En sus recientes actos de intervención electoral, el Sr. Presidente intentó –con algo de la desesperación que cruza a la derecha– responder a las propuestas de los candidatos presidenciales, que plantean, con mayor o menor profundidad, desde distintas perspectivas, cambios políticos, sociales, económicos profundos en nuestro país. “Yo me pregunto, ¿en qué país viven?”, dijo el Presidente. La pregunta es al revés, ¿en qué país vive el Presidente?
¿Las multitudinarias movilizaciones sociales de los últimos años, no le dicen nada al Presidente? ¿Cuál es el “maravilloso país” que defiende y quiere hacer perdurar el Presidente?
El Chile maravilloso del Presidente es uno de los países del mundo con peor distribución de la riqueza. Tal vez, esto es lo que considera maravilloso, pues les ha permitido a él y a un grupo reducidísimo de grandes empresarios acumular fortunas que los colocan entre los más ricos del mundo, mientras millones de chilenos viven en la pobreza y la indigencia.
El país de Jauja del Presidente tiene una legislación laboral, impuesta en tiempos de dictadura por su hermano, que niega derechos básicos a los trabajadores y que está en la base de la profunda desigualdad de nuestro país.
El Chile maravilloso del Presidente es uno de los países que tiene el sistema educativo con la mayor segregación social y académica, que echa por la borda el reiterado discurso gubernamental de la “igualdad de oportunidades” que ha convertido un derecho en un negocio, “un bien de consumo”, como alguna vez dijo el primer mandatario, con un grado de mercantilización no comparable ni remotamente con ninguno otro en el mundo.
De mala calidad –por dar sólo un dato, un 42% de los egresados de Enseñanza Media no comprenden lo que leen–; pero, tal vez, ahí está la base de la apreciación presidencial, el derecho a una educación de calidad se ha convertido en un buen negocio y, más aun, con recursos públicos para algunos.
Algo similar ocurre con la salud, en el país de Jauja del Presidente: un derecho convertido en negocio en el que las isapres se hacen ricas a costa de la salud de los chilenos y se construyen cada año clínicas y hospitales privados con los recursos de los mismos chilenos, y el país no puede garantizar atención básica de calidad a sus habitantes.
Sucede lo mismo con el derecho a la previsión. Ahí, son las administradoras, de las que hoy se apoderan grandes transnacionales, las que hacen el gran negocio y los trabajadores chilenos, que son los constructores del país y los generadores de la riqueza, deben terminar sus vidas con pensiones miserables.
Pese a todo lo anterior, los chilenos cada cierto tiempo conocemos de escándalos financieros en que empresarios intentan sacar aún mayor provecho y perjudicar a los pequeños accionistas o directamente a los ciudadanos. Los casos del Banco Talca y Chispas en su momento, lo de La Polar, Cencosud, Cascadas en el último tiempo, son una muestra de que es un problema generado por el sistema impuesto.
Ese país, tiene una Constitución y un régimen político que limitan gravemente la democracia, que permiten todo lo anterior e impiden la representación y la participación de la sociedad, entregando a la minoría, en los hechos, la conducción de la nación. Una Constitución que no reconoce los derechos y la cultura de los pueblos indígenas, que permite la destrucción de nuestro medio ambiente y naturaleza, convirtiéndolos en un negocio más, que desconoce a las regiones.
Ese país, es uno de los países que en el mundo tiene mayor cantidad de personas en las cárceles, pese a lo cual, la delincuencia continúa creciendo porque no se enfrentan las razones sociales que la generan.
Se podría continuar, pero los chilenos lo sabemos y sufrimos cotidianamente.
Sí, ese país lo queremos cambiar y el cambio no es el Apocalipsis, sino construir un país de todos, más justo, más democrático, más participativo, centrado en los seres humanos y no en los negocios de unos pocos.
(*) Profesor de Historia, Miembro de la Comisión Política de Izquierda Ciudadana
Fuente: El Mostrador