Hace 80 años, un 27 de abril en Roma, murió Antonio Gramsci. Seis días antes había adquirido la libertad, o lo que significaba eso en la Italia de Mussolini. Gramsci moría lejos de la política.
Sus escritos de la prisión denotan la densidad de la reflexión sopesada y calma, de la derrota, y si se han hecho clásicos es precisamente por la obligada carencia de contingencia a la que se vio sometido por el régimen de prisión política que duró casi once años.
Esa herencia, polémica y voluble a la ambigüedad y contradicción por su propia genética, se inscribió tanto en una tradición de la teoría política propiamente peninsular (con Maquiavelo como fundador) como en la tradición de la política marxista (con Lenin al centro).
Esta producción del comunista sardo, la de los Cuadernos de la Cárcel, opaca al Gramsci más contingente, el que no tenía calma para pensar sino el apuro del líder de acción de un partido comunista y bolchevique. El Gramsci que va desde sus columnas Sotto la Mole del Avanti! en Torino hasta Las tesis de Lyon de 1925-26, su último texto antes de ser encarcelado, es uno prisionero de la contingencia. Como él mismo pregonaba, era un intelectual orgánico de la clase obrera, cuyo trabajo no era representar el malestar de los trabajadores ante otros representantes de otras clases, sino organizar ese malestar, hacer puente entre su rabia y la esperanza y organizar un camino posible para vencer y terminar con el capitalismo que consumía humanos vivos.
Si bien no es posible pensar en dos Gramsci, si es posible observar en su obra que lo que antes de 1923 está dominado por el entusiasmo y la reflexión sobre cómo se produce la victoria, desde 1926 se ve determinado por cómo evitar derrotas, como tomar sopesados y largos caminos de lucha, que requieren una elevada conciencia histórica sobre el proceso que se protagoniza.
Veinte años antes de su muerte, Gramsci escribía sobre un hecho que rajaba el mundo pariendo una nueva historia, la revolución rusa. Ese hecho este año cumple 100 años, y no hay mejor manera de conmemorar que con dos textos escritos por Gramsci, “en caliente” durante 1917.
El primero fue escrito y publicado en julio, entre la revolución de febrero y la de octubre. Llamado “Los maximalistas rusos”, trata sobre las distintas corrientes revolucionarias que estaban contra la normalización en el proceso democrático burgués, según la nomenclatura de etapas revolucionarias canónicas en el marxismo del período.
En dicho texto, un Gramsci de 26 años insiste en plantear que Lenin y los enemigos del gobierno de Kerensky son la alternativa libertaria y socialista del movimiento obrero. Para Gramsci “Él [Lenin] y sus compañeros bolcheviques están persuadidos que es posible realizar el socialismo en cualquier momento. Están nutridos de pensamiento marxista. Son revolucionarios, no evolucionistas. Y el pensamiento revolucionario niega que el tiempo sea factor de progreso”.
En el segundo texto, publicado en noviembre, Gramsci celebra la toma del poder de los bolcheviques, sobre todo su carácter destructor del canon revolucionario. Tan así que lo llamó “La revolución contra El Capital”, dejando abierto el evidente doble significado.
Festeja, con una alegría y entusiasmo que no volverá a verse en sus escritos, que la creatividad de la revolución rusa descuajeringa cualquier molde preconcebido de cómo “debe ser” la política de transformación. Dirá entonces que “Los hechos han superado las ideologías. Los hechos han reventado los esquemas críticos según los cuales la historia de Rusia hubiera debido desarrollarse según los cánones del materialismo histórico. Los bolcheviques reniegan de Carlos Marx al afirmar, con el testimonio de la acción desarrollada, de las conquistas obtenidas, que los cánones del materialismo histórico no son tan férreos como se pudiera pensar y se ha pensado”.
Así las cosas, el primer texto promueve y anuncia lo que en el segundo se celebra en su realización: Si la política del orden, de la administración de las cosas, tiene manuales y métodos es porque respeta protocolos y cauces pétreos para mantener ese orden; la política revolucionaria debe negar todo cauce y protocolo, debe ser incómoda, debe crear sobre la marcha, debe ser nueva o no ser.
Es evidente en la lectura de ambos textos que Gramsci se complace satisfecho de confirmar las ideas en los hechos. Sobre todo se complace en contradecir el determinismo bruto y cómodo, tanto el de la ultraizquierda que solo puede ver derrota o resistencia en el futuro, como el socialdemócrata que solo imagina redundar y acrecentar lentamente las migajas legalmente aseguradas que algunos trabajadores tienen.
Estos textos se leen, como no, bajo la triste sombra del stalinismo que le siguió a los hechos de Rusia tras los años veinte. El último párrafo del segundo texto no deja sino de ser una terrible paradoja, ahora, un siglo más tarde.
Para Gramsci, ese fracaso no existe aún, y la revolución y la creación libre son sinónimos todavía. En los escritos salta a la vista ese doble significado de revolución: libertad y creación, y ese significado es el que reivindicamos hoy, a 80 años de su muerte, contra cualquier reducción al estatismo o al caudillismo populista.
Esa idea de revolución puede ser extrema sin ser brutal, asume maduramente la violencia sin reivindicarla. Gramsci denotaba una consciencia sobre que el capitalismo es contrario a la vida, y por lo mismo su frase de que “la vida es siempre revolución” es tanto una constatación de la rebeldía como una propuesta de utopía.
Fuente: Red Seca