Por Danilo Billiard
En este artículo, me propongo realizar un análisis comparativo entre el concepto de clase media acuñado por la visión de mundo capitalista y la práctica democrática vinculada al ejercicio del sufragio, verificando su consustancialidad.
Nos referiremos al litigio por los nombres: las palabras correctas e ideológicamente autorizadas, y la posibilidad de su subversión desnaturalizante. Trátase de cómo la lengua neoliberal ha logrado consolidar una articulación de sentido sobre la base de la responsabilidad moral con las prácticas que le son afines y el sentimiento de culpa y/o deuda ante la transgresión, lo que es posible de apreciar en los supuestos que sedimentan un orden de significados hegemónicos y que aquí pondremos en tensión.
Lo que sostenemos, en definitiva, es que las ficciones simbólicas no son un punto de apoyo auxiliar para la eficacia económica sino que son éstas su misma condición. El capitalismo se torna lenguaje porque allí radica el sustrato que lo instituye y despliega, y no es factible de separar de la esfera productiva (como pretendió la modernidad), es decir su dimensión cognitiva no se reduciría a ser un mero aparato justificativo sino que, antes bien, constituye el espesor de su fuerza motriz.
Un estudio del Instituto Libertad y Desarrollo nos anuncia que la clase media en nuestro país, durante los últimos 25 años, creció 40 puntos porcentuales, lo cual equivale a 11,3 millones de personas y más del 60% de los habitantes del país.
Esto garantiza que el modelo facilita la movilidad ascendente, lo que estará determinado por el crecimiento económico y contribuirá al desarrollo económico del país. Un aspecto interesante del estudio es que se utiliza el criterio (o estándar) del Banco Mundial, “es decir, usa como margen a todas las personas que viven con entre US$ 10 y US$ 50 dólares –de poder de compra– al día”[1].
Digamos que lo relevante de este anuncio es que el concepto de clase media comporta una serie de definiciones que han sido objeto de arduas polémicas en el último tiempo. Examinemos un primer enunciado.
Las opiniones críticas sostienen que difícilmente una persona que obtiene un salario mensual de 195 o 250 mil pesos pueda considerársele de clase media, sin embargo este tipo de clasificaciones tienen como finalidad constituir un orden simbólico que dote de estabilidad a la economía capitalista, cuya única posibilidad de desarrollo es sobre la base de la concentración de la riqueza y sus efectos de precarización en la población.
Es decir, no se trata de una “falsa conciencia”, engaño o “posverdad” (como le han dado ahora por llamar), sino que el modo en que se inteligibiliza una cierta condición material y que instituye un orden de significados.
Si clase media indica mérito individual para la movilidad social, es indiferente el nivel de carestía de la persona que se considera formando parte de la misma. Clase media, dicho de otro modo, es el signo de la ideología neoliberal, cuyos presupuestos son el individualismo posesivo, la naturalización de las desigualdades y el descrédito de la pobreza.
La lengua neoliberal ha desplegado una articulación de significados que nos proponen concebir la pobreza como ausencia de sacrificio de quien espera percibir beneficios por parte del Estado. De esta manera, y legitimados los preceptos ideológicos neoliberales, ser pobre es razón de vergüenza y descrédito, y la clase media una identidad orgullosamente asumida. Ya lo dijo el candidato de la derecha, el pago genera mayor compromiso y ello es parte de la “naturaleza humana”, la cual curiosamente coincide con el ideario capitalista.
Exactamente ocurre de la misma forma en nuestro sistema democrático representativo. El único modo de que un modelo elitista de democracia resulte verosímil, es que el voto sea transformado en un acto de fe y de consumo so pena de ser juzgado moralmente ante la decisión de abstenerse. Si el sufragio es la esencia de la democracia, como asegura el candidato de la centroizquierda, poco importa si el criterio hegemónico para escoger “en política” es analógico al mercado.
El problema de esta analogía, como nos lo dijera Macpherson (1977), es que si existe un lugar no democrático es el mercado, y ello explica que en vez de libre competencia, lo que tengamos sea un oligopolio político, y puesto que la concentración de la riqueza es correlativa a la concentración de los instrumentos de la gobernabilidad, ambas aparecen como dos registros de un mismo sustrato, que es la hegemonía de una visión de mundo que se pretende una ley natural.
Me parece que la distinción entre política y policía que nos propone Rancière es apropiada para referirse a estos problemas. Todo lo que acontece alrededor del proceso electoral, por más que se apele emotivamente a la conquista histórica del sufragio universal, está inscrito en la policía, no en la política. La política implica verificar qué significa la ciudadanía que se presupone, así como desidentificarnos del imaginario simbólico de “ser clase media”.
“Lo político es el encuentro de dos procesos heterogéneos. El primero es el del gobierno. Este consiste en organizar la reunión de los hombres en comunidad y su consentimiento, y descansa en la distribución jerárquica. A este proceso le daré el nombre de policía. El segundo es el de la Igualdad. Este consiste en el jugo de prácticas guiadas por la presuposición de la igualdad de cualquiera con cualquiera y la preocupación por verificarla. El nombre más apropiado para designar este juego es emancipación” (Rancière, 2006: p. 17).
Tal como para ser ciudadano se requiere legislar, privilegio que en nuestra democracia corresponde a una casta política (por lo demás, corrupta) que se pretende “al servicio de” cuando en realidad “se sirve de”, ser clase media no implica que materialmente se deje de ser pobre. Su significado obedece más bien al sentido moral asignado al sacrificio del individuo aislado que llamamos como meritocracia, allí donde se padece una violencia estructural que se burocratiza en el régimen del trabajo.
Lo dijimos anteriormente, el menesteroso es aquel que –por falta de esfuerzo o por devenir natural– espera los beneficios del Estado y la solidaridad salvífica de las personas de buen corazón, motivo siempre de vergüenza para el individuo esforzado que carga consigo la culpa moral de la deuda financiera y cívica; shuld, palabra alemana que, como nos dijera Nietzsche, se traduce en ambos términos, y que expresa la relación entre un acreedor y un deudor, un comprador y un vendedor, y es por eso que “el delincuente es un deudor que no sólo no devuelve las ventajas y anticipos que se le dieron, sino que incluso atenta contra su acreedor” (Nietzsche, 1972: p.93).
De esto se sigue que la morosidad financiera, como la abstención electoral, sean impugnadas bajo el mismo registro moral.
Permítaseme una digresión: como lo hemos visto en nuestra tristemente célebre escena política nacional, lo importante de la gratuidad en la educación no es tanto quien se beneficia de ella (los miles de jóvenes anónimos), sino que sobre todo quien la entrega (el legado de Bachelet, la promesa salvífica de Piñera), porque es a quien, en efecto, se le debe gratitud ¿la gratitud por un derecho? Allí, independiente de si la gratuidad de voucher beneficia a todos o a unos pocos, se conserva también el sentido asistencial, que se distancia del derecho pues éste contiene un carácter legislativo (el derecho a legislar sobre el gobierno de la ciudad). Entonces, el derecho a la educación es poder participar de su legislación, sin mediaciones financieras[2].
De tal manera, y siguiendo a Rancière, subjetivamente existiría menos pobreza (así como derecho a la educación), porque los mismos pobres (los pobres del campo y la ciudad) de hace 40 años hoy son llamados clase media, y “desde entonces han perdido ese nombre que depende de la subjetivación política para retener su único nombre ‘objetivo’, es decir identitario.
Este otro que no tiene otro nombre se vuelve entonces puro objeto de odio y de rechazo” (Rancière, 2006: p. 25). Expuesto de otra manera, el consumidor es el ciudadano del neoliberalismo, y se reconoce al interior de esas prácticas, guiado por el deber de escoger lo que exhibe el escaparate.
Concluyamos con la problematización de lo que reconocemos como democracia y como clase media. Si esencialmente la democracia es asumida como el ejercicio del sufragio, y el progreso económico neoliberal implica el imaginario de clase media tal como lo definimos en los párrafos anteriores, estamos ante un desajuste. Una de las explicaciones que algunos analistas han atribuido a los altos niveles de abstención electoral, es que sería una característica de las sociedades que avanzan hacia el desarrollo económico.
¿Qué supone entonces el fortalecimiento de la democracia, que debiese ser correlativo al desarrollo económico de la sociedad? La relación entre estas variables es justamente la aporía política que trae consigo el neoliberalismo, en gran medida por lo que hemos expuesto. Involucrarse políticamente implica una relación con otros, perdurable en el tiempo que adquiera la forma de un proyecto colectivo.
La lógica neoliberal de mercado es distinta, y autoriza la legitimidad del individualismo posesivo precisamente como motor del desarrollo económico. Solo en la medida que se participe electoralmente, y que el criterio sea el de un consumidor de mercaderías políticas inscrito en la clase media de la lengua neoliberal, tiene sentido esta democracia elitista y es verosímil el argumento de que la abstención electoral es un fenómeno de los países que avanzan hacia el desarrollo.
Desde luego que la conclusión es a la inversa de cómo la imaginó el marxismo ortodoxo. Tal vez ejercitándonos en formas de participación política articuladas que no se reduzcan al acto paradigmático del voto (a esa deuda cívica que deviene en el sacramento de una religión civil llamada democracia representativa), y que desafíen el orden de policía o, de otro modo, se constituyan contrahegemónicamente, podamos acercarnos hacia la lógica socialista de “socialización de los medios de producción”, que será el resultado de una sociedad comunista (y puesto que, al decir de Esposito, la comunidad no es la afirmación de lo propio sino que un don recíproco y gratuito), en la que como consideraba un joven y olvidado Marx (nos recuerda Abensour), no cabe un Estado.
Fuente: Red Seca
[1] http://lyd.org/centro-de-prensa/noticias/2017/12/clase-media-crecio-desde-237-643-la-poblacion-25-anos/
[2] El estudiante accede gratuitamente a un servicio que considera un instrumento para sus fines individuales. Por eso, la gratuidad no puede reducirse a ser una beca; debe ser condición de posibilidad para impulsar el compromiso con el conocimiento, que supone legislar sobre la educación, y allí el conflicto adquiere otras dimensiones.