lunes, diciembre 23, 2024
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Manuel Guerrero Antequera: La Lucha Cotidiana para Mantener la Cordura y el Amor a la Vida, a Pesar de lo Ocurrido

En el trigésimo aniversario del asesinato de tres profesionales comunistas por una pandilla de sicarios de la DICOMCAR, dos de los cuales disfrutan de beneficios carcelarios, Manuel Guerrero Antequera, hijo de Manuel Guerrero Ceballos, intervino en el acto de conmemoración organizado por el Museo de la Memoria y los Derechos humanos. A continuación, ofrecemos el texto íntegro de esa intervención.

 

Volver a la vida. Tomar la muerte, mirarla a la cara, acogerla y sacarle la lengua. Historizar los procesos, poner los sucesos en contexto y tomar de ellos lo que tienen de vigente para proyectarlos, por encima o atravesando lo que nos quiso fijar en el dolor infinito. Y abrazar la vida en toda su magnitud de ternura y espanto.

Pues a pesar de todo, o con todo, persistimos en esta aventura de ser. Con nuestros muertos, nuestros vivos y los que aún no han nacido y vendrán. Morir, pero a la vida, bullente, sin silencios autoimpuestos. Quedar atados al terror no rompe nada, pues no se yergue nada de la nada. Hacen falta voces, oídos, ruidos, sonidos, música, llantos y carcajadas para darle cabida a la vida. De esa tropa me siento parte, de los que optamos por vivir la vida intensamente. De ahí la invitación a que atravesados estos duros días de marzo volvamos a colgarnos de la ternura compartida de a poco, letra a letra, caricia a caricia. De a poco, “piano piano” volverá a salir nuestra voz aunque sea en sordina, como en la trompeta de Miles Davis, como en la voz quebrada de Bob Dylan, como en los rasgueos finos de Victor o como en el metal tranquilo de Allende.

Hay otros caminos posibles, sí. Muchos. Entre ellos el cultivar la estética y política de la rabia. Legítima, tal como el dolor. La respeto. Pero no es mi opción. No es en lo que fui educado por mi madre y padre. Soy menos épico que eso. Y cada vez menos, y menos, y crece en mí otra magnitud del compromiso militante, que tiene que ver con la convicción que la sociedad soñada no es una estación de llegada en un más allá utópico. Es en lo que creemos y hacemos donde está lo que somos.

No concibo una transformación social que en su propia práctica reproduzca aquella crítica. Y así como soy crítico del autoritarismo del color que sea, desde esa convicción del amor compartido, de la materialidad del amor hecho social, para producir la vida de modo distinto trabajo en mí para que no gane el sufrimiento ni la locura -cercana, muy cercana, casi amiga-, y trabajo a diario para que la rabia, el odio ciego, retroceda. En mí, desde mí. Sin exigencias a nadie, porque cada quien emprende sus opciones y decisiones.

Tiempo atrás, cuando supimos del proyecto que amnistiaba a condenados y procesados por violaciones a los Derechos Humanos me sentí lesionado moralmente. Podría decir indignado, dolido, molesto, pero sería poco. Me volví a sentir pasado a llevar por un Estado, país e historia que pareciera que siempre consigue la manera de humillar, ofender, violentar. Volví a la angustia de vivir en un territorio donde la memoria se difumina y ni siquiera nuestros muertos están a salvo.

Son muchos años de luchas cotidianas para mantener la cordura, la razón, la ternura, el asombro por lo bello, el amor a la vida, a pesar de lo ocurrido. Con la impunidad todo pierde sentido. El mundo deja de ser. Se abre nuevamente un abismo, un vacío de sentido que te fija en el horror. Se repite la violación que hemos intentando trascender, en un horizonte en que hemos hecho esfuerzos y toda una elaboración para reconstruirnos como personas, ciudadanos miembros de una comunidad que llamamos Chile.

Me conforta saber que se haya declarado inconstitucional ese cobarde proyecto de ley. Pero está pendiente la revisión del reglamento penitenciario que otorga beneficios carcelarios a violadores de derechos humanos como si se tratara de delitos simples.

Sin duda hay mucho por perfeccionar, cambiar, construir en nuestra sociedad. Y podemos tener, y que bueno que así sea, diferencias de enfoques, miradas, definiciones acerca del bien y la felicidad. Pero no es dable convivir en una sociedad que no es capaz de dar justicia y castigo a quienes utilizaron el Estado y el uniforme de las Fuerzas Armadas para masacrar a sus compatriotas civiles, sometiéndolos a vejámenes, torturas y tratos indescriptibles. En esa dimensión no debiéramos tener disenso. Nadie debiera sentirse excluido de la responsabilidad de hacer justicia. Incluyendo a las propias instituciones de la cual formaron parte los perpetradores de estos horrendos crímenes. Cumplan sus condenas.

No hay reparación que devuelva a nuestros familiares a la vida. Pero hay un mínimo de decencia que esperamos de la condición humana y de las instituciones: que no nos humillen más, que nos respeten como miembros de una sociedad a la cual pertenecemos, que no nos quiten el mínimo espacio que hemos conquistado para seguir viviendo. Con nuestras historias, empeños, identidad, proyectos. Con nuestros vivos y muertos. Seguir viviendo, poder respirar, estudiar, trabajar sin toparnos con los asesinos de nuestros padres antes que concluyan sus condenas establecidas por tribunales con debido proceso y derecho a defensa.

Cumplan sus condenas. Y que la justicia llegue para los miles de casos de detenidos desaparecidos y ejecutados políticos. No hay atajos. La justicia es el único camino para que, en la diferencia, volvamos a sentir alguna vez que hay algo así como un “nosotros”.

Hoy no estás papá. Como cada año. Pero abrazo a mis hijas, compañera, familia y amigos. Y con tu ausencia sigo. Pleno en todo lo que pueda. Maravillado de la creación humana en sus múltiples dimensiones. Indignado, lesionado por sus aberraciones. Reflexivo, movilizado y activo para cambiar esto. Es nuestra decisión y tarea hacerlo. Seguimos, papá querido, seguimos. Sin odio, pero sin pedir disculpas por lo que somos, por nuestra historia e identidad. Ejercemos nuestro derecho a ser y vivir en paz.

A redoblar la esperanza activa, aquella que transforma y no pospone. Sí. Cien veces sí. Aquí y ahora, en nuestras propias prácticas afirmamos la vida desde un sí a ella. Pensamiento y práctica afirmativa, desde el goce de la vida, padre.

Abrazo un árbol, te abrazo a ti, abrazo mi dolor, abrazo a ese niño de guerra que fui, a esos miles que somos, a ese por venir abierto que bien puede ser de dulzura en este aquí y ahora, si es que nosotros mismos lo hacemos posible. El dolor ante tu ausencia es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Y no permitiremos que nos quiten la alegría de seguir enamorados de la vida.

Descansa en paz querido padre. Que con memoria y alegría, nosotros seguiremos adelante por la vida.

Fuente: Villa Grimaldi

 

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