La sociedad chilena se aproxima a lo que podríamos llamar “La hora Bachelet”, un cambio horario que está marcando el presente. No se trata, por cierto, de un cambio traumático, sino más bien del inicio de un proceso de reformas que ha sido postergado ya por demasiado tiempo. Podríamos esperar, entonces que “La hora Bachelet” sea la hora de las reformas. Como suele ocurrir frente a los cambios, surgen inquietudes e interrogantes nada fáciles de contestar. Hasta el presente, las líneas programáticas anuncian cambios en cuestiones tan sensibles como la legislación tributaria, la educación pública y la llamada ley binominal, entre otras.
Como en todo gobierno democrático, Michelle Bachelet deberá confrontar, por una parte, a una derecha desacreditada y objetivamente más débil a nivel parlamentario, pero, no por ello “fuera de juego” Por otra parte, están los ciudadanos dispuestos a hacer oír su voz en las calles – los estudiantes, los primeros – y a demandar el cumplimiento de las promesas electorales. Una situación compleja que puede actuar como catalizador para definir y profundizar algunas propuestas programáticas, todavía pintadas en matices pastel.
Es indudable que un factor preponderante, acaso decisivo, en el éxito de “La hora Bachelet” es alcanzar acuerdos al interior de Nueva Mayoría y extender las alianzas hacia sectores afines al espíritu de reformas que atraviesa el país. Un gobierno de Bachelet sin un “aparataje” parlamentario muy bien ajustado está destinado al fracaso. Por ello, la responsabilidad mayor recae, fuera de dudas, sobre los distintos partidos políticos que conforman el nuevo conglomerado y sus dirigentes y parlamentarios. Es claro que muchos de ellos comparten el descrédito con la derecha, lo que los obliga a ser muy transparentes y cuidadosos en sus actuaciones.
La pregunta que se instala en la hora presente es si acaso el proceso de reformas propuesto al país por Bachelet y Nueva Mayoría tiene respuestas claras frente a los gritos que están en aire, tales como “Nueva Constitución”, “Asamblea Constituyente”, “Educación Pública Gratuita y de Calidad”, entre muchas otras. No será tarea fácil conciliar estas demandas con los criterios del realismo político, mucho menos cuando los dos principales bloques políticos muestran en su interior tensiones y disensos mayores.
En “La hora Bachelet” asistimos a un cocktail que conjuga una propuesta de reformas con un creciente “malestar ciudadano” que se expresa en los diversos movimientos sociales. Consideremos, solo a modo de ejemplo, que muchos de los nuevos dirigentes estudiantiles no se identifican con Nueva Mayoría y, en algunos casos, ni siquiera están próximos a su política de reformas. Cuando ya hemos cumplido cuatro décadas desde el golpe militar, pareciera que este cambio horario inicia también un cambio de clima en la política chilena.
Michelle Bachelet: Un primer escalón
Los dichos de la historiadora señora Lucía Santa Cruz – en el contexto de un seminario en el reputado “Think Tank “del conservadurismo “Libertad y Desarrollo” – han desatado una polémica y han puesto de manifiesto lo peor del discurso de la derecha chilena. Intentar la comparación entre el programa de Bachelet y aquel que caracterizó a la Unidad Popular hace más de cuarenta años pareciera un exceso, cuando no, un despropósito.
Hasta donde se sabe, el programa de Michelle Bachelet constituye el inicio de un proceso de reformas de mediana intensidad en cuestiones tributarias, educacionales y constitucionales. Muchas de tales reformas son parte del “sentido común” en muchas democracias más avanzadas del orbe y que solo la visión ultra conservadora transforma en una amenaza, un “primer escalón al socialismo”
Un discurso tal resulta ser sintomático de una elite que todavía arrastra el “síndrome Pinochet”, una visión estrecha y reduccionista de la realidad histórica, política y social que quiere prolongar la oscuridad de “Chacarillas” hasta el presente.
Nuestra sociedad anhela mayoritariamente cambios democráticos. Los reclamos de los estudiantes y de los trabajadores se hacen sentir con fuerza en las calles de nuestras ciudades, ante una derecha que se encuentra paralizada en sus miedos, carente de ideas y respuestas frente a este momento de la historia.
La dictadura militar y su herencia logró congelar la situación política en el país en un “statu quo” que permitió un enriquecimiento, sin límites, sin riesgos ni responsabilidades de una elite insensible y ayuna de visión histórica. Pero el tiempo no se detiene y lo que ayer se impuso por la fuerza, es rechazado hoy por la mayoría de los chilenos.
A diferencia de la experiencia de la Unidad Popular, el mundo de hoy ya no se encuentra en la polaridad que significó la “Guerra Fría” Vivimos un presente marcado por una creciente “conciencia ciudadana” que no reclama utopías sino soluciones concretas y urgentes a los graves problemas que nos afectan, todo ello en un clima democrático que garantice los derechos de todos los chilenos. La ultraderecha insiste en un obsoleto discurso pasatista como parte de su campaña de terror para contagiar sus miedos a las nuevas generaciones y se aferra a su vetusta constitución como única garantía de sus privilegios.
Lo que se esconde detrás del discurso de extrema derecha es el miedo, el miedo, en primer lugar, a la voluntad de las mayorías expresada en las urnas, un miedo profundo a la democracia. Un miedo paranoide al cambio y al futuro.
Como no había ocurrido en cuarenta años, la derecha descubre que el neoliberalismo de su mentado “modelo chileno”, heredado de una cruel dictadura, ya no convoca a los chilenos.
Tales han sido las injusticias, las desigualdades y la corrupción que amplios sectores están hastiados de los bajos salarios, del lucro codicioso y del abuso. El programa de Michelle Bachelet representa un primer escalón hacia una democracia más inclusiva y participativa, una verdadera democracia para el siglo XXI.
(*) Investigador y docente de la Escuela Latinoamericana de Postgrados. ELAP. Universidad ARCIS