El 24 de junio de 1935 moría Carlos Gardel. Este cantor de tangos argentino, como suele ocurrir en Argentina, tal vez fuera uruguayo o francés. Los eruditos se han enzarzado en sutiles disputas documentales acerca de fechas y lugares de nacimiento y las conclusiones siguen inciertas y sugestivamente misteriosas. ¿Toulouse o Tacuarembó? ¿ 1883, 1887 o 1890?
Gardel y tango son, al menos en España, prácticamente sinónimos. Fuera del repertorio gardeliano se conoce muy poco: apenas se sabe que hubo un tango arcaico, la Guardia vieja, y que hacia 1940 un fuerte movimiento de renovación literaria llevó a las letras de tango la experiencia de las vanguardias del veinte, así como que luego Astor Piazzolla se valió de ciertos elementos del tango para codearse con Igor Stravinski y Béla Bartók.
Unido a la imagen tópica del porteño bien vestido, muy cuidadoso de su peinado, seductor, repentista, algo chulo y prepotente (lo que en Buenos Aires se llama un atropellador), Gardel instala, impertérrito, su lugar de estrella del music hall internacional al lado de esas variables deidades que se llaman Maurice Chevalier, Concha Piquer, Amalia Rodrigues o Josephine Baker.
A pesar de que sus discos tienen un sonido que parece viejo a los oídos de un consumidor actual y de que en muchos países europeos no se entiende lo que canta, Gardel sigue teniendo un público que justifica la constante reedición de sus discos.
He visto a Gardel en escaparates de París y de Lisboa, en remotas aldeas de Galicia y Asturias. Una vendedora de discos francesa me dijo cierta vez: «¿Acaso los norteamericanos entienden lo que canta Edith Piaf?». Desde luego, la sugestión de una voz y la inmediatez de la música pueden más que las distancias lingüísticas, el espacio y el tiempo.
Lo curioso del caso gardeliano es que lo sabido acerca de su biografía es proporcionalmente inverso a lo que se ha difundido su obra. De casi todas las grandes figuras del espectáculo se puede narrar una biografía puntual, aunque siempre dentro de la historia haya su cuota de leyenda. De Gardel se sabe poco y nada, y lo poco que se sabe está en entredicho y abre grandes incógnitas.
Mucho más neta es su aportación a la historia del tango. Se conoce la antigüedad de esta forma musical, que data de la década 1860–1870, y lo relativamente tardía que fue la incorporación de la letra a la música.
Aunque letrillas anónimas, ocasionales y normalmente subidas de tono eran habituales en el tango primitivo, la profesión de letrista de tango sólo se consolida en 1918, cuando Gardel populariza Mi noche triste, con versos de Pascual Contursi.
Desde ese momento la producción literaria del tango se hace torrencial y constituye, con su pequeña sociología de barrios pobres y decentes y de barrios céntricos y pérfidos, uno de sus principales atractivos, pues el pueblo no sólo lo baila y lo silba, sino que lo canta y se identifica con sus modelos típicos.
En general, los cantores (y sobre todo cantatrices) de tangos eran actores de sainete y de tingladillos de feria que intentaban imitar a las tonadilleras y cantantes de zarzuela, sobre todo los que practicaban el género chico.
Gardel es el primer cantor que lleva a la emisión del tango la fonética y la prosodia del habla rioplatense, a la vez que distingue los diversos géneros: el tango literario con pretensiones modernistas, el tango lunfardo, el dramático, el irónico, el reflexivo, el narrativo.
Domina el panorama este último, el tango que describe un ambiente y cuenta una historia que se desarrolla en él. Si hubiera que buscarle un símil español sería el cuplé, pues éste, heredero de aquellos entremeses teatrales de los que surgió la zarzuela, también suele ser una historia teatralizada de bolsillo.
Se distancia, en cambio, el cante jondo, cuyas letras son siempre como fragmentarias y los melismas del cantaor contribuyen a difuminarlas, perdiendo su importancia y cediéndola al tono de la jondura misma.
¿Contribuyó el misterio de la biografía gardeliana a su predicamento entre las masas argentinas? Téngase en cuenta que hacia 1920 el elemento inmigratorio era dominante en Argentina.
Esas multitudes venían de lejos (mejor dicho, iban a tierras lejanas) y habían perdido su contacto con el lugar de origen. La patria, la tierra del padre, se había borrado en su paisaje inmediato y ante ellos estaba un país inédito, una sociedad que prometía la riqueza rápida y fácil, el ascenso y el desclasamiento.
No es absurdo, pues, que los protagonistas de su imaginación también fueran personajes que ocultaban su origen y se presentaban vestidos con los atributos de una clase social que no era la aborigen.
En las letras de los tangos es notable la ausencia de la figura paterna, al contrario de la materna, que ocupa un sitio protagonista. Familia de huérfanos o de bastardos, casa chica de un padre misterioso que sostiene una doble vida, hijos abandonados que ven en la madre a la conductora del núcleo familiar, la familia del tango elige como ídolo a Gardel, cuyo padre es ignoto, y que él mismo no tiene hijos.
Cantó a las madres sufridas que siempre aguardan el retorno de los hijos calaveras, a las novias virtuosas que preferían la tisis a la prostitución, pero también a las melancólicas francesas o gallegas que, llevadas por la alucinación de la riqueza, terminaron tosiendo en un rincón del cabaré. Hoy su mitología tiene la ternura camp de los mundos muertos, pero su arte de cantahistorias suburbano brilla seguro con la lejanía mineral de los astros solitarios.
(*) Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista; corresponsal de La Opinión y La Razón (Buenos Aires), Cuadernos Noventa (Barcelona) y Vuelta (México, bajo la dirección de Octavio Paz); pensador respetado en todo el ámbito hispanohablante.
Fuente: The Cult