por Juan Pablo Cárdenas S.
Sebastián Piñera tuvo que pagar un alto precio en su imagen pública por el “gustito” de llevar a sus hijos a su visita de estado a China y Corea del Sur.
Finalmente, no ha podido liberarse de la convicción que existe respecto de que sus herederos aprovecharon su viaje para establecer buenas relaciones de negocios con el Asia, después de haber creado recientemente una empresa con tal propósito.
“De tal palo tal astilla” dice la gente al recordar la trayectoria del actual Presidente en estas materias, cuando todas sus funciones públicas de alguna forma han favorecido su propósito de convertirse en uno de los multimillonarios del país, pese a las triquiñuelas de aquel fideicomiso ciego que discurrió en un momento para disimular el que ha sido su afán dilecto: atesorar bienes en esta tierra, contar con los recursos necesarios para escalar en la política y, ahora, asegurarle el porvenir a sus hijos, nietos, bisnietos y algunos amigos.
Sin embargo, aunque sus detractores lo critiquen, lo cierto es que el Jefe de Estado cuenta con la complicidad general de la clase política. No es solo él que se ha enriquecido durante el ejercicio de sus cargos públicos. Los hay prácticamente de todos los colores políticos, salvo algunas excepciones muy honrosas o la de quienes ya habían logrado este objetivo durante la Dictadura o, incluso, antes.
Por lo mismo es que para La Moneda y el Parlamento es tan difícil legislar contra el nepotismo y el tráfico de influencias.
Un cínico personaje me reconocía hace algunos años que el poder no tenía ningún sentido si no se lo ejercía constantemente y se le aseguraba a sus familias un sustento suficiente como para compensar las ausencias filiales de quienes ejercen los altos cargos públicos.
Un sentimiento, por cierto, que tiene muy a maltraer a la mayoría de las democracias del mundo y que lleva a los ciudadanos a desistir de esa idea de Churchill en cuanto a que hasta las malas democracias son siempre preferibles a las dictaduras. Al mismo tiempo que aceptar, aunque sea a regañadientes, la sentencia de aquel corrupto líder sindical mexicano: “un político pobre es un pobre político”.
Los fueros que hasta hoy favorecen a las autoridades es una de las más importantes prerrogativas del poder para escapar o dilatar la acción de los Tribunales de Justicia. Incluso en la certeza de que un parlamentario haya cometido un serio delito común, las policías están obligadas a considerar su rango y esperar si éste es desaforado finalmente para poder someterlo a proceso y condenarlo. Un privilegio que resguarda a la clase política en su “privacidad”, aunque en el periodismo se nos haya enseñado que “la vida privada de los personajes públicos debe ser necesariamente pública” y develada por los medios de comunicación si ello conviene al interés nacional.
En virtud de lo anterior es que hay no pocos mandatarios de todo el mundo que se han visto acorralados por la prensa y obligados a abandonar sus cargos, como hoy se intenta con las denuncias en pro de la destitución de un desquiciado como Donald Trump. En Chile, sin embargo, ya vemos cómo uno y otro imputado político consigue finalmente su sobreseimiento, aunque sea recurriendo a la prescripción de sus delitos. Lo que demuestra que es cuestión de contar con buenos abogados procesalistas y jueces dóciles para alargar eternamente los juicios con tal propósito.
Así también se puede explicar que un diputado de la República choque con su automóvil y atropelle a una persona para, enseguida, huir del lugar y evitar el agravante de conducir en estado de intemperancia alcohólica. Así como años antes, otro parlamentario lograra también salvar a su hijo de una condena por manejar ebrio y matar a un transeúnte.
Dilaciones procesales y lenidades judiciales que hacen al hijo de la ex mandataria Bachelet estar seguro que resultará impune de las múltiples denuncias que se le han hecho por tráfico de influencias y fraude al Fisco. Con el descaro añadido de criticar públicamente a Piñera por haber llevado a sus hijos a su última gira presidencial.
Desde siempre, hay que reconocerlo, la carrera judicial está altamente condicionada por la posibilidad de que los jueces tengan “buenos contactos” en La Moneda o el Parlamento, instancias donde se “negocian” sus ascensos entre los distintos sectores políticos.
La falta de independencia del Poder Judicial, en este sentido, así como la inexistente autonomía presupuestaria de nuestra jurisprudencia, explican buena parte de estas impunidades y, ahora, que sean los propios magistrados los que buscan también enriquecerse con coimas y favores de los empresarios y políticos que son investigados por el Ministerio Público.
Como lo indican esas denuncias concretas, como se sabe, en la Sexta Región del país, pero que se supone pueden estallar en todo el país y muy especialmente en las notarías, cuyos titulares son nombrados por los jueces en connivencia con los caudillos locales y regionales.
La misma discusión que se ha abierto, ahora, para el nombramiento de una nueva integrante de la Corte Suprema ha develado en estos días cómo los que llegan al máximo tribunal solo por excepción pueden exhibir nada más que los méritos profesionales para desempeñarse en dichas funciones.
Ya hemos señalado antes cómo los jueces cómplices de los crímenes de Pinochet lograron mantenerse en sus funciones por otros largos años, en la certeza que muchos políticos tenían de que era preferible entenderse con los jueces corruptos y abyectos que arriesgarse a renovar nuestros tribunales con integrantes idóneos e independientes.
De esta manera, parece muy difícil que quienes tienen que legislar puedan acordar leyes para otorgarles independencia a los jueces y terminar con las prebendas que actualmente tienen como “representantes” del pueblo. A ello debemos agregar la legitimidad que surge de aquellas acciones de resistencia ciudadana para evadir el cumplimiento de las leyes.
Para negarse a pagar, por ejemplo, las tarifas de la locomoción colectiva o de la electricidad, burlar las leyes del tránsito y buscar el enriquecimiento rápido y fácil con el tráfico de drogas, los asaltos y otras prácticas que nos han llevado a constituirnos en un país peligroso y acosado por el miedo.
¿Por qué no robar y delinquir cuando lo hacen con desparpajo los gobernantes, los militares y las policías, los jueces y hasta los sacerdotes y pastores?