La política es el arte de lo posible, se dice y es cierto, sólo que no se reduce a las negociaciones en las cúpulas que es como funciona en períodos de calma chicha, es decir, casi todo el tiempo pero no todo el tiempo. Como la generalidad de los fenómenos, la política no se desarrolla siempre de modo gradual, sino presenta también saltos, discontinuidades.
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Éstas se suceden con cierta regularidad a lo largo de las décadas, puesto que dependen de la actividad de millones de personas y ésta tiene un movimiento pesado, que no cambia de dirección de un día para otro. Se eleva de modo muy lento, pero cuando se acelera lo hace cada vez más, hasta alcanzar su clímax cuando la máxima agitación popular coincide con la mayor dispersión en las alturas.
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En esos momentos, que pueden durar algunos años antes de su inevitable reflujo, la política puede y debe realizar cosas extraordinarias, que en tiempos normalmente parecen y resultan imposibles. El sistema político democrático debe ser capaz de dar conducción tanto en unos tiempos como en los otros.
Así lo hizo en Chile durante buena parte del siglo pasado. Así deberá hacerlo ahora, a riesgo que los acontecimientos le pasen por encima como un tsunami. Sin embargo, para poder conducir en momentos como los actuales, debe necesariamente asumir aquella parte de su naturaleza que es jacobina.
Los Jacobinos tienen muy mala prensa, lo que no es de extrañar. Cabalgando la ola de Sans Culottes insurrectos, condujeron con mano firme la Revolución Francesa durante su fase más aguda, entre 1792 y 1794. Guillotinaron el Antiguo Régimen y aplastaron sus estertores soliviantados en las provincias, humillaron y expulsaron las tropas invasoras de todas las potencias Europeas, se guillotinaron unos a otros y los que quedaron fueron guillotinados por el terror blanco tras el 9 de Thermidor del año III (27 Julio 1794).
Pero legaron al mundo la Declaración de los Derechos del Hombre y los Ciudadanos, el voto y la conscripción universales, la Constitución de la República Francesa, unitaria, laica y democrática, la Marsellesa y el sistema métrico decimal.
Desde entonces los vienen pintando como extremistas desalmados, pero nada más lejos de la realidad. No fueron “salvadores” surgidos de la nada. Desde mucho antes de los inicios de la Revolución fueron el partido más organizado, sensato y responsable, de hecho los “Hébertistas”, la ultra de la época, estuvieron entre los primeros guillotinados por los jacobinos.
Fueron de lejos el de mayor estatura intelectual y moral —herederos auténticos de la Ilustración Su líder Robespierre era conocido como l’Incorruptible en una época en que corría el billete—, entre la infinidad de grupos que proliferaron en esas décadas turbulentas que simbolizan el parto universal de la modernidad.
Hoy sabemos que advenimiento de nuestra Época no se resolvió en esos dos años, ni mucho menos. Ha venido cursando mucho más lenta y trabajosamente a lo largo de dos siglos impulsado por el desplazamiento tectónico de la urbanización global, que todavía se encuentra exactamente a medio camino.
En todos los países que han cursado este tránsito epocal, el mismo no se ha resuelto tampoco en un sólo instante de clímax revolucionario que, por otra parte, todos ellos han experimentado en un momento preciso de su historia.
El tránsito político entre épocas ha estado signado por una suerte de “Paso a Dos” entre el pueblo y el sistema político. En esta danza el primero empuja desde abajo irrumpiendo periódicamente de forma masiva en la escena política y el segundo —en el cual la burocracia, civil y especialmente militar, ha jugado un papel preponderante— canaliza la inmensa energía de esas erupciones sucesivas –la Barricada de Delacroix se inspiró en la revolución de 1830, por ejemplo, la misma que relata Víctor Hugo en Los Miserables–, realizando las transformaciones requeridas en cada uno de esos momentos.
No todos esos saltos son iguales, desde luego, los hay de menor y mayor intensidad, todos levantan barricadas pero solo en muy contadas ocasiones culminan en asaltos al Palacio de Invierno. Sólo uno de ellos en cada país merece el nombre de Revolución, aquel donde el campesinado tradicional, que es el sujeto principal de esta Gran Transformación, despierta de su siesta secular e irrumpe por primera vez masivamente en la escena política.
Así ha venido sucediendo, de Francia a Rusia a Irán, de Turquía a Brasil, de Habana a Lisboa, de Seúl a Santiago de Chile. Sucedió algo parecido en la pionera y hoy liberal Inglaterra, sólo que siglo y medio antes que en todas las demás y bajo formas aún más sanguinarias y fundamentalistas.
Seguirá sucediendo, probablemente y de preferencia en África que es la principal región que queda por urbanizar.
Por desgracia, no siempre estos saltos en el devenir histórico son hacia adelante. En ocasiones el sistema político no es capaz de enfrentar a los intereses conservadores y abrir un cauce constructivo a la recurrente indignación popular. Su periódica agresividad multitudinaria no sólo adopta formas progresistas sino que a veces puede ser cobarde y criminal.
Depende si predomina en ella la esperanza o el miedo y esto lo saben quienes irresponsablemente azuzan este último en la turba pensando ingenuamente que lo podrán desactivar en algún momento. A veces este demonio se les sale de madre, la hez de la sociedad llega al poder y provoca retrocesos históricos brutales, como bien aprendimos europeos y chilenos en el siglo XX.
Para evitar que el periódico malestar popular se transmute en agresividad cobarde de la turba atemorizada instrumentalizada por canallas y criminales, el sistema político democrático debe hacerse cargo plenamente de las causas profundas del aquel.
Tiene la obligación de enfrentar los intereses que pretenden mantener un estado de cosas que el pueblo no soporta ya más. Con decisión tiene que hacer lo que hay que hacer. Solo de esa manera, recogiendo y encauzando hacia las reformas necesarias de cada momento las esperanzas y deseos del pueblo cuya indignación tornan posibles, el sistema político democrático es capaz de conducirla a buen puerto en paz y con respeto a la ley. Es decir, actuar a la jacobina.
De todo lo anterior se puede deducir que estamos en graves problemas. El gobierno de la Presidenta Bachelet fue elegido precisamente para iniciar el proceso de reformas que se necesitan hoy. Éstas no son revolucionarias ni mucho menos, sólo consisten en terminar de corregir las deformaciones de todo orden que fueron la consecuencia del brutal retroceso que significó el golpe contrarrevolucionario de Pinochet, y que el pueblo hace tiempo no aguanta ya más.
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Sin embargo, se ha entronizado en su seno una fracción frívola, oportunista y venal, no muy diferente a la que adquirió influencia desmedida en las postrimerías del gobierno de Salvador Allende, sólo que la frivolidad de aquellos era ultraizquierdista mientras éstos son ultracentristas.
Ambos son presa del cretinismo, según la contundente y clara nomenclatura de la ciencia política clásica, parlamentario o infantilista, es cretinismo igual, porque no considera el sustrato esencial de la política que no es otro que la actividad política de las masas en cada momento dado.
Aquellos lograron paralizar la decisión del gobierno de poner freno brusco a un proceso de reformas que ya no contaba con la energía de un pueblo cansado tras varios años de actividad incesante. Por el contrario, éstos tienen maniatada la voluntad reformista de un gobierno que aparece asimismo paralizado frente a una inmensa ola de indignación popular que se le viene encima.
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Sabemos adónde condujo aquel, no sabemos adonde nos va a llevar éste, pero de seguro no será bueno.
Es tiempo de enmendar el rumbo y acordarse de los Jacobinos.