobado en 1980, el Acta Bayh-Doyle tenía como objetivo propiciar la innovación en la investigación académica. Al eliminar las restricciones para lo que podían hacer las universidades con sus descubrimientos científicos, supuestamente haría ingresar más dinero al sistema universitario. Las instalaciones de investigación académica podrían financiar su trabajo vendiendo sus patentes u otorgando licencias exclusivas a la industria privada. Con un monopolio sobre la propiedad intelectual que otorga la patente, se incentivaría al sector privado a desarrollar rápidamente esas patentes en productos y servicios avanzados para consumidores.
Quienes apoyaban el Acta Bayh-Dole afirmaban que la oportunidad de ganar más dinero fomentaría a la ciencia académica a hacer más descubrimientos, y motivaría a la industria privada a llevar un mayor número de esos descubrimientos al mercado. Poco después de su aprobación ya eran palpables sus consecuencias financieras.
Algunos investigadores de la Universidad de Columbia solicitaron las patentes del proceso de cotransformación de ADN, conocidas como las patentes Axel, que eventualmente le harían ganar a la universidad cientos de millones en cobros por licencia.
La patente Cohen-Boyer del ADN recombinante significaría ganancias de más de doscientos millones de dólares para la Universidad de Stanford. Todo esto, en conjunto con la decisión de la Corte Suprema de 1980, Diamond vs. Chakrabarty, que permitió que se patentaran materiales biomédicos marcó el inicio del boom biotecnológico. Las universidades se apresuraron en construir laboratorios de investigación avanzada para realizar nuevas reclamaciones por propiedad intelectual, desde software hasta secuencias de ADN que podrían ser patentadas y vendidas al público.
Previamente, los descubrimientos realizados por universidades públicas sólo podían ser otorgados a la industria privada mediante licencias no exclusivas. Las entidades privadas podían desarrollar nuevas medicinas e inventos basándose en investigación de vanguardia; pero eso podía hacerlo cualquier compañía. Quienes apoyaban el Acta Bayh-Dole argumentaban que este período de gracia esencialmente desincentivaba la innovación.
Si una compañía no tenía derechos exclusivos sobre un invento, el dinero que podría ganarse desarrollándolo era muy poco. ¿Para qué molestarse innovando si la competencia haría lo mismo, lo que terminaría eliminando el posible margen de ganancias? Los inventos quedarían abandonados, “pudriéndose en las estanterías”.
Pero lo que podría parecer un tecnicismo legal de la propiedad intelectual es uno de los principales responsables de la decadencia del sistema de investigación universitaria. La restricción de licencias públicas para las universidades protegía a la investigación académica de caer en una fiebre del oro de la propiedad intelectual. Eliminar esa restricción ha desatado una inundación de capital proveniente de la industria privada, ansiosa de tener el monopolio de los avances científicos de última generación.
Ahora, las entidades privadas ayudan a financiar instituciones académicas a cambio de tener prioridad en el proceso de “transferencia de tecnología”: otorgar licencias exclusivas a la industria privada para el uso de investigación financiada con fondos públicos.
Conglomerados farmacéuticos gigantescos como Merck y GlaxoSmithKline realizan colaboraciones con universidades privadas y estatales en proyectos para investigar enfermedades actualmente incurables, con la condición explícita de que esas compañías serán retribuidas obteniendo licencias exclusivas de cualquier descubrimiento futuro. Estos descubrimientos, estén o no relacionadas con el objetivo original del proyecto, se transforman luego en medicamentos caros de marca.
Pero las patentes no sólo conllevan precios más altos para los consumidores. Además, cargan al mundo de la investigación con los costos de pagar por la propiedad intelectual que necesitan para seguir la investigación. Los laboratorios de investigación pagan miles de dólares por las cepas y procesos que necesarios para continuar los desarrollos actuales, añadiendo más costos a la investigación de última generación.
La atmósfera lucrativa del sistema de investigación actual es muy diferente a la que existía cuando Jonas Salk descubrió la cura para el polio. Su descubrimiento, que afectó a millones alrededor del mundo que sufrían de una enfermedad debilitante, fue cedido de manera gratuita. Mientras que Salk se hacía la pregunta retórica de si acaso era aceptable “patentar el sol” con fines de lucro, la actual carrera por las reclamaciones de propiedad intelectual se aproxima rápidamente a su absurda propuesta.
Aunque presumiblemente la mayor inversión de dinero en la educación pública en conjunto con un desarrollo acelerado de nueva tecnología es un bien público, la influencia del capital proveniente de la industria privada es en gran parte corruptivo. En combinación con el agudo declive del financiamiento estatal para educación, el Acta Bayh-Dole ha ayudado a privatizar el sistema de universidades públicas. Sin los fondos públicos, las universidades se han vuelto cada vez más dependientes de la inversión privada mediante subvenciones y donaciones. Y junto a ese dinero vienen influencias corrosivas para academia.
Este conflicto de interés se manifiesta más claramente en la farmacología y la biotecnología. Es común que los académicos de esas áreas reciban pagos por firmar artículos para revistas escritos en su nombre, por promocionar y descubrir medicinas sobre la base de su potencial de mercado y no del bien público. Ganan honorarios desproporcionados por trabajos de consultorías y tratos de charlas en conferencias financiadas por la industria a cambio de su docilidad.
En el caso de Pfizer y su medicamente anticonvulsionante Neurontin, hubo académicos a los que se les pagó US$1.000 por artículo por firmar artículos para revistas escritos por escritores fantasmas desconocidos, y por exponer en conferencias exaltando las virtudes de un medicamento que fue diseñado originalmente para pacientes que sufrían de epilepsia en el tratamiento de lo que sea, desde el desorden bipolar, estrés postraumático e insomnio hasta síndrome de las piernas inquietas, bochornos, migrañas y dolores de cabeza por tensión.
Los consumidores no sólo reciben información falsa acerca de la seguridad y eficacia del medicamento que les es recetado, sino que además pagan los costos tres veces: financiando la investigación para que las universidades públicas descubran estos medicamentos, pagando los mayores costos de los medicamentos patentados, y aceptando las exenciones de impuestos de la industria farmacéutica por financiar universidades.
Aún cuando el financiamiento público es limitado y aumenta su dependencia del financiamiento privado, las universidades no han dejado de gastar, especialmente en nuevas instalaciones. Una encuesta de McGraw-Hill Construction estimaba que las instituciones de educación superior gastaron más de once mil millones de dólares entre los años 2010 y 2012.
Emitiendo bonos masivos para pagar instalaciones de investigación biomédica y gimnasios de última generación, las universidades esperan atraer estudiantes, investigadores estrella y financiamiento que permitan pagar todo. Sin embargo, las universidades se han sobreendeudado, y con ello han entrado al círculo vicioso de transformarse en un deudor atractivo.
Gastan cantidades masivas de dinero para hacer investigación que pueda atraer subvenciones y sacarse la lotería de la propiedad intelectual para pagar los hinchados costos administrativos y las masivas deudas que han contraído.
La carga de esta competencia por dinero y fama cae sobre los estudiantes. Durante los últimos treinta años los aranceles han aumentado seis veces. Cada vez hay menos oportunidades de postgrado, incluso en el mundo de la investigación académica, donde se está gastando tanto dinero. El flujo de dinero privado que llega al sistema de investigación no ha expandido las carreras académicas.
En vez de emplear más científicos de planta, se contrata a estudiantes de postdoctorado precarizados por la mitad del costo para que produzcan la investigación llamativa que atrae dinero de subvenciones. Esos estudiantes luego se gradúan e ingresan a un campo científico inundado de otros postdoctorados con los que compite directamente por los cargos estables de investigación disponibles. El resultado es un mercado laboral altamente competitivo donde demasiados luchan por pocos cargos.
A lo largo de todo el sistema universitario, la presión por disminuir los costos significa que los cargos académicos de planta se reemplazan por adjuntos, con sueldos bajos y sin seguridad laboral. Mientras, los sueldos de los administradores y rectores suben constantemente.
La discrepancia resultante entre postdoctorados precarizados y adjuntos con prospectos profesionales mínimos y el número cada vez menor de académicos de planta bien pagados y cargos de científicos estrella, a la que la profesora de economía de la Universidad Estatal de Georgia Paula Stephan se refirió como una estafa piramidal académica, hace que la investigación científica tenga una estructura de torneo.
Es una atmósfera despiadada de concurso de belleza que tiene efectos en la ciencia que se está haciendo. Más y más estudios de gran importancia realizados por científicos estrella deben ser publicados en revistas famosas para atraer la atención y las subvenciones que se necesitan para mantener funcionando el laboratorio. En palabras de Stephan, “más grande se ve como si fuera mejor: más financiamiento, más artículos, más citas, y más becarios —sin importar si el mercado puede emplearlos.”
El resultado final es un gigantesco imperativo, no sólo de publicar o morir, sino de publicar en revistas muy respetadas aportes revolucionarios y provocativos a nuestro entendimiento del mundo que necesiten mayor investigación —o morir.
En palabras de Stephen Quake, profesor de bioingeniería de la Universidad de Stanford, es “financiamiento o hambre”. Dentro de ese espacio de decisiones, el incentivo para falsificar descubrimientos, ahorrar tiempo y manipular datos toma ventaja. Lo que sea por producir más artículos y traer más subvenciones. Ha llegado a un punto en el cual los académicos insisten en que “no hay costos asociados a hacer las cosas mal.
El costo es que no las publiquen”. En un meta-análisis de investigaciones publicadas realizado para la Public Library of Science (PLOS), John P. A. Ioannidis culpó específicamente a la base financiera de la investigación, afirmando que “mientras más grandes los intereses financieros, de otro tipo y prejuicios hayan en un campo científico, menos probable es que los resultados de la investigación sean verdaderos”.
Los resultados son inmediatamente aparentes. El enorme número de retractaciones debido a metodologías y acercamiento erróneos, y a mala conducta en general durante la última década es sorprendente. Casi todos los campos han visto una seguidilla de imprecisiones. El porcentaje de artículos científicos cuyos autores luego se retractan debido a fraude ha incrementado diez veces desde 1975. Sólo una fracción de los estudios de enfermedades cardíacas y de cáncer han sobrevivido al escrutinio, pues sus resultados no eran reproducibles.
La teoría del envejecimiento del radical libre, que fue bien considerada alguna como una teoría acerca de cómo afectan las enzimas antioxidantes la vida celular, ha sido abandonada, junto con la guía para medir antioxidantes en la comida de la USDA.
Esto, por su parte ha cuestionado la totalidad de la industria de suplementos vitamínicos, que se basa en gran parte en la necesidad de más antioxidantes. Los efectos positivos de los ácidos grasos omega-3 para todo, desde la prevención del cáncer hasta el desarrollo del cerebro, han sido cuestionados después de estudios de continuación que no mostraron efectos significativos.
El beneficio de hacerse mamografías regulares ha sido cuestionado, después de que los resultados del Estudio de Exámenes de Pechos de Canadá mostró que el índice de mortalidad no desciende gracias a su uso, y la examinación constante a veces lleva a sobrediagnosticar.
Aunque ciertamente existe aún un núcleo de ciencia respetable y reproducible, está rodeado de una nube de imprecisión y charlatanería. Los entusiastas descubrimientos de posibles curas del cáncer son tragados y luego regurgitados por los medios, desesperados por contenido, que o no quieren o no son capaces de descifrar los falsos indicios, la fallida metodología y las estadísticas erróneas que llevaron a esos resultados.
El entendimiento de la ciudadanía de temas controvertidos como los organismos genéticamente modificados o los disruptores endocrinos es confundido aún más por la publicación de estudios imprecisos que apoyan ambos bandos de las discusiones. Estos reportajes luego se transforman en modas dietéticas efímeras y alarmas de salud, como las que relacionaban el autismo con la vacunación de neonatos.
Los resultados que son de rápida producción y publicación tienen más probabilidades de ser imprecisos. La buena ciencia toma tiempo, y refutar la ciencia fallida puede tomar incluso más. Mientras que por una parte tomó más de nueve meses desmentir un reciente examen genético de autismo, el estudio original sólo demoró tres días en pasar de la aceptación a la prensa.
En ese caso, pocos de los que escucharon las emocionantes noticias del descubrimiento inicial escucharán algo acerca de la decepción que generó su corrección. Cuando se publica un artículo anunciando el descubrimiento de un examen genético de longevidad, inmediatamente inspira el surgimiento de industrias dedicadas a proveer exámenes de longevidad. Pero cuando el artículo es retractado —no por fraude ni mala conducta, sino por un acercamiento erróneo—, los exámenes no desaparecen inmediatamente. Sobreviven en una economía de mercado gris que lucra con la falta de conocimiento de la investigación científica actual del público.
La privatización de la investigación académica no solamente obstaculiza el proceso científico. También significa que la corrupción directa —aquella en la que los científicos reciben un pago por parte de la industria privada para engañar al público acerca de las toxinas de su comida o la contaminación del aire— tiene más oportunidades para profundizarse.
Los investigadores que están desesperados por obtener financiamiento para mantener sus cargos y sustentar su trabajo son más susceptibles de recibir financiamiento de industrias ansiosas de distorsionar la ciencia a su antojo. Esto sólo estimula los perversos incentivos del libre mercado para aprovecharse de lo que alguna vez fueron instituciones públicas.
Cuando los riesgos a la salud de químicos resistentes al fuego cancerígenos pueden ser distorsionados por una industria ansiosa de ganar dinero con su proliferación, en ese entonces la ciencia deja de trabajar para el interés público. Eventualmente, el acercamiento mercantilizado a la investigación académica provoca que ya no se trate de la ciencia, sino de llamar la atención y obtener dinero bajo la apariencia de investigación científica.
El acercamiento neoliberal a la investigación académica es un retorno al sistema universitario financiado por privados, y previo a la titularidad de los académicos, cuando muchas universidades eran laboratorios de investigación y ramas promocionales de la industria privada más que instituciones de conocimiento que hacen avanzar la ciencia en pos del interés público.
En ese entonces, los profesores trabajaban bajo las órdenes de los donantes y el directorio. Podían ser fácilmente despedidos por criticarlos abiertamente, o publicar investigación que afecte a la universidad o las ganancias de sus donantes. Apoyar los derechos laborales, abogar por la adopción de políticas socialistas, creer en la evolución, abogar en contra de la esclavitud, o informar al público acerca de las consecuencias tóxicas de los gases que se emanan al fundir cobre, podían implicar un despido instantáneo. Thorstein Veblen incluso reconoció la existencia de una lista negra tácita entre los académicos:
La lista negra académica es tan bien entendida, y la lealtad de los hombres académicos comunes es tan sensible y confiable, que muy pocos de ellos se atreverían a decir abiertamente algo bueno acerca de alguno de sus colegas que hubiese caído ante el disgusto de algún ejecutivo.
Con la titularidad y el financiamiento público, los investigadores podían hablar libremente y concentrarse en los temas que no eran propuestas de corto plazo, basadas en los consumidores y orientadas a los negocios.
Se podían desarrollar avances que no tuvieran un potencial lucrativo inmediato, sin una necesidad constante de publicar o morir. En la postguerra, la inversión del gobierno en la academia y la investigación llevó a muchos de los descubrimientos innovadores que hoy damos por sentado. Lo que muchos han relacionado a los avances de la revolución digital, desde el internet y el GPS a la secuenciación de ADN que se encuentra en las patentes Axel, fueron alguna vez proyectos a gran escala, financiados por el gobierno, desarrollados en campus universitarios décadas antes de que siquiera fuera concebida el Acta Bayh-Dole.
A pesar de las afirmaciones de quienes apoyan el Acta Bayh-Dole, esos inventos no se quedaron pudriéndose en las estanterías.
(*) Escritor especializado en derechos de propiedad, prisiones privadas, y mercados de cocaína. El presente artículo consiste en una traducción autorizada del original publicado en Jacobin. La traducción fue realizada por Pablo Contreras Kallens (Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile).
Fuente: Red Seca