por Rodrigo Benedith.
Después de la fallida autoproclamación de Juan Guaidó, ahora ni el mismo Elliot Abrams lo puede defender sin hacer malabares ante los medios internacionales.
Luego del fracaso en la entrada de la supuesta ayuda humanitaria vía la frontera colombiana, incendiada según varias fuentes, incluido el New York Times, por la oposición; de la calma y resistencia del pueblo venezolano ante el saboteo a los sistemas de control industrial de la hidroeléctrica Simón Bolívar, que publicaciones como Forbes sugieren como un ciberataque desde el exterior que cortó de tajo el 70 por ciento de electricidad de todo el país.
Como consecuencia de la impresionante muestra de resiliencia del gobierno del Presidente Nicolás Maduro, que descansa en una importante movilización de los amplios sectores beneficiados por la Revolución Bolivariana y la lealtad de las fuerzas armadas de Venezuela, Estados Unidos recurre a un nueva estrategia: el uso de instituciones internacionales, todavía con cierto prestigio, para crear ex profeso una causa justa que dé razones para una intervención.
Haber puesto a la cabeza de la operación a personajes tan oscuros y desequilibrados como John Bolton, Elliot Abrams, Mike Pence y Marco Rubio, creó, para la Casa Blanca, una crisis de comunicación de las razones para una intervención en Venezuela.
Es aquí donde el uso de una figura como Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, respetada, todavía, en algunos círculos progresistas de América Latina, funciona.
Una intervención humanitaria que se sostenga en los frágiles andamios del derecho internacional debe tener por lo menos cuatro requisitos esenciales: una causa justa, proporcionalidad, una posibilidad razonable de éxito y el uso de ésta como último recurso.
Más que ingenuidad, pecaríamos de ignorancia si creyéramos que el gobierno de los Estados Unidos ciñe su política exterior a motivos genuinamente humanitarios, jurídicamente bien sustentados, en lugar de intereses económicos y geopolíticos.
De hecho, en un acto de cinismo que se balancea en la delgada línea del sarcasmo sin vergüenza, la invasión estadounidense de 1989 a Panamá se llamó “Causa Justa”.
En Venezuela no existe el pretexto de la Causa Justa que, aunque inacabada de conceptualizar por los teóricos de las intervenciones humanitarias, se puede entender como actos consumados de violación de derechos humanos a ciudadanos por su propio gobierno, o, en el contexto de una guerra civil, a no combatientes.
En Venezuela si bien existe una crisis creada y exacerbada por una guerra económica y un acoso diplomático, el gobierno bolivariano está buscando activamente soluciones a ésta.
Y, cuando en 2017, la oposición generó violencia en las calles, la respuesta del gobierno fue exclusivamente para el mantenimiento del orden como cualquier gobierno occidental lo haría; mayor es la represión que el gobierno de Macron está llevando a cabo, en este momento, en las calles francesas contra los chalecos amarillos.
Pero, aquí es donde entra Michelle Bachelet, y su informe oral de actualización sobre la situación de derechos humanos en la República Bolivariana de Venezuela.
Este informe trata de construir deliberadamente una Causa Justa cuando habla de su preocupación “por la magnitud y la gravedad de la repercusión de la crisis actual de los derechos humanos” en Venezuela y, esto, como “factor de desestabilización regional”.
Habla del sufrimiento por el corte de energía eléctrica, pero no menciona el sabotaje como origen; del deterioro del sistema de salud, pero no del bloqueo comercial impuesto que impide la entrada de medicinas.
Dedica apenas dos renglones sobre su “preocupación” por las nuevas sanciones económicas. Y habla sobre denuncias de ejecuciones extrajudiciales que, aunque las pondera como “posibles”, deja mucho material para encabezados de la prensa aliada del imperio.
No sólo es el contenido del informe, es el medio, Michelle Bachelet: la militante del Partido Socialista, la torturada durante la dictadura, la primera mujer presidenta de Chile, la Alta Comisionada para los Derechos Humanos.
Su papel parece inocuo pero es infame, porque le da el pretexto perfecto a Estados Unidos, y sus satélites, para una intervención más intensa, pudiendo llegar a la escalada militar.
A Bachelet le convendría recordar lo que le decía a Piñera hace apenas unos años:
“En democracia, minorías no pueden buscar cambiar la decisión de las mayorías”.
Y menos por la fuerza, como le tocó vivir a ella en 1973.
Fuente: Medium