martes, diciembre 24, 2024
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La Derecha y los 40 años del Golpe de Estado

Las encerronas, puñaladas y zancadillas se sucedieron con tal celeridad y eficacia que el horizonte de lo político tendió a desvanecerse. En cuestión de semanas la derecha pisó el acelerador y nos arrastró al escenario donde sus prohombres ajustarían sus cuentas pendientes. Asistida por los medios y sus hábiles editores, supo transformar lo que no era más que un abrupto cambio estratégico en un espectáculo morboso que terminó por desinstalar los temas cruciales que discutíamos meses antes.

El infantil optimismo de la izquierda intermitente también aportó lo suyo. Acostumbrada a mirar al enemigo como un cíclope irreductible, no como un actor político, vio en los supuestamente torpes y atolondrados movimientos del otro los signos inconfundibles de una debacle. Bastó que alguien pronunciara la palabra crisis para que se instalara la idea de que la derecha había entrado en ella.

Y así, sin esfuerzo, sin trabajo, sin derramar una sola gota de sudor, la poblada comenzó a solazarse frente a la postal de un oponente desdibujado en el laberinto de sus purgas. Una curiosa mezcla de psicología y deslealtad vino a salvarnos de los rutinarios y pesados afanes de la política.

No hay duda que las tensiones al interior de la Alianza tienen explicaciones históricas profundas. Los entendidos dirán que en esta refriega se siguen proyectando los conflictos fundacionales de la derecha en dictadura. Otros señalarán que el nudo es más reciente y que para entender lo que sucede debemos volver a los primeros años de la transición, donde se incubaron odios de otra estirpe.

No faltarán quienes busquen pistas en el gobierno de Sebastián Piñera y en lo que esta amarga experiencia ha significado para sectores que ya no soportan la impronta del bonapartismo. En cualquier caso, todas estas explicaciones coinciden en la idea de que la derecha está partida en dos y que en el conflicto de hoy se define el futuro perfil del oponente.

Hay razones suficientes para creer que en ese diagnóstico radica el mayor de los peligros.

No es irrelevante que los cuatro pre-candidatos presidenciales que sucesivamente ha levantado la Alianza –contamos cuatro en espera de lo que suceda en el Consejo General de Renovación Nacional– hayan coincidido en la negativa a llamar a la dictadura por su nombre.

Ni siquiera Andrés Allamand, que suele hacer gárgaras con su protagonismo en la operación transformista que preparó la transición a la democracia, se restó de la marejada. Se puede esperar eso de Longueira, de Matthei, incluso de Golborne, quien debe entender poco de estas precisiones.

Pero no de Allamand, quien para muchos encarnaba la posibilidad de una derecha con mínimos estándares de responsabilidad histórica. El punto es que dicho gesto, clave en un año como éste, dice mucho de la naturaleza última de las disputas que hoy nos distraen. Al coincidir en la negativa, estas cuatro figuras revelaron las convicciones medulares de quienes los apoyan.

Conscientes de la necesidad de mantener satisfecha la memoria histórica de la derecha pinochetista, se hicieron cómplices de la política del olvido y la tergiversación. Conscientes de la tibieza de quienes se autodenominan liberales, progresistas y demócratas, huestes neutralizadas por la jaula de hierro de la política de la tolerancia, los arrastraron a lo mismo. La conclusión es evidente: si hubo transición en Chile, a la derecha le pasó por el costado.

Cuando se conmemoran cuarenta años del golpe de Estado, las izquierdas tienen la responsabilidad de plantear un debate que obligue a los actores políticos a llamar a las cosas por su nombre y a combatir cualquier intento de tergiversación histórica. Es cierto, los debates que veníamos sosteniendo nos daban la oportunidad, al fin, de reconocer las diferencias políticas no solo en la evaluación del pasado, sino también en la planificación del futuro.

Sin embargo, la vergonzosa obstinación de la derecha de desembarazarse de sus responsabilidades históricas en aras de una utopía consensual paralizante, impone la necesidad de una estrategia política que se haga cargo del pasado y del futuro con similar intensidad.

Y ello parte del reconocimiento de que la cara más ingrata de la derecha sigue vigente, que está más viva que nunca y que sigue dispuesta a derramar sus copas de champagne sobre las tumbas de los caídos. Marcelo Mellado lo dijo con claridad: “del enemigo no hay que reírse, hay que vencerlo”.

Fuente: Editorial de Red Seca

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