miércoles, diciembre 25, 2024
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La Persistencia del Golpe y la Medrosa Democracia de los Acuerdos

¿Por qué, a 40 años del golpe militar de 1973, sus impactos siguen remeciendo judicial y moralmente al país? Es una pregunta que, en primer lugar, deben responder aquellos que han hecho la conducción política e institucional del Estado hacia la normalidad democrática y la paz cívica en las últimas dos décadas de la historia nacional. Aquellos que, por delegación popular o simple negociación desde trincheras de poder, tuvieron o se adjudicaron la responsabilidad de establecer los modos de la política oficial de Chile.

De sus decisiones resultó la forma en que se instaló la ética pública democrática después de la dictadura. Particularmente lo referido a la transparencia, la verdad y la justicia, como valores de orientación de la joven democracia. Ellos determinaron el punto cero del nuevo funcionamiento de las instituciones, y pusieron la raya (y la disciplina) que dividió lo querible y lo posible con lo que estaba vedado.

Sin perjuicio de que en ningún proceso social y político hay cosas absolutas y siempre existen rasgos inevitables de continuidad, lo que instalaron fue un vidrio oscuro y blindado al conocimiento público acerca del enriquecimiento ilícito o injusto a costa del patrimonio fiscal, y la noción de que todo podía involucionar —presión mediante o temor de los actores— a la situación precedente de dictadura.

Cuarenta años después del golpe, queda claro que la fuerza de las emociones sociales en torno al hecho era y es más fuerte, a ambos lados del espectro político, que el medroso diseño institucional y político que impuso la democracia de los acuerdos. La rectificación en la nueva democracia fue pura negociación y nada de legitimidad democrática. Así la transición, proceso ya acabado, dejó pendientes temas sustanciales para el desarrollo político del país, porque instaló el empate institucional y político permanente del que Chile no se puede desprender. Es ello lo que permitió que las FF.AA. nunca hayan aceptado su responsabilidad institucional en las violaciones de derechos humanos ni rectificado de manera clara su doctrina.   

La democracia de los acuerdos, ese andamio construido a la medida de lo posible, careció de una convicción republicana profunda, y terminó sancionando la existencia de dos bandos triunfadores, consecutivos y coetáneos, del proceso político iniciado en 1973. Los militares y la derecha política que dieron el golpe como vencedores de la llamada guerra  contra el comunismo. Y las fuerzas políticas democráticas vencedoras en el plebiscito y la recuperación de la democracia. Luego, reformas más o reformas menos, los militares y la derecha quedaron instalados con un poder de facto carente de legitimidad de origen, y con la aceptación expresa de los demócratas, negociando el proceso de normalización. En esencia, el triunfo en el plebiscito de 1988 solo sirvió a los demócratas para obtener legitimidad de administración del modelo de la dictadura. En la práctica, no hubo vencedores ni vencidos en la historia política nacional, excepto los ciudadanos que continúan rehenes del empate político.

Es ese mismo empate, trasformado en “ética institucional” el que le impide a los ciudadanos pronunciar los conceptos asamblea constituyente o plebiscito sin que le salten encima  los dueños del poder político, de izquierda y derecha, y le pregunten qué fuma o le digan imbécil. Mismo empate que permitió a Augusto Pinochet, jefe público del golpe militar, seguir de comandante en jefe del Ejército ya en democracia, y luego obtener el privilegio que el gobierno de Eduardo Frei, con un canciller socialista, José Miguel Insulza, a la cabeza de las gestiones, lo defendieran ante gobiernos extranjeros para salvarlo del inevitable juzgamiento por delitos de lesa humanidad.

Es el empate que lleva a Ricardo Lagos —casi como una autoexculpación por haberlo nombrado comandante en jefe— a referirse sobre Emilio Cheyre con la frase para la historia: “Qué podía hacer un oficial de 25 años en medio de una guerra”. ¿Cuál guerra señor ex Presidente? El problema no es lo que hizo cuando tenía 25, aunque sí podía ya darse cuenta que era algo anormal, sino lo que no hizo cuando tenía cincuenta, y estaba al mando de su institución por decisión de Lagos.

El famoso “Nunca Más” que pronunció no pasa de ser un discurso de circunstancias, sin valor doctrinario, mientras los militares condenados por graves violaciones a los derechos humanos no sean degradados y sigan ostentando sus grados militares y los derechos asociados a ellos. El día que los Comandantes en Jefe de las tres ramas castrenses más el Director General de Carabineros vayan a rendir un homenaje al Memorial de los Detenidos Desaparecidos del Cementerio General podemos empezar a pensar que no están orgullosos de haber ganado la mentada guerra a la que se refirió Lagos.

El malestar ciudadano, impulsado por una ecología de los abusos que ya resiente los pilares del modelo económico, ha sido absorbido por ese empate político sin que el empresariado sienta que tiene problemas, incluso con la legitimidad de su riqueza. El empate tejió una amplia red de protección política de naturaleza transversal y el manual de los abusos se ha escrito con letra continua en estos cuarenta años, con algunos de sus capítulos subrayados en negritas durante los gobiernos de la Concertación.

El cumplimiento estricto de las normas que rigen la vida institucional de un Estado y sus órganos es de la esencia misma de una sana democracia y de un verdadero Estado de derecho. Tal regla es exigible no sólo en la normalidad democrática sino incluso en los estados de excepción o conmoción interna, momentos en los cuales por diversas circunstancias se ven interrumpidas las garantías constitucionales o suspendidos determinados derechos civiles.

Justificar los crímenes de lesa humanidad en la crisis política de 1973 no solamente es lesivo y atrabiliario, sino una advertencia de que podría volver a ocurrir si se repiten las circunstancias. Es decir, no hemos perdido y los delitos son daños colaterales. Es por este convencimiento que ese principio no ha logrado nunca ser parte funcional de nuestra democracia. Y es por ello que tiene valor lo hecho por Hernán Larraín, pues se desprende de su matriz de vencedor y se pone al centro de los valores de la República.

Ello apunta al centro de una cultura política que muestra enormes fisuras doctrinarias en torno a lo público. A tal punto que el Tribunal Constitucional, sin fondo claro de legitimidad y legalidad, resuelve dividir el período de su nuevo presidente en lo que parece la trampa definitiva del binominalismo estructural.

La ética es una disciplina relacionada con las conductas reales de los seres humanos, con la justificación, reproche o condena de ellas. Tanto la profesión militar como la política están orientadas a la acción y, en sus niveles superiores, en cualquier país, ellas rozan e influyen, permanentemente, valores primarios de los seres humanos como la vida, la libertad, la paz, la justicia, el bienestar y la seguridad.

Por eso deben estar sujetas a reglas, exigirse responsabilidad y cuentas públicas en su ejercicio. Ojalá siempre lo más lejos posible de los tribunales de justicia y lo más cerca del honor, la transparencia, la legalidad y el veredicto ciudadano.

Lamentablemente la cultura política que la transición instaló en el país no lo solucionó así. Y hoy tenemos la propiedad cruda del poder donde se negocia todo, mientras en la vereda del frente falta la confianza ciudadana, la que tiene la percepción de una realidad política turbia y de unas instituciones que se administran con criterio de empate como si nada ocurriera.

Fuente: El Mostador

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