sábado, noviembre 23, 2024
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La Revolución Mexicana, el Movimiento Muralista y la Escritura de Alejo Carpentier

por Patricia Pérez P.

No se puede hablar hoy del arte del siglo XX sin hacer referencia a una corriente pictórica que encuentra sus raíces en el pasado de México y en su Revolución: el llamado movimiento “muralista”.[1]

Libre de modelos importados, esta expresión latinoamericana en la pintura nació de la necesidad de representar al hombre mexicano en su contexto, confiriéndole así una dimensión universal[2].

Resulta igualmente imposible estudiar la obra de Alejo Carpentier sin considerar la importancia que la Revolución Mexicana y el Muralismo adquirieron en su concepción del ser americano y su expresión creadora.

En un artículo llamado “La Révolution mexicaine”, publicado en Le Cahier en 1932, Carpentier ofrece un análisis detallado de las causas que originaron el estallido de esta revolución y sus consecuencias para el hermano país.

El autor cubano expone, con suma precisión, la situación en que se encontraba México a principios de siglo XX, a la vez que relata lo intentos fallidos por hacer justicia al indio durante el gobierno de Benito Juárez, los sucesos del siglo XIX que dieron origen a la Revolución iniciada en 1910 y la nefasta presencia de Porfirio Díaz durante treinta años en el poder, aquel hombre que aun siendo mestizo de origen zapoteca “siempre quiso ignorar a los indios” [3].

Y agrega Carpentier sobre las circunstancias del indio mexicano y el campesinado de la nación:

«En el estado de Chihuahua, el general Terrazas poseía una hacienda de 6 000 000 de hectáreas. Mister Hearst, el emperador de la prensa amarilla norteamericana, poseía 507 000. La Mexicain Western Railroad Co., 988 757. En la Península de Yucatán — relativamente pequeña — la Land and Lumber Co. tenía 518 000. La práctica insensata del latifundio había llegado a crear esta situación absolutamente insólita en la historia de un país; en 1910, la totalidad del territorio mexicano estaba dividido en 834 haciendas, que correspondían solamente a 11.000 propietarios para una nación de más de 14 millones de habitantes». [4]

Esta situación que convertía en esclavos al campesino y al indio mexicano eternamente endeudados por el sistema de la tienda de raya, a la que se sumó la séptima reelección de Porfirio Díaz en junio de 1910, propició el estallido revolucionario.

Una vez terminada la contienda, Álvaro Obregón accedió al poder y redujo en un cuarenta por ciento el ejército y el presupuesto militar, al tiempo que inició cambios que marcaron una evolución social y cultural en el país mesoamericano.

Su entonces ministro de educación y notable humanista, José Vasconcelos, decidió brindar los muros de algunas construcciones de la capital a los notables pintores Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo y Jean Charlot, entre otros, para que realizaran frescos con fines culturales con marcado cariz didáctico.

Cabe señalar que José Vasconcelos, quien había formado parte de un grupo de jóvenes que se oponían al positivismo de los llamados Científicos durante la dictadura de Porfirio Díaz, tal como lo hicieran Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña, vio pronto que su idea inicial de un arte decorativo y rebuscado — gran paradoja — que repitiera quizás los gastados modelos burgueses ya existentes y europeos en su mayoría, no coincidía con los propósitos ni con las realizaciones plásticas de estos pintores nuevos, que comenzaban a andar por caminos no imaginados antes, con una expresión mucho más auténtica y concentrada en la mexicanidad.

Este arte naciente no tardó entonces en convertirse en un modo de expresión para el pueblo (entiéndase la gente más humilde de la población mexicana) y en un arma de denuncia social.

En adelante abordaremos las principales influencias de las que se nutrió el Muralismo mexicano y las diferentes temáticas que podemos descubrir en las obras de sus tres figuras más representativas, antes de recordar los lazos que unen la escritura de Alejo Carpentier con la nación mexicana, su Revolución y el movimiento muralista.

Herencias múltiples del Muralismo

La mayor influencia artística de este movimiento se encuentra en los trabajos del entonces olvidado pintor, grabador y caricaturista José María Guadalupe Posada (Aguascalientes 1852-1913), quien dejó a los jóvenes pintores un ejemplo de lo que es la expresión de lo mexicano en el arte y una forma nueva de establecer la relación del hombre con el entorno sociopolítico de la época.

Muchas de las ilustraciones de Posada — contrarias a las reglas establecidas por la pintura académica mexicana — se publicaron en revistas como El Jocote y en periódicos satíricos como Argos, Patria, El ahuizote o El hijo del Ahuizote, en las que reflejaba las principales características de una sociedad en crisis, pero también escenas de la vida cotidiana, las creencias y símbolos populares, y caricaturizaba a personajes representativos de las diversas categorías sociales (revolucionarios, bandoleros, políticos, damas elegantes, charros, etc.), como las indias llamadas “garbanceras” (mestizas o ladinas vendedoras de garbazos) quienes querían ser como sus patronas, españolas o gachupinas.

La representación de la calavera alegre (garbancera o sandunguera, apodada luego Catrina), tan presente en la mayoría de sus caricaturas, sigue siendo un símbolo, una metonimia de México que los muralistas supieron retomar y perpetuar en muchos de sus frescos, como en Los dioses del mundo moderno, de Orozco y en Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, de Rivera.

De gran importancia fueron además los trabajos del Dr. Atl (seudónimo del pintor Gerardo Murillo) y la estancia en Europa de David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera, decisiva para el proyecto fundador del Muralismo.

Esta experiencia les permitió analizar y admirar las obras de la etapa prerrenacentista y renacentista italiana (siglos XIII al XV), nutriéndose de su calidad estética, de su expresión narrativa y didáctica (como en la obra de Giotto) y de la unión indisoluble entre arquitectura y pintura, ejemplos estos que la mayoría de los muralistas siguieron en sus realizaciones posteriores.

El arte figurativo de Paul Cézanne también atrajo su atención, pues concordaba mejor con sus propósitos de pintar para poder ser comprendidos por el gran público al cual se destinarían sus composiciones. En 1919 estos pintores reflexionaban ya sobre el empleo de dichas técnicas para utilizarlas como una manifestación independiente del pensamiento dominante y como mímesis de la realidad de los años que siguieron a la Revolución.

José Clemente Orozco, por su parte, aunque no viajó nunca a Europa, cursó estudios superiores en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Escuela Nacional de Bellas Artes.
Orozco participó más tarde en la contienda revolucionaria e imprimió en sus futuras obras muchas de sus propias vivencias.

La pintura mural mexicana, cuyo soporte ha sido uno de los más usuales en la historia del arte, encontró también sus raíces en el pasado precortesiano, convertido por los muralistas en arte de referencia si consideramos la influencia que ejercieron en ellos los códices y pirámides mayas y aztecas, el estilo danzante de frescos que sobrevivieron a la Conquista como los de Bonampak (que Rivera actualiza en sus murales), los frescos de los dioses teotihuacanos, las estelas de Yaxchilán y el arte tequitqui (manifestaciones artísticas realizadas por indígenas después del siglo XVI), por solo citar algunos ejemplos.

Esta labor nueva fue también el resultado de una crisis cultural que venía gestándose desde antes de la Revolución, como lo demuestra el pensamiento de la Generación del Ateneo y el influjo de la de 1915, cuyas ideas se apartaron de la valoración desmesurada de las corrientes pictóricas extranjeras, esencialmente francesas (el arte pompier), harto apoyadas y exaltadas durante el largo perígobierno de Porfirio Díaz.

La representación de la nación y otras temáticas

En 1921 ve la luz el Primer Manifiesto del Movimiento Muralista elaborado por Rivera y Siqueiros, publicado en la revista Vida Americana (Barcelona), cuyo colofón fue el “Segundo Manifiesto” de 1922, el cual lleva la firma de la mayoría de los artistas, incluso la de José Clemente Orozco, quien ideológicamente se alejaba del marxismo de sus coetáneos, a pesar de haber participado en la Revolución en la región de Orizaba.

En estos documentos se reivindica la creación de un arte colectivo que pone en un primer plano a la reciente nación mexicana y al pueblo como su mayor y principal preocupación, condenando a la vez el arte de caballete por considerado como aristocrático. Así el material fundamental y el más representado por los muralistas fue, como lo señalara Rivera, « las masas en acción ».

De esta manera, el contexto histórico en que se produjeron sus obras y el de la naciente revolución se ven reflejados en gran cantidad de murales (El entierro del obrero sacrificado, de Siqueiros, 1922-1924; La huelga y Los aristócratas, de Orozco, 1923-1924; Liberación del peón, de Diego Rivera, 1931), aunque se retoman igualmente escenas de la edad de oro precolonial.

Ese pasado se refleja de forma más o menos similar en los cuadros de todos los muralistas mexicanos, sobre todo en los de Diego Rivera, donde el indio deja de ser un ente aparte o relegado de la vida de la sociedad mexicana, aunque en algunos casos se lanza una mirada crítica a dicho pasado, tal y como lo hace José Clemente Orozco en Darmouth College donde representa la práctica de los sacrificios humanos en las pirámides aztecas.

El indio se alza como la figura más representativa de una historia que los muralistas invitan a conocer a través de este arte innovador con marcado fondo social, destinado esencialmente a los más explotados y marginados por una élite que no se alejó nunca del poder, incluso después de la Revolución.

Si estas representaciones se vieron influenciadas en un principio por el arte renacentista italiano (La Creación, de Rivera, 1922-1923, en la antigua Escuela Nacional Preparatoria; Maternidad, de Orozco, 1923-1924, en el antiguo Colegio San Ildefonso), poco a poco el indio, el obrero, el campesino y el soldado se convirtieron en iconos que podemos encontrar en la mayoría de los murales.

A estos héroes anónimos se agregan las figuras más importantes del pasado como Cuauhtémoc (Cuauhtémoc redivivo y La Resurrección, de David. A. Siqueiros, 1951), Moctezuma, el dios Quetzalcóatl (La llegada Quetzalcóatl, de Orozco, 1932-1934) u otras figuras de la lucha de clases como José María Morelos, el padre Guadalupe Hidalgo, Emiliano Zapata, Lenin o Karl Marx, quienes pasan a la categoría del mito o a la de héroes, a la manera de Patria y Libertad de José Martí o del Canto General de Pablo Neruda; otras se colocan en el lado opuesto como arquetipos de los destructores de la nación mexicana (Cortés y la Malinche, de Orozco, en el Colegio San Ildefonso, 1923-1926; La llegada de Cortés a Veracruz, de Rivera en el Palacio Nacional, 1951) o de la humanidad, que cada pintor representa con su forma propia.

Esta labor gigantesca fue posible gracias a una búsqueda constante, a la vez artística y filosófica, fundada en investigaciones etnológicas, arqueológicas y sociales acerca del universo mexicano y mesoamericano, pero también del continente latinoamericano y del contexto histórico mundial.

Para los muralistas representar al pueblo equivalía a dar una versión diferente de la Historia “oficial”, por lo que construir una imagen nueva del pasado y del presente se imponía como una necesidad frente a ciertos discursos anteriores de artistas y pintores que respondían a los intereses de los gobernantes.

En los murales sobresale esencialmente el oprobio que se vivió durante la Conquista de México y en los largos años de dictadura de Díaz, así como escenas de la época revolucionaria con todo su significado trágico.

La época colonial es la menos representada en sus realizaciones.

Los muralistas pusieron además particular interés por los movimientos independentistas del siglo XIX, pródromos de la Revolución, en los que las ideas de José María Morelos y del padre Miguel Hidalgo fueron traicionadas por los criollos dirigidos por Agustín de Iturbide, representado por Rivera en el Palacio Nacional y en el hoy destruido Hotel del Prado, quienes en 1821 se apropiaron de una independencia de España en su propio beneficio, haciendo caso omiso de los principales objetivos del Grito de Dolores.

La pérdida de más de la mitad del territorio mexicano perpetrada por otro criollo, el General Antonio López de Santa Anna — quien tomara once veces el poder —, para ponerla en manos de los Estados Unidos de América mediante el Tratado de Guadalupe Hidalgo en 1848, fue también reflejada por Diego Rivera en las paredes del Palacio Nacional de México (Epopeya del pueblo mexicano, 1929-1935).

El intento más loable de hacerles justicia a los más explotados, llevado a cabo por el gobierno de Benito Juárez, fue representado a la vez por Orozco, Siqueiros y Rivera. En sus murales Juárez aparece como el arquetipo del Libertador, a pesar de que la distribución de las tierras durante el período Reformista no favoreció a los más excluidos, como se podría haber esperado, aun cuando se anularon los beneficios de los que gozaba la iglesia católica.

Las esperanzas de « los de abajo » durante todo el período histórico que precede al muralismo encontraron su principal defensor en la figura de Emiliano Zapata quien, con la elaboración del Plan de Ayala, en 1911, intentó devolver la dignidad al indio y al campesino mexicanos, redistribuyéndoles las tierras que otrora les pertenecieron, según el modelo de la época prehispánica llamado calpulli.

Esta figura que Rivera pone de realce (generalmente encima de su caballo) en muchos de sus murales aparece en la capilla de Chapingo (Sangre de los mártires revolucionarios fertilizando la tierra, 1927), en el Palacio de Cortés en Cuernavaca, en la antigua Escuela Nacional Preparatoria y en las paredes del Palacio Nacional (panel N°5) donde también vemos un detalle del Plan de Ayala al lado del retrato de este prócer.

Algunos murales, sobre todo los de Orozco, caricaturizan a una franja adinerada, pero no menos importante para conocer la realidad de la sociedad mexicana: la burguesía terrateniente (La basura social o Los aristócratas, de Orozco,1923-1926; el Retrato de la burguesía, de Siqueiros, 1939-1940; La cena del capitalista, La orgía o La noche de los ricos, de Rivera; 1923-1928), dejándonos así la imagen grotesca de una verdad histórica ineludible, denunciada por su carácter violento para el pueblo mexicano.

Los principales males de la época aparecen representados en la mayoría de los murales: la prostitución, las huelgas, la falta de acceso a la enseñanza, la hipocresía de la iglesia católica, la muerte inútil de los soldados en las guerras, la enajenación y deshumanización de los obreros en las fábricas. Pero no por ello podemos reducir la labor de los muralistas a la expresión de estos temas de origen sociopolítico.

Si bien su arte tuvo la ambición de servir a México, estos artistas se apoyaron, como lo señala Monique Plâa en Aspects du muralisme mexicain, tanto en la identidad nacional como en la modernidad internacional[5].

Algunos frescos demuestran singular interés por la antropología y por la historia de México antes de la conquista.

Si una de las civilizaciones más representadas (por Rivera, por ejemplo) fue la de los aztecas, también aparecen otras menos comentadas por los españoles en sus Relaciones como los toltecas, totonacos y huastecas, la civilización mixteca y la tlaxcalteca (mural norte del Palacio Nacional de México), con sus costumbres, sus tradiciones y formas de vida, su comercio e intercambio, sus hábitos culinarios, sus cultivos esenciales como el maíz o el cacao, sus métodos de trabajar la madera y el oro (el método de la cera perdida de los mixtecas), su escritura, sin pasar por alto sus ritos (Antiguo sacrificio Humano, de Orozco, en Darmouth College, 1932-1934), sus creencias (La profecía de Quetzalcóatl, de Rivera, Palacio Nacional, 1929-1935) y sus formas de escritura, devolviéndoles así el protagonismo que les pertenece en la Historia.

Los muralistas demostraron gran predilección por los avances tecnológicos y científicos de su época en murales cuyos títulos son elocuentes: Apología de la futura victoria de la ciencia médica contra el cáncer, de Siqueiros (vestíbulo del Pabellón de Oncología, Centro Médico, D.F, 1958); La historia de la medicina (Instituto mexicano de Seguro Social, 1953-1954) y La Historia de la cardiología (Instituto de Cardiología de México, 1946), ambos de Rivera, y la Alegoría de la ciencia, el trabajo y el arte (Escuela de Investigaciones Sociales de Nueva York, 1930), de Orozco.

Algunas obras confieren un alto valor estético al folclor nacional, a las fiestas típicas, a la artesanía, a las creencias y costumbres mexicanas en general; otras desarrollan temas mitológicos como el Prometeo de Orozco, en Pomona College (1930). Ciertos frescos realizados fuera de las fronteras mexicanas imponen una visión continental, como Muerte al invasor (Escuela de México, Chile, 1940-1942), de David Alfaro Siqueiros, donde se exalta a figuras heroicas de la dimensión de O’Higgins, Luis Emilo Recabarren o Lautaro.

Otros denuncian hechos que sobrepasan las fronteras nacionales, como el cuadro tantos años perdido Gloriosa Victoria, de Diego Rivera, en el que se pone de realce la llamada Operación Éxito en Guatemala, intervención militar de la CIA durante el gobierno de Jacobo Arbenz, o el desaparecido Pesadilla de guerra, sueño de paz (1952), que representa la paz entre los Estados Unidos y la entonces Unión Soviética.

También se refleja en algunos frescos la realidad de obreros o campesinos de los Estados Unidos (Anglo-América de Orozco, Darmouth College; 1932-1934; la Alegoría de California de Rivera, Pacific Stock Exchange de San Francisco, 1931); otros ofrecen una visión universal del hombre, como La mesa de la fraternidad de Orozco (New School for Social, Nueva York, 1930), La Marcha de la Humanidad de Siqueiros (Polyforum, México, 1964) o El Hombre controlador del Universo, de Rivera (Palacio de Bellas Artes, México, 1934).

Todo este trabajo extraordinario que abarcó tres décadas provoca aun hoy la ruptura de la indiferencia, tanto en América como en el resto del mundo, gracias al deseo de estos pintores de dejar constancia en expresiones artísticas de realidades que no se sometieron a las prerrogativas del poder, por la visión de futuro que se desprende de muchos de sus murales, por la utilización de técnicas innovadoras (montajes sintéticos, efectos brillantes, el uso de la fotografía, tableros independientes al fresco con armazón de cemento y acero en el caso de Rivera.…) y por el diálogo que estos creadores establecieron con otros intelectuales y artistas del mundo

No es extraño entonces que luego de haber conocido México en 1926 y de haber presenciado una parte de esta producción artística monumental, Alejo Carpentier haya dejado constancia de ello en su obra periodística y literaria.

México, su Revolución y el Muralismo en la obra de Alejo Carpentier

En seis años de colaboraciones periodísticas, tanto en La Habana como en París, Alejo Carpentier había publicado varios artículos sobre Diego Rivera, José Clemente Orozco, la Revolución mexicana y el renacimiento de la pintura al fresco en México[6]. En una de sus entrevistas, realizada por Manuel Osorio, recuerda el autor:

«Invitado a México por el novelista Juan de Dios Bojórquez, conocí a Diego Rivera y trabé amistad inmediatamente con él y con José Clemente Orozco. En ese México de 1926, que aún mostraba las huellas de la Revolución, pasaba noches enteras conversando con Diego Rivera, y veía la obra de José Clemente Orozco crecer en los muros, “arrebatados a la burguesía”. […]. En América esta obra era absolutamente nueva. ¿Por qué? ¡Qué pintura, que mal imitaba la pintura académica europea (aparte de las excepciones, desde luego), se hacía en América Latina cuando apareció Diego Rivera! Diego Rivera nos planteaba a todos un problema de conciencia: la verdad, ¿es ésta o la que hay allá?» [7]

La deuda de Alejo Carpentier con México se advierte fácilmente en la importancia que adquirieron su historia, su geografía, sus mitos y su gente, en los posteriores artículos y novelas del autor. Ejemplo de ello son sus novelas Concierto Barroco, El recurso del método o sus crónicas en El Nacional de Caracas dedicadas a “Monte Albán”, a los estudios del americanista “Paul Rivet y los mayas”, a “El mágico lugar de Teotihuacán”, y a “La asombrosa Mitla” donde se siente además la influencia de las crónicas y apuntes de viaje de José Martí.

El país mesoamericano es, en la escritura del cubano, un punto de referencia para concebir la identidad latinoamericana en su relación con la alteridad, afirmando una especificidad continental que se refleja en la expresión de su diferencia. En las líneas siguientes trataremos de apoyar esta afirmación a través de dos ejemplos que encontramos en Los pasos perdidos y en La consagración de la primavera, obras que, aunque escritas en dos momentos diferentes de la producción literaria del autor, mantienen un estrecho vínculo con el movimiento muralista y la Revolución de 1910.

En Los pasos perdidos, novela publicada en México en 1953, el narrador omnisciente e innominado parte de una ciudad occidental para ir en busca de instrumentos de música primitivos que se encuentran en la Amazonia. En la antesala de la selva, en una suerte de alargamiento narrativo destinado a atraer la atención del lector, el yo-narrador interrumpe su recuento anterior para detenerse en los recuerdos que acuden a su mente al escuchar la Novena Sinfonía, transmitida por la radio local.

Con ella viaja a los recuerdos de su niñez, al de su primer amor, al de su padre y de su madre y a otro menos grato que le viene de su primer viaje a Europa. Este último comprende la ascensión del nazifascismo y evoca páginas de la Guerra Civil española [8] y de sus propias vivencias como intérprete militar durante la Segunda Guerra Mundial.

El final de dicha guerra, descrito con fuerte detallismo por el narrador omnisciente, nos transmite su visión de una Europa en ruinas que mucho se aleja de aquella que le describiera su padre en la infancia. La mirada violenta del horror que se desató y que el narrador descubre con estupor en los campos de exterminio, se resumen en el sintagma “La Mansión del Calofrío”.

La descripción de su sorpresa en medio de aquel fresco del Mal, servirá sin embargo de punto de referencia comparativo entre el aquí deíctico que lo ubica en el continente europeo que describe y el allá-americano idealizado que añora:

«De niño me habían aterrorizado las historias que entonces corrían acerca de las atrocidades cometidas por Pancho Villa […]. Pero luego de haberme visto en la Mansión del Calofrío, en este campo imaginado, creado, organizado por gente que sabía de tantas nobles cosas, los disparos de los Charros de Oro, las ciudades tomadas a porfía, los trenes descarrilados entre cactos y chumberas, las balaceras en noches de mitote, me parecían alegres estampas de novela de aventura, llenas de sol de cabalgatas, de viriles alardes, de muertes limpias sobre el cuero sudado de las monturas, junto al rebozo de las soldaderas recién paridas a orillas del camino». (LPP, III, 9, p. 98)

En esta enumeración que alude a los hechos de la Revolución mexicana — metonimia del acá-americano —, el polo negativo intrínseco del campo léxico de la ‘guerra’ (atrocidades, disparos, balaceras, muertes) se invierte o desrealiza por la presencia de adjetivos (muertes ‘limpias’, ‘viriles’ alardes, ‘alegres’ estampas) cuya carga semántica contribuye a dar un valor axiológico positivo a la contienda del pueblo mexicano, a través de sus principales actores: Pancho Villa y sus Charros de Oro (que la tipografía en mayúsculas exalta en el texto ), la soldadera con su imagen materna y la naturaleza mexicana que sirvió de escenario a una revolución en que los trenes y el caballo (“monturas”, “cabalgatas”) jugaron un papel protagónico.

El plano léxico permite igualmente que nos situemos en el universo otrora habitado por los mexicas, si analizamos el origen nahua del vocablo “mitote” (según el Diccionario de la Real Academia Española) o la palabra “chumbera” (planta también llamada higo de México, nopal o higo de Barbaria) que designa la vegetación endémica que puebla en abundancia los paisajes mexicanos.

Toda esta visión estética de México y de su Revolución que nos ofrece el narrador se contrapone con la imagen de una “Europa de Beethoven” asociada inicialmente al conocimiento o a una ‘inteligencia’ cuyo núcleo de significación se vacía de todo su valor positivo para asociarse el crimen y a la peor de las barbaries.

México, suerte de país refugio [9] de América, su Revolución y el Muralismo, son también el eje central en la concepción de la alteridad y de la búsqueda de una identidad en el subcapítulo 5 de La consagración de la primavera.

«Convivían los días de un Calendario de piedra muy antigua y los días de los almanaques traídos por el cartero. Había un latente y siempre atractivo enfrentamiento – aunque muchos no lo viesen – entre una Cosmogonía de Cinco Soles y una Creación de siete jornadas… ¿Quiénes son, aquí, los dioses auténticos? ¿Los del Copal o los del Incienso? ¿Los que aquí les bajaron del cielo o los que le vinieron del mar, traídos de países remotos? ¿Los que, desde un principio, hablaron el idioma de los Hombres del Maíz, o los que nutridos de trigo y olivas, jamás quisieron aprender sus idiomas?» (p. 50)

La construcción antitética señalada por la conjunción disyuntiva indica en el monólogo interior de Enrique las dos concepciones del mundo que se contraponen sin confundirse, sin asimilarse, sin diluir su Yo en el espacio del Otro a través de la escritura. Una cultura despliega una estrategia de conservación ante el etnocentrismo de quienes intentaron imponer la suya a una civilización cuya cosmogonía no se basaba en un más-allá imaginado, sino en una maravillosa (o maravillada) percepción de la realidad circundante [10].

En este aquí/presente americano del texto, el hombre de ayer y el de hoy se dan la mano para salvaguardar una identidad que ha sobrevivido a los embates del tiempo, identidad de la cual Alejo Carpentier intenta dejarnos constancia gracias al acto de escritura, tal y como lo hiciera durante tres décadas el arte de los muralistas.

Así, moldea el lenguaje como una materia plástica para que viajemos con el narrador al “altiplano del Anáhuac” (p.48), con sus “montañas talladas por cinceles caídos del cielo” (que compara con los ready-made de Marcel Duchamp) y sus “magueyes” (p.49). al tiempo que nos dibuja con palabras, y a grandes trazos, los murales de Rivera y de Orozco:

«!Aquí, en estas gentes entregadas a guerras y fiestas, a danzas, trabajos, floralías, regocijos y ritos mortuorios, a quemas de judas, bogas de chinampas, marchas de agraristas, labranzas, combates, mascaradas, alboroto de mercados aún semejantes a los que Bernal Díaz hubiese descrito en sus memorias, volvía yo a hallar los perfiles hieráticos, alargados, jamás llevados a la sonrisa, de los caballeros águilas, príncipes astrónomos, escribas y sacerdotes que esculpidos permanecían, desde hacía siglos, en las salas de su museo, en tanto que las hembras nacidas de sus pinceles [los de Rivera y Orozco], con sus caras vaciadas, sus moldes inmutables, con las colas de caballo que les colgaban del colodrillo, eran iguales que las mujeres-esculturas que historiaban los Códices de la Conquista – con la tiesura arcaica del huipil; con el drapeado tridimensional de los rebozos; iguales a las mujeres- esculturas que conmigo se cruzaban, venidas de algún pueblo cercano, en las calles de la ciudad….» (p.52)

Durante su estancia en México, el narrador del subcapítulo 5 de La consagración de la primavera, doble ficcional del autor, describe las tradiciones locales y, sin nombrarlos, los murales de la Secretaría de Educación Pública que conforman en realidad el conjunto Visión política idílica del pueblo mexicano (1923-1928) y el ciclo México Prehispánico y Colonial (1929-1935 y 1941-1952):

“En el arsenal”, “En la trinchera”, “La danza de los Huichilobos”, “La danza de los listones”, “Reparto de la tierra”, “La fiesta del maíz”, “Festival de las flores”, “La ofrenda. Día de muertos”, “Día de muertos. Fiesta en la calle”, “La quema de Judas”, “México folclórico y turístico”, “El tianguis” y otros, de Diego Rivera.

También hace alusión a motivos que encontramos en “El antiguo mundo indígena”, “Cultura totonaca” y “El tianguis de Tlatelolco”, entre otros murales de Rivera del Palacio Nacional.

Frescos de la Secretaria de Educación Pública. México D. F.


La creación pictórica de los muralistas mexicanos redunda en importancia al insertarse en la obra de Alejo Carpentier, reflejo de una realidad inmediata que se detuvo en el tiempo para perpetuar la memoria histórica de un pueblo y de un continente y que perdura en la confluencia de estos dos lenguajes diferentes y complementarios.

El Muralismo, en tanto que expresión pionera del ser americano, fue entonces uno de los motores de la creación carpenteriana y participó en la toma de conciencia del autor de la necesidad de expresar lo americano en su arte. De esta deuda con los muralistas nos habla también el narrador heterodiegético de La consagración de la primavera en el subcapítulo 5:

«[…] esa pintura me creaba un doloroso problema de conciencia. Estaba ahí. Respondía a una realidad. Era engendro lógico, legítimo, del suelo que pisaba yo ahora, que pisábamos todos, en este continente». (La consagración de la primavera, p. 52-53; el subrayado es del autor)

Hacia el final del subcapítulo, luego de hacerse varias preguntas sobre el valor del arte figurativo de los muralistas mexicanos en una época cuando lo abstracto parecía imponerse en y desde Europa, el personaje-narrador describe con detalles el estilo particular de Rivera y su laborioso andamiaje que lo sacó de las formas geométricas para llevarlo a una expresión más documental de la sociedad mexicana, haciendo patente lo alejado que se encontraba el prestigio ganado por el indio en las pinturas murales, de la miseria que tuvo que seguir enfrentando en la realidad, a pesar de que una revolución había pasado por aquel país.

A modo de conclusión

Alejo Carpentier, cuya vida y obra no dejan de asombrarnos, confirma de esta manera una vez más su voluntad de hacer de América la materia misma de su creación literaria, puesta al servicio de la afirmación de una identidad, rindiendo a la vez homenaje a aquellos que consideraba como sus maestros[11].

Así, nos dejó contundente huella del muralismo mexicano, un arte que, solo repudiado por unos pocos, se convirtió en legítima expresión de una nación y de un continente. Cien años después de la Revolución mexicana ningún mensaje de dichos pintores ha dejado de ser actual.

Ese “deseo de dar forma — de poner en formas — de modo inteligible”[12] la vida del hombre mexicano, devolviéndole “algo de su personalidad perdida en la colisión de dos mundos”[13], rinde tributo a quienes hoy siguen siendo tan marginados como después de la Revolución.

La figura emblemática y heroica de Emiliano Zapata, tan presente en los cuadros de los muralistas, es aun en el presente el principal símbolo nacional de una independencia que sigue sin alcanzarse, necesidad que se demuestra en la existencia del movimiento de liberación nacional que lleva su nombre.

Aquellos que luchan todavía por devolver la dignidad al pueblo mexicano perpetúan el arte mural para expresar sus reivindicaciones como en el conocido Mural de Taniperla o Vida y sueños de la Cañada Perla, concebido por indios tzeltales e inaugurado el 10 de abril de 1998 en el municipio autónomo Flores Magón para conmemorar el día de la muerte de Emiliano Zapata — mural destruido un día después por el ejército federal mexicano. (ver anexo).

El movimiento muralista nacido a raíz de la revolución de 1910, arte que causó la admiración de Alejo Carpentier por su carácter genuinamente americano, es un compendio de historia que expresa una versión estética de la realidad mexicana y continental cuyo ejemplo perdura en pintores del país y en otros del continente[14].

Desde el estilo propio de cada uno de sus principales representantes (murales más oscuros para Orozco, más claros para Rivera, exaltados para Siqueiros) hasta su forma de imprimir la realidad histórica pasada y presente, el arte muralista parece haber logrado las metas que se propusieran sus mayores exponentes.

El denominador común de estos grandes artistas, si fuera necesario encerrarlos en algún criterio clave, fue situar al hombre en general — y al hombre mexicano en particular — en el centro de sus propias preocupaciones, ofreciéndole, a través de un lenguaje figurativo comprensible y abordable para los que de otra forma no lo pueden leer ni descifrar, un modo de aprehender y comprender su lugar en la historia.

Sin embargo, este arte, concebido para el pueblo, no limitó su esencia a la mera representación del hombre mexicano en el joven estado nacionalista, sino que significó también la revisión del pasado de una nación, constituyendo a la vez una forma nueva de comprender la realidad del presente nacional en el seno de un contexto internacional convulso.

Cabe señalar que, si bien la ideología predominante en el caso de Siqueiros y Rivera fue la del marxismo, la influencia común de las ideas humanistas del siglo XX se acerca más a esa suerte de “credo” que impelió a los muralistas mexicanos a expresar en su arte sus ideas como una necesidad.

Este aspecto es, a nuestro entender, el que hace del movimiento muralista un modelo que se ha convertido en paradigma universal de expresión de los pueblos y en arte de vanguardia que trascendió las fronteras continentales después de la segunda mitad del siglo XX, influyendo en expresiones artísticas de Italia, Irlanda del norte, España, Japón, Irán…
En ese movimiento expresivo otros han encontrado, como antes Alejo Carpentier, la vía más acertada para dar una lectura nueva de la historia mediante un lenguaje transgresor que, aun siendo reflejo de una identidad específica, logra encarnar los valores más elementales del hombre, aplicables a cualquier grupo humano o sistema social.

La Revolución mexicana, el movimiento muralista y la escritura de Alejo Carpentier (1). Por Patricia Pérez Pérez

Bibliografía

Carpentier, Alejo, « La Révolution mexicaine » (1932), Essais littéraires, 2003, Paris, Gallimard, Arcades, pp. 71-88.

– “Diego Rivera, pintor mexicano”, (Carteles, 1926), Crónicas, t II, pp. 319-324, La Habana, Ed. Arte y Literatura, Instituto Cubano del Libro.

– “Creadores de hoy. El arte de José C. Orozco” (Social, Vol. 11, 1926), Crónicas, t I, pp. 48-52, Ed. Arte y Literatura, Instituto Cubano del Libro, 1976, p. 48-52.

– “Diego Rivera et la renaissance de la fresque au Mexique” (Le Cahier, 1929),

– “Carpentier: La vida es la materia misma de la escritura”, (La quinzaine littéraire, París, 1 al 15 de diciembre de 1980), Entrevistas. Alejo Carpentier, La Habana, ed. Letras Cubanas, Compilación, Selección, prólogo y notas de Virgilio López Lemus, 1985, p. 483-488.

– “Reyes, Orozco y Rivera fueron mis maestros”, entrevista con Lourdes Galaz, en Entrevistas. Alejo Carpentier, 1985, La Habana, ed. Letras Cubanas, Compilación, Selección, prólogo y notas de Virgilio López Lemus, p.301-302.

– Los pasos perdidos (1953), Madrid, Alianza Editorial, 2002, Biblioteca Carpentier.

– La consagración de la primavera, (1978) La Habana, Ed. Letras Cubanas, 1987.

– Letra y Solfa, Música (1956-1959), La Habana, Ed. Letras Cubanas, 2008, pp.63-64.

Covo-Maurice, Jacqueline, 1999, La Révolution mexicaine, son passé et son présent, Paris, Ellipses.

Kettenmann, Andrea, 2006, Diego Rivera. 1886-1957, Köln, Ed. Taschen.

Nava Rodríguez, Luis, 1982, Xochitiotzin, su vida y su obra, México, ed. Tlaxcala.

Plâa, Monique, Aspects du muralisme mexicain, París, Presses Universitaires de France, 2008.

Siqueiros, David Alfaro, 1973, L’art et la révolution. Réflexions à partir du muralisme mexicain, París, Ed. Sociales.

Vásquez, Carmen, Alejo Carpentier et Los pasos perdidos, Paris, Indigo & Côté-Femmes, 2003.

Otros murales : Mural de Taniperla, http://www.ecn.org/estroja/mural.jpg

Anexo :

Notas:

[1] Este trabajo es una versión ampliada y corregida del artículo del mismo nombre, publicado en 200/100/ 50: Alejo Carpentier, la emancipación y las revoluciones latinoamericanas, Actas del coloquio internacional celebrado en La Habana del 14 al 16 de abril de 2010, La Habana, Ed. Letras Cubanas, 2014, Biblioteca Alejo Carpentier, pp.42-63, ISBN 978-959-10-2031-4.

[2]« ¡Universalicemos! », decía David Alfaro Siqueiros en el primer Manifiesto de Barcelona y en L’art et la révolution. Réflexions à partir du muralisme mexicain, en 1973, p. 26.

[3] [« D’origine zapotèque, cet indien voulut toujours ignorer les Indiens ; la traducción al español es nuestra], en « La Révolution mexicaine », Le Cahier, París, 1932, Alejo Carpentier, Essais littéraires, Arcades, Gallimard, p. 76. Este artículo fue redactado en francés por Alejo Carpentier.

[4] Traducimos aquí la información que Carpentier extrae de La Revolución mexicana, de Luis Araquistain. La cifra de 11 000 propietarios fue establecida por el escritor Daniel Cosío Villegas, quien se apoyaba a su vez en las estadísticas de la época.

[5] Plâa, M., 2008, p. 33.

[6] « Diego Rivera, pintor Mexicano », Carteles, julio de 1926; « Creadores de hoy. El arte de José Clemente Orozco », Social, octubre de 1926; « Diego Rivera et la renaissance de la fresque au Mexique », Le Cahier, noviembre de 1929 y «La Révolution mexicaine », Le Cahier, febrero de 1932 (estos dos últimos, escritos en francés).

[7] Alejo Carpentier, “La vida es la materia misma de la escritura”, Entrevistas, 1985, La Habana, Letras Cubanas, p. 484-485.

[8] Esta evocación no aparece literalmente en el texto del subcapítulo 9 de Los pasos perdidos, sino en forma alusiva: “No podía darse un paso en aquel continente sin ver fotografías de niños muertos en bombardeos de poblaciones abiertas [como los de Guernica y Durango, primeros bombardeos de ciudades abiertas, perpetrados por la legión Cóndor en 1937], sin oír hablar de sabios confinados en salinas, de secuestros inexplicados, de acosos, de defenestraciones, de campesinos ametrallados en plazas de toros [alusión que recuerda en la ficción la masacre de la plaza de toros de Badajoz, en 1936, dirigida por el general Juan Yagüe]. LPP, p.93.

[9] “En este México, en cambio, refugio de cuantos hombres hubiesen sido arrojados de sus países por las dictaduras de turno, la palabra “Revolución” me percutía en los oídos a todas horas, en tónica de acento andino, venezolano, guaraní, quechua o limeño papiamentoso o créole, pero sobre todo, – ¡sobre todo! – mexicano. Porque una larguísima revolución había pasado por aquí […]”. La consagración de la primavera, p. 51. (El subrayado es del autor)

[10] “Porque aquí no eran los Entes Celestiales gente de relicario ni de iconostasio, sino gente de constelaciones y galaxias […]”; ibid.

[11] “Ellos [Alfonso Reyes, Diego Rivera y José Clemente Orozco] me enseñaron a valorizar los logros más auténticos de la nacionalidad mexicana y latinoamericana; me enseñaron a conocer el mundo a través del conocimiento de lo auténticamente americano”; Alejo Carpentier, “Reyes, Orozco y Rivera fueron mis maestros”, entrevista con Lourdes Galaz, en Entrevistas, 1985, op. cit, p. 301.

[12] La consagración de la primavera, p. 53. El subrayado es del autor.

[13] Ibid.

[14] Podemos mencionar aquí la obra mural del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín (“El toro y el cóndor”, “El descubrimiento del río Amazonas”, “Hispanoamérica”, “Los mutilados”, “La muerte de Tupac Amaru”), la de los pintores argentinos Antonio Berni, Benito Quinquela y Ricardo Carpani, la del cubano Orlando Suárez, del peruano José Sabogal, del colombiano Nel Gómez o la de los estudiantes de la universidad de San Marcos en Guatemala. En el caso de México, se puede señalar la obra mural de Desiderio Hernández Xochitiotzin en el Palacio de gobierno de México (1957) y otros trabajos murales como el de Arturo García Bustos en el Palacio de gobierno de Oaxaca (1980).

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