por Ricardo Coñoepan Barahona
El patio de la Facultad de Medicina de la Universidad de la Frontera (UFRO) se parece mucho a un hospital de campaña en tiempos de guerra, de esos que se ven en las películas gringas.
Bajo un toldo se extienden un par de camillas rodeadas por mesas en las que el algodón, las gasas y el alcohol se ocupan, acaban y reponen en un abrir y cerrar de ojos, y en donde jóvenes con delantales clínicos, brazos descubiertos y rostros cansados se mueven rápido, aplican curaciones, dan instrucciones y toman decisiones, al igual que un hospital de campaña en tiempos de grandes contiendas.
Y es que, desde el inicio del “estallido social” del mes de octubre, el recinto universitario se transformó en un centro de primeros auxilios liderado por los propios estudiantes de las carreras de salud de la UFRO, atendiendo a cientos de lesionados de diversa consideración que ha dejado el actuar de Carabineros en las manifestaciones.
Así, de manera voluntaria e incluso a costa de exponer su propia integridad, el equipo conformado por estudiantes de medicina, pero también de enfermería, kinesiología, terapia ocupacional, obstetricia y psicología de esta y otras casas de estudio de la región, se asignan turnos de 8 o 12 horas ininterrumpidas para dividirse el trabajo en dos niveles: están los que están en la “primera línea” de los enfrentamientos, que premunidos de cascos, delantales e improvisados escudos con cruces rojas pintadas en el centro, son la primera asistencia a los heridos, los que, dependiendo de la gravedad de las lesiones, son trasladados al interior de la universidad, en donde son mejor evaluados, se extraen perdigones, se aplican vendajes y, cuando los casos son más graves, se derivan a la urgencia del Hospital Regional de Temuco, que se encuentra al frente.
Todo esto esto, además, acompañado de médicos egresados que destinan sus horas libres como voluntarios y voluntarias.
Siendo esto ya la rutina diaria de muchos, no se puede pasar por alto un detalle importante. Hoy no es un día cualquiera para esta improvisada sala de urgencias: es 14 de noviembre, día del primer aniversario del homicidio de Camilo Catrillanca y, a pesar de que yo llego cerca de las seis de la tarde al lugar, las manifestaciones ya llevan bastantes horas, y los enfrentamientos también.
Por otro lado, los ánimos por parte de Carabineros se encuentran mucho más exaltados a causa del fallo de la Corte de Apelaciones de Temuco, que esa misma mañana acogió un recurso de protección y ordenó a los uniformados abstenerse de arrojar gases y perdigones en las inmediaciones del Hospital Regional.
Pero el mandato judicial les importó poco: a los 15 minutos, y siendo custodiado por los voluntarios de salud “de primera línea”, veo aparecer al primer herido: al menos dos balines le llegaron al brazo y sangrando intensamente.
El operativo se puso en marcha: había que detener la hemorragia y aplicar curaciones, después de varios minutos el trabajo tiene éxito y el paciente pasa al segundo “box” de atención: un mesón en el que observadores de Derechos Humanos recogen las denuncias relacionadas a los casos de violencia policial.
Toman fotos, graban videos testimoniales y completan una extensa hoja que relata los hechos y que luego servirá para complementar la maratónica labor del INDH durante estas semanas. Una mención honrosa merecen quienes han estado cocinando todos los días en una olla común que alimenta a todo quien lo necesite: médicos, estudiantes, funcionarios de la universidad o acompañantes de los heridos.
Comienza a existir un tejido social hoy que, lamentablemente, no debiese verse sólo en en momentos de crisis.
Habían pasado menos de 40 minutos desde el primer herido con balines que vi, cuando fuerzas especiales volvió a romper la orden de la Corte: un estruendo al interior del campus fue la previa a una nube de gas lacrimógeno que nos rodeó y que hizo correr a las personas que estaban más cerca de los accesos.
De inmediato quienes estamos cerca de las camillas tomamos nuestras bolsas con limones y los rociadores de agua con bicarbonato y corremos a apoyar a los que recibieron el gas de forma más directa. Pero es poco lo que podemos hacer: el gas (que no había tenido el “gusto” de probar y que era completamente diferente a los que habíamos sentido días anteriores) también nos llega a nosotros, y a mí literalmente, me tira al piso en una mezcla de dolor, tos, arcadas, ardor, dificultades para respirar y una rabia incontenible que me hace llorar.
Me cuesta pensar que exista un carabinero que, de forma deliberada, haga estallar gas lacrimógeno en un recinto asistencial. Y mientras todas esas sensaciones pasan por mi cuerpo, deseo que los responsables de estas torturas paguen.
Después de todo este caos y dolor, y mucho mas repuesto, me siento a conversar con una amiga egresada de psicología, que colabora con la contención emocional de los lesionados. Me cuenta que durante estas semanas ha visto de todo: estudiantes universitarios que salieron a marchar por primera vez, adultos jóvenes que son profesionales y a los ya habituales combatientes que en esta y otras movilizaciones, están siempre en la ya famosa “primera línea” combativa, que acá en Temuco se encuentra en Montt con Caupolicán, a esta altura la “zona cero” del cruce de piedras, barricadas y disparos.
Pero de lo que me cuenta, lo que más me sorprende es la cantidad de adolescentes -en su mayoría hombres- que son parte de esa primera línea y que vienen de la periferia de Temuco.
“Y no tienen nada que perder: ya no les queda mucho a nivel familiar o social. Entonces les da lo mismo que los detengan o les disparen porque saben que aquí van a tener atención médica e incluso comida caliente, pancito y acompañamiento de los que trabajamos acá”, me comenta.
Es lógico, cuando no tienes nada que arriesgar, no tienes nada que perder.
Pero mientras hablábamos, nos tocó volver a la realidad con la llegada de otro herido por perdigones, que se suma a los casi 20 que han atendido hoy. Esta vez, carabineros le dió en las piernas y lo trasladan sobre una camilla de rescate para luego retirar, si es posible, los perdigones.
En medio del caos me encuentro con Martín, un antiguo compañero del liceo que estudia medicina, y que luego de evaluar al joven lesionado, me dice que en este caso no será posible retirar los perdigones porque están muy adentro y hacerlo, significa romper mucho más tejido del que se va a salvar.
Durante el resto de tarde que estuve en el lugar, no dejé de pensar en esa persona y lo estresante que va a ser para él llevar esa marca permanente por culpa de Carabineros. Hasta ese día, según datos del INDH, más de 200 personas en todo el país sufrieron lesiones oculares producto de escopetas antidisturbios y en La Araucanía al menos tres de ellas literalmente perdieron uno de sus ojos.
Después de casi cinco horas en el lugar, me retiro. Un poco cansado, un poco con hambre, pero bastante desmoralizado. A esas alturas, ya había perdido la cuenta de los disparos que oí, o de los heridos que vi llegar, pero no podré olvidar la cara de los y las estudiantes del área de salud que transformaron un campus universitario en un hospital de campaña, en medio de una guerra que nos declararon de manera unilateral y en desigualdad de condiciones.
Estos jóvenes no sólo existen en Temuco, ellos son parte de los cientos de voluntarios, estudiantes y profesionales, hombres y mujeres que se han desplegado a lo largo de todo el país, armados tan sólo con manos generosas, banderas improvisadas, cascos blancos y escudos con cruces rojas, mochilas cargadas con botiquines que podrían salvarle la vida a alguien, no en un centro de salud establecido, sino en universidades o pequeños callejones en donde los disparos no alcancen a llegar.
Esos jóvenes son hoy una de las caras menos visibles de este todo este conflicto y, tal vez, sean la clave en un futuro para comenzar a solucionar la crisis sanitaria por la que atraviesa nuestro país, y para la que al menos en lo que se refiere a atención de urgencia, han tenido el triste privilegio de iniciar su internado de forma anticipada: viendo como un gobierno dispara a su propio pueblo, en una guerra imaginaria.
Fuente: El Quinto Poder