En no pocas ocasiones se escucha, con mucha razón, que el repunte de la derecha en América Latina –cual si fuera una demostración de aquel corsi et ricorsi de Jean Baptista Vico- revela para la izquierda muchas necesidades.
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Derrotas electorales, dirigentes corruptos, asedio económico, golpes de Estado “blandos”, son panoramas a la vista desalentadores de una coyuntura histórica que trasciende las fronteras de cada Estado para ralentizar el proceso de consolidación de la unidad latinoamericana.
Ello denota que hay muchas urgencias en la izquierda por replantearse métodos de lucha y de hacer política, y demanda un examen muy profundo hacia lo interno de las organizaciones políticas y de su ejercicio del poder. Quiero detenerme en este momento solamente en un problema devenido cardinal para la consolidación de estos procesos que vive Latinoamérica: la importancia de los líderes en relación con la verdadera naturaleza de los procesos revolucionarios.
Por muy cercanas razones históricas, culturales, geográficas -y de muchas otras también-, la cultura del cacique ha sido un elemento determinante en la conducción y pervivencia de los procesos políticos y sociales en Latinoamérica.
El simbolismo de los liderazgos fuertes o virtuosos, que enfrentan adversidades y las conducen a buen puerto, o fracasan heroicamente en el intento, es una particularidad marcada de la región, cuya historia relativamente reciente se admiró de sus Libertadores en el proceso de liberación colonial, y ha visto con dolor las crudezas de sanguinarias dictaduras en todo el cono sur durante buena parte del siglo XX, como ese modo “fuerte” de tomar las riendas muy conveniente a los Estados Unidos.
Se asimiló como un fenómeno tal de esta parte del mundo, que tendría un influjo muy marcado en novelas de tan renombrados autores como Ramón Valle Inclán, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier o Augusto Roa Bastos.
Con el derrumbe de estas dictaduras y el advenimiento de las llamadas democracias a finales de la década del 80 y principios del 90, no por azar muchos de los debates giraron entre antiguas y nuevas visiones de la política y el ejercicio del poder, con el punto de mira en la tradición de los liderazgos temporalmente largos, sobre todo por el influjo que desde entonces se descubrió del modelo político de Estados Unidos en todo el Continente.
Pero pasemos a un aspecto puntual de los procesos de izquierda actuales. Muchos de ellos se han identificado de una manera extraordinaria con líderes de tamaño descomunal como Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales.
Esto, por supuesto, obedece a muchos factores. Han sido los líderes de grandes transformaciones sociales, económicas y políticas –electos democráticamente- y han mostrado una vez más la influencia enorme del líder en el curso y desenlace de los acontecimientos históricos. Esto parece estar fuera de duda, incluso para los enemigos de los procesos de izquierda, que desde lejana data tienen en las prioridades de sus cálculos la eliminación física de los líderes como paso imprescindible para desmantelar estos procesos.
El propio marxismo colocó en una perspectiva general el rol de los líderes y hombres dirigentes en el curso de historia, en el marco de una relación entre la casualidad y la necesidad en los procesos históricos.
Con la muerte de Chávez en 2013, apareció de súbito, sin embargo, una preocupación sobre la verdadera naturaleza de los procesos políticos en Latinoamérica ante la ausencia de grandes líderes. Y en más de una ocasión parece explotar la idea de que el futuro de un proyecto social no puede colocarse en la perspectiva de crear las bases políticas e ideológicas teniendo la figura del líder como alfa y omega del propio proceso.
No pugna esta afirmación con la importancia y la necesidad de los líderes en los procesos: el líder rompe los esquemas tradicionales en lo teórico, programático e ideológico; en la lucha detecta los más finos detalles en la urdimbre de los escenarios sociales y políticos que devienen trascendentales en una escala estratégica; proyecta la seguridad del futuro en una combinación de conductas e ideas que suelen mostrar carismas de multitudes; intuyen y proyectan previsiones de ajedrecista, y cancela toda posibilidad de pensar en negativo; expresa toda la perspectiva consecuente y alentadora de un proceso ante frustrados e inevitables fases de la lucha.
Pero muy pocas posibilidades de continuidad y éxito tendrán si la tendencia de los procesos de emancipación lo confía en la inmortalidad física de determinados seres extraordinarios. Lo mejor, lo más conveniente, es fortalecer la institucionalidad revolucionaria, extender y consolidar la hegemonía político-ideológica de izquierda.
En muchas partes del mundo el capitalismo ha sabido prescindir en largos períodos de los líderes virtuosos y geniales, precisamente porque estas figuras devinieron secundarias en un esquema de dominación cuyos factores esenciales están apuntalados por una institucionalidad fuerte y consolidada, por la articulación de una hegemonía que hace primar al sistema sobre los individuos.
En este contexto, la izquierda encuentra un émulo en la victoria provisional de la hegemonía ideológica-política del capitalismo. Y sobre todo, en la idea que venimos sosteniendo: de que más allá de la necesidad del líder está la necesidad del propio proyecto político y social, y la posibilidad de su continuidad y supervivencia.
Un peso extraordinariamente importante lo juega aquí la consolidación de las estructuras partidistas. Esta lección de alguna manera la aprendieron algunos partidos y movimientos de izquierda, cuando en el contexto de la ofensiva neoliberal de finales de la década del 90 y principios del siglo XXI, no concedieron tanta importancia al tema de la organización partidista y a la concientización de las masas, y no pudieron consolidar una alternativa viable inmediata con el derrocamiento de varios gobiernos en Ecuador, Bolivia y Argentina.
Se perdió para aquel momento coyuntural -y antes de la llegada en aquellos países de gobiernos progresistas-, la visión estratégica de la organización, las estructuras jerarquizadas, la estrategia revolucionaria, la unificación de las concepciones de lucha, y cayeron en un dañino camino del espontaneísmo en la lucha.
En la consolidación de los procesos de izquierda que vive el continente, esta lógica opera en un sentido proporcional. Partidos fuertes y bien organizados deben ser congruentes con una política de cuadros correcta.
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A la par, la hegemonía política e ideológica debe consolidarse con el desmantelamiento gradual de las estructuras y los condicionamientos que sirven de plataforma para reproducción de los patrones capitalistas. No la imposición de consenso, sino la construcción de consenso a partir de una plataforma estructural, en lo político e ideológico, que potencie y sirva de condicionamiento para afirmar y extender ideas, valores, paradigmas.
En suma, la izquierda necesita construir y consolidar proyectos emancipatorios desde una institucionalidad que reproduzca la socialización del poder político y de las relaciones económicas de producción, que amplíe la democratización de la vía pública hasta descenderla a nivel celular en la sociedad.
El socialismo latinoamericano necesita de enseñanzas permanentes, de llegar al convencimiento de una educación popular socialista, de colocar en la perspectiva del indoamericano sus necesidades, tradiciones y cultura, de focalizar los anhelos y esperanzas grupales y de las comunidades.
De todo lo expresado, una última conclusión que ha atravesado todo este comentario: los proyectos emancipatorios deben lograr articular un modelo contrahegemónico al capitalismo que logre potenciar y reproducir un sistema en que la centralidad lo ocupe el liderazgo colectivo de las masas, a partir de la estructuración de mecanismos y vías institucionales para canalizar y potenciar su impulso creativo en un marco de hegemonía ideológica y política que permita la existencia de esferas de plena realización material y espiritual.
(*) Jurista. Miembro de la Junta Nacional de la Sociedad Cultural José Martí
Fuente: Cubadebate