Antonio Gramsci (*)
Los maximalistas rusos son la misma revolución rusa.
Kerensky, Tsereteli, Txernov son el estancamiento de la revolución, son los realizadores del primer equilibrio social, la resultante de fuerzas en las que los moderados tienen mucha importancia todavía. Los maximalistas son la continuidad de la revolución, son el ritmo de la revolución: por eso son la revolución misma.
Ellos encarnan la idea-límite del socialismo: quieren todo el socialismo. Y tienen esta tarea: impedir que se llegue a un compromiso definitivo entre el pasado milenario y la idea, es decir, seguir siendo el símbolo viviente de la meta última a la que se debe tender; impedir que el problema inmediato del qué hacer hoy se dilate hasta ocupar toda la conciencia y se convierta en la única preocupación, en frenesí espasmódico que alza rejas insuperables para ulteriores posibilidades de realización.
Este es el mayor peligro de todas las revoluciones: el formarse una convicción de que un momento determinado de la vida nueva sea definitivo y que hay que detenerse para mirar hacia atrás, para consolidar lo hecho, para gozar finalmente del éxito propio. Para descansar. Una crisis revolucionaria agota rápidamente a los hombres. Cansa rápidamente. Y se comprende un estado de ánimo semejante. Rusia, sin embargo, tuvo esta suerte: ha ignorado el jacobinismo.
Por tanto, fue posible la propaganda fulminante de todas las ideas, y a través de esta propaganda se formaron numerosos grupos políticos, cada uno de los cuales es más audaz y no quiere detenerse, cada uno de los cuales cree que el momento definitivo que hay que alcanzar está más allá, está todavía lejano.
Los maximalistas, los extremistas, son el último anillo lógico de este devenir revolucionario. Por ello se continúa en la lucha, se va adelante porque siempre hay cuando menos un grupo que quiere ir adelante, que trabaja en la masa, que suscita siempre nuevas energías proletarias y que organiza nuevas fuerzas sociales que amenazan a los cansados, que los controlan, y que se demuestran capaces de sustituirlos, de eliminarlos si no se renuevan, si no se enderezan para seguir adelante.
Así la revolución no se detiene, no cierra su ciclo. Devora a sus hombres, sustituye a un grupo con otro más audaz y por esta inestabilidad, por esta perfección nunca alcanzada, es verdadera y plena revolución.
Los maximalistas en Rusia son los enemigos de los cobardes, el aguijón de los indolentes: han derrumbado hasta ahora todos los intentos de contención del torrente revolucionario, han impedido la formación de pantanos estancadores, de muertes por desgaste. Por eso son odiados por las burguesías occidentales, por eso los periódicos de Italia, Francia e Inglaterra los difaman, intentan desacreditarlos, sofocarlos bajo un alud de calumnias.
Las burguesías occidentales esperaban que al enorme esfuerzo de pensamiento y de acción que costó el nacimiento de la nueva vida siguiese una crisis de pereza mental, un repliegue de la dinámica actividad de los revolucionarios que fuese el principio de un asentamiento definitivo del nuevo estado de cosas.
Pero en Rusia no hay jacobinos. El grupo de los socialistas moderados, que tuvo el poder en sus manos, no destruyó, no intentó sofocar en sangre a los vanguardistas. Lenin en la revolución socialista no ha tenido el destino de Babeuf. Ha podido convertir su pensamiento en fuerza operante en la historia. Ha suscitado energías que ya no morirán*.
Él y sus compañeros bolcheviques están persuadidos que es posible realizar el socialismo en cualquier momento. Están nutridos de pensamiento marxista. Son revolucionarios, no evolucionistas. Y el pensamiento revolucionario niega que el tiempo sea factor de progreso. Niega que todas las experiencias intermedias entre la concepción del socialismo y su realización deban tener una comprobación absoluta e integral en tiempo y espacio. Basta que estas experiencias se den en el pensamiento para que sean superadas y se pueda seguir adelante.
En cambio, es necesario sacudir las conciencias y conquistarlas. Y Lenin con sus compañeros ha sacudido las conciencias y las ha conquistado. Su persuasión no se quedó sólo en la audacia del pensamiento: se encarnó en individuos, en muchos individuos, resultó fructuosa en obras.
Creó ese grupo que es necesario para oponerse a los compromisos definitivos, a todo lo que pudiese convertirse en definitivo. Y la revolución continúa [“Es la revolución continua”, según versión de Ediciones Torre, 1976]. Toda la vida se ha hecho verdaderamente revolucionaria; es una actividad siempre actual, es un continuo cambio. Nuevas energías son suscitadas, nuevas ideas-fuerza propagadas. De esta manera, los hombres, todos los hombres, son finalmente los artífices de su destino. Ahora ya hay un fermento que compone y recompone los agregados sociales sin reposo, y que impide que la vida se adapte al éxito momentáneo.
Lenin y sus camaradas más destacados pueden ser arrollados en el desencadenamiento de los huracanes que ellos mismos suscitaron, pero no desaparecerán todos sus seguidores, ya son demasiado numerosos. El incendio revolucionario se propaga, prende corazones y cerebros nuevos, hace brasas ardientes de luz nueva, de nuevas llamas, devoradoras de indolencias y fatigas. La revolución prosigue hasta su completa realización. Todavía está lejano el tiempo en que será posible un reposo relativo. Y la vida es siempre revolución.
(*) Publicado en Il Grido del Popolo, 28 de julio, 1917