Con ocasión de las interesantes exposiciones efectuadas ante la Comisión de Constitución de la Cámara de Diputados, en el marco de la tramitación del Proyecto de Ley que busca la nulidad de la ley 20.657 que modificó la Ley General de Pesca y Acuicultura, surgen posturas y legítimas interrogantes que enriquecen la discusión, y que son necesarias tener presentes pues inciden en aspectos de fondo que nos atañen a todos, sin distinción.
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Todos volcados a resolver la siguiente pregunta:
¿Procede en nuestro ordenamiento la nulidad legislativa?
Argumentos en uno y otro sentido se han otorgado, sosteniendo el Gobierno su improcedencia, y otros la necesidad de aplicar la sanción a un acto legislativo con evidentes muestras de corrupción.
En esta lógica, estimamos que más allá de las posturas, es un debate que es necesario sostener, pues no resulta lógico pretender que nuestro ordenamiento no contempla remedio alguno ante vicios de tal entidad.
No es admisible sostener que nuestra Constitución Política avala el fraude y los efectos del mismo, y que ante una ley totalmente tramitada al alero del dolo, la simulación y la corrupción, nada podamos hacer como sociedad, salvo derogar.
La derogación no es una sanción al acto legislativo viciado, es una forma de extinguir la ley pero validando a la misma y a sus efectos, otorgando licitud a los “derechos” que emanaron de un engaño.
No cabe hablar de derechos en tal supuesto pues ello se opone a una máxima universalmente aceptada: Fraus Omnia Corrumpit (El Fraude todo lo corrompe).
El sostener la procedencia de nulidad legislativa ante actos de la naturaleza descrita, es la única vía que resguarda los principios democráticos que inspiran a nuestra república.
Pretender lo contrario, implicaría validar la corrupción como mecanismo de generación de la ley, reconocer que el fraude ha ganado y que nuestro ordenamiento se encuentra en la penosa situación de aceptarlo.
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(*) Abogado; asesor jurídico Fedepes; profesor de Derecho Económico