El “triángulo de las bermudas” configurado por el efecto PENTA, SQM y CAVAL no sólo ha profundizado y consolidado la tesis de la crisis, sino también ha encendido las alarmas. Las últimas semanas hemos escuchado opiniones de todo tipo: “la gente no nos cree”, “hay que recuperar las confianzas”, “es una situación terminal”, “es un escenario complejo”, “esto no da para más”, etc. De modo paralelo el fantasma del populismo, de los liderazgos caudillistas e incluso de una potencial regresión autoritaria, ha comenzado a preocupar a todos aquéllos interesados en que la democracia liberal clásica y representativa siga funcionando.
Los buenos diagnósticos son fundamentales para una solución efectiva. Por ello, decir que se trata de una “crisis de credibilidad” es mezquino y errado. Sin duda, es más profundo y complejo. Del mismo modo, hay que apuntar que todavía el sistema político tiene condiciones de gobernabilidad y la democracia goza en general de buena salud.
Mi diagnóstico afirma que la crisis es triple: de legitimidad, de participación y de representación.
En términos generales, la crisis de “legitimidad” se expresa en el desprestigio, en la falta de confianza y en la credibilidad; la crisis de “participación” se manifiesta en que la gente –los ciudadanos- no les interesa la política ni menos formar parte de su institucionalidad y la crisis de “representación” se expresa en que los políticos no tienen la capacidad de representar e intermediar intereses.
Desde los noventa, de modo silencioso y lento, se fue erosionando la legitimidad, debilitando la representación y desincentivando la participación.
La política siempre llegaba tarde. Frente a cada “coyuntura crítica” se tenía una respuesta desde las entrañas del sistema.
Así, fueron surgiendo leyes y reformas que tendían a corregir los “males” que iba apareciendo: la democratización de los municipios es la reforma política más relevante de la era Aylwin. Con Frei, la reforma más relevante es la ley de probidad de 1999.
Años después, nuevamente frente a una crisis de transparencia y corrupción surge el acuerdo Lagos-Longueira que viene –según dijeron- a modernizar el Estado y darle transparencia a la función pública.Así, surge en el 2003 la ley # 19.882, 19.884 y 19.885.
Finalmente, en el gobierno de Lagos se produce la reforma constitucional del 2005 que termina con los senadores designados y restituye el poder civil sobre el militar, al menos, a nivel formal. Son, sin duda, las reformas políticas más relevantes del período.
Con Bachelet 1.0 no se registran reformas políticas significativas; no obstante, también se constituyó una comisión para la probidad y la transparencia.
Con Piñera se produce una fuerte aceleración de las reformas políticas: primarias, elección directa de Cores y voto voluntario e inscripción automática.Desde Piñera no sólo legislan por la probidad y la transparencia, sino también ha llegado el momento de fomentar la participación ciudadana.
Con Bachelet 2.0, las reformas políticas forman parte de la agenda de modo significativo; no sólo está el compromiso político de una nueva Constitución, sino también se terminó con el binominal, se aprobó el voto de los chilenos en el exterior, ley de lobby y se avanza hacia una nueva forma de financiamiento de la política y a la elección directa de los Intendentes.
Del mismo modo, se avanza en una agenda de probidad y transparencia.
Vemos, por tanto, que desde los noventa frente a “coyunturas críticas” –principalmente, asociadas a casos de corrupción y tráfico de influencias- la élite política ha respondido con dos tipos de leyes: las que apuntan a darle mayor transparencia a la política y las que se vinculan con la participación.
Parece que nada funciona. Nada ha funcionado.
Y hoy, desde el gobierno se ha creado un consejo asesor –lleno de cuestionamientos-, desde los partidos y centros de estudio han surgido muchas iniciativas que buscan regular la relación entre dinero y política y el Congreso ha desempolvado algunos proyectos. Al mismo tiempo han surgido ideas y proyectos que se orientan a frenar la “caída libre” de la actividad. En este contexto, se inserta el re-impulso del referéndum revocatorio impulsado por Marco y la polémica que surge en torno al fuero parlamentario.
Resulta, evidente, observar que el único modo político para re-legitimar el sistema político, hacerlo participativo y restablecer el vínculo representado/representantes por medio de un nuevo pacto político: una nueva Constitución. Y, más aún, debe hacerse a través de una asamblea constituyente.
En este contexto, por tanto, la coyuntura que se abre con el “triángulo de las bermudas” genera condiciones políticas para avanzar en esa dirección. Independientemente del contenido, una asamblea constituyente permite:
a) Re-fundar el vínculo entre el “representado” y el “representante”. Esta refundación reduce la distancia entre la política y la sociedad y restituye las confianzas.
b) Fomenta y estimula la participación ciudadana.
c) Re-legitima la democracia, la política y sus actores.
d) Genera un vínculo emocional entre el ciudadano, la política y su ordenamiento institucional.
e) Restituye la credibilidad y la confianza.
Todo indica que se avanza inexorablemente hacia un nuevo pacto político. Ahora, que se haga por medio de una asamblea constituyente es asunto de la política, del poder y de la correlación de fuerzas. Si bien hay condiciones favorables, las alternativas son muchas; como también, los intereses en juego.