domingo, diciembre 22, 2024
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Recordar y Releer, a Jack London (1876-1916)

Este 2016 debería ser declarado el año de Jack London. Había nacido en 1876 en San Francisco y se suicidó en 1916. Nació en enero y cerró la tienda en noviembre. Vivió 40 años, escribió 50 libros y dejó una obra fotográfica monumental de 12.000 clichés. Fue el autor más famoso y mejor pagado de su época. Un desastre humano, nacido para matarse y sin embargo lo tenía todo: una pluma fácil y brillante, un físico de atleta, estatura mediana y un cuerpo hecho para la pelea.

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Jack London, el olvidado

Gregorio Morán

Me acerqué a la literatura gracias a Jack London. Las descripciones farragosas de Emilio Salgari me aburrían, a Julio Verne no lo soportaba. La primera novela negra, según se diría ahora, cayó en mis manos con un comienzo que me dejó tan anonadado que aún lo recuerdo. “Se puso el sobretodo y se dirigió al macadam”. Eran traducciones argentinas o chilenas.

Pero si uno no alcanza a entender ni la primera frase, lo mejor que puede hacer es esperar a hacerse mayor y ampliar el lenguaje. No tenía ni idea de qué era “un sobretodo” y menos aún “el macadam”. Me limité entonces a las novelas de vaqueros escritas en general por presos políticos del franquismo, recién salidos de la trena que adoptaban un seudónimo gringo, tenían un gran mapa del oeste de Estados Unidos clavado en la pared y a los que explotaba Bruguera.

A mí me llevó a la literatura Jack London. Empecé con un texto de 1909, Por un bife. El boxeador tronado que debe escoger entre comer el bistec –traducción del argentino bife– antes del combate para coger fuerzas o ahorrar para el transporte y cansarse. No la volví a ver nunca, como las antiguas pasiones.

Jack London fue además de un escritor brillante e irregular, un tipo humano inasumible para nuestra época. Quizá eso explique el silencio. Se acaba de reeditar La llamada de lo salvaje (Nórdica) un texto soberbio de sensibilidad y ritmo, por más que la edición contenga detalles tan incomprensibles como designar a London “como una mezcla de socialista y fascista ingenuo”, lo que demuestra que los tiempos han cambiado y hasta los buenos editores pueden escribir barbaridades.

Jack London no tuvo la más mínima veleidad fascista: fue hasta el último año de su vida un militante socialista y un escritor radical, incluso por encima de sus modos de vida absolutamente atrabiliarios. Pero que el currículo del ilustrador, que ni ha entendido el libro ni creo que le inspire nada Jack London, ocupe el mismo espacio del autor, es un signo que te llena de congoja.

Un texto en blanco nieve y rojo sangre de perro-lobo se convierte en dibujos negro funeraria. Olvídense de las tonterías editoriales y descubran a un autor en lo mejor de su edad.

La primera década del siglo XX tiene en Jack London a un referente literario y ­humano. Un hombre tan ponderado como Anatole France le llamará “socialista re­volucionario” en el prólogo de uno de los libros que conmocionaran el mundo radical de comienzos del siglo XX, El talón de hierro.

Probablemente haya pocos textos tan leídos por la clase obrera que entonces aspiraba a conquistar los cielos. 400.000 ejemplares de salida. Estamos en el mundo gringo, donde los escritores ­ganan cantidades astronómicas gracias a los semanarios que reparten sus libros en capítulos.

Jack London quiere convertirse en granjero. No le bastan los espacios infinitos del río Yukón, de Alaska, de las nieves vírgenes donde sobreviven lobos y perros, y seres humanos muy poco diferentes.
Llegará a decir que prefiere los perros a las damas, lo que no obsta para que llevara una vida amorosa ajetreada. Construye barcos de vela para recorrer los lugares más insólitos hasta que descubre Hawái y sus islas. Serán los momentos más creativos y locos de su vida.

Teñido por el alcohol, sin límites ni paliativos. Quiere granjas en EE.UU. y un barco para surcar el paraíso hawaiano, no hay escritor que aguante todo eso sin acabar en ruina. Es un mundo para banqueros, no para escritores.

Las aventuras empresariales de London, incluidas las comunas, las fábricas, las grandes extensiones de territorio para sus centenares de cabezas de animales, las plantaciones más exóticas y singulares, todo se va al traste. Pero sigue siendo el gran Jack London y mientras le quede un resquicio de capacidad literaria, entre las nueve de la mañana a las doce del mediodía, seguirá con su propia e inigualable empresa de construir relatos.

Su prestigio recorre el mundo y su deterioro, entre farras y alegrías que duran semanas, entre amigos, mujeres, negociaciones financieras para las que no está dotado, le va acercando a la quiebra.

Resulta significativo el interés de grandes escritores norteamericanos por conseguir fondos por los procedimientos más insólitos. La vida entera de Mark Twain está preñada de charlas idiotas, representaciones dignas de un payaso prestidigitador, y demás métodos para sacar fondos, lo que llama la atención tratándose de autores que vendían miles y miles de ejemplares, y que quizá explicaría la obsesión de Faulkner por hacerse granjero, muchos años después, como si esa fuera la única garantía frente a la fragilidad del mundo de las letras.

No conozco otra biografía de Jack London que la de Richard O’Connor, aparecida en traducción castellana en México, hacia 1967, un documento de 500 páginas que ilumina de manera más que brillante y muy minuciosa la trayectoria de este gran escritor que fue Jack London, que vivió 40 años y publicó 50 libros.

Algunos de ellos obras maestras –mis favoritos son La llamada de lo salvaje (recién editada por Nórdica), Martin Eden, aquel libro que recordaba Che Guevara en sus momentos de mayor aprensión. Y la tortuosa belleza de Colmillo blanco, del que no dispongo ejemplar porque lo presté y lo perdí, no sé si se habrá reeditado en castellano: Por un bistec, o Por un filete, que sería lo suyo.

Cuenta Nadia Kruskaia, la mujer de Lenin, que cuando el líder de la revolución de octubre estaba en las últimas y apenas si hablaba, le indicó que le leyera algo de Jack London. Ella, buena lectora, como lo eran los maestros antiguos, escogió Amor a la vida, una narración conmovedora de los años brillantes de London (1905-1907), en el que se cuenta la agonía de un hombre y un lobo.

Ella dice que a Vladímir Ilich le gustó y a su muerte quedó depositado para siempre en la mesita de noche. Lo dudo mucho.

Hace ya algunos años compré en París un precioso catálogo fotográfico: Jack London, fotógrafo –París, 2011. Traducción de la norteamericana Universidad de Georgia Press–. Son los viajes de London vistos por la agudeza visual de London, pero no viajes en barco sólo sino a la miseria de la clase obrera de su país, de sus adorados hawaianos, de la revolución mexicana, allí donde se encontrará con otro personaje de leyenda, el periodista y narrador Ambrose Bierce, que desaparecería en el lugar que más odiaba, México, entre Pancho Villa y Emiliano Zapata.

Como si uno hubiera escogido el infierno como el lugar más apropiado para morirse.

El perro y el lobo, sobre los que no hacía demasiadas diferencias en su sensibilidad de hombre que había logrado la gloria pero no la felicidad, tenían para él tanta importancia. Eran tan familiares como su ADN literario. Su exlibris, pintado por él mismo –otra actividad sobre la que insistió, aunque no se le diera bien– consiste en una cabeza de lobo perruno que te mira.

Hizo de la humanización de la natura­leza salvaje la razón de una vida dispara­tada. Pero nunca dejó de ser un radical ­socialista en un mundo que cada vez más se alejaba de aquello que se llamó la clase obrera norteamericana.

Murió una noche de noviembre de 1916, después de calcular la dosis de morfina y la atropina que le serían letales. Su mujer exigió a los médicos que firmaran que la muerte había sido natural. Sólo firmó uno.
El propio London lo había dicho: el hombre posee un derecho inalienable, “el de adelantar el día de su muerte”.

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