El acontecimiento fundamental de nuestro tiempo es la tormentosa muerte del neoliberalismo. Estamos ante un difunto que nació mal y que ha muerto mucho peor. No se trata de un evento local de este remoto planeta llamado Chile. Se trata de un suceso mundial que tuvo fecha y lugar: el colapso de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008.
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Ese día, el viejo relato que hablaba de la autorregulación de los mercados, capaces de arreglar por sí mismos sus propios desastres, terminó de naufragar en vivo y en directo. Los grandes bancos centrales de Estados Unidos y Europa tuvieron que salir al rescate y desde entonces han salvado la economía mundial a punta de fabricar billetes.
Y lo siguen haciendo cada año, cada mes, cada día, a un ritmo imparable y sin medida. Fabricando de la nada billones y billones de dólares que representan una deuda inmensa, que sigue aumentando, impagable, y que arrastramos todos los que hoy estamos vivos y que acompañará a los nietos de nuestros nietos.
Desde ese día el neoliberalismo no es más que un pensamiento zombi, que sólo es defendido por talibanes como nuestro Axel Kaiser y los viejos ministros de la dictadura. Gente gritona pero académicamente irrelevante. Pero los que deseábamos que al neoliberalismo le remplazara una sociedad basada en el reconocimiento mutuo y la democracia auténtica, nos equivocamos.
No llegó nada parecido, sino un tiempo tal vez más gris, amargo y sangriento que el anterior. Al crecimiento rápido de los años 90 le ha sucedido un estancamiento crónico que durará al menos 50 años.
En los países desarrollados la desigualdad aumentará en las próximas décadas en un 40%, mientras el trabajo con contrato será una pieza de museo y un lujo de una ínfima capa de privilegiados. A la utopía de la globalización, la libre circulación de las personas y los capitales, le está sucediendo una ola de nacionalismo político y económico feroz: basta ver el voto de Gran Bretaña para salir de la Unión Europea, o las razzias contra los inmigrantes.
La nueva derecha ya no apoya los tratados de libre comercio. En Estados Unidos el candidato republicano Donald Trump es el más fiero enemigo del libre mercado que se haya visto en 50 años. Pero sin la menor intención de redistribuir o proteger a la ciudadanía. Simplemente se da cuenta que la torta del comercio mundial se ha achicado y que llegó la hora de defender su pedazo, y para eso está dispuesto a hacerlo por la fuerza.
Ante la muerte del neoliberalismo no llegó el socialismo, sino el neomercantilismo. Los antiguos socios quiebran sus contratos. La guerra avanza, las fronteras se vuelven cada vez más calientes. Los aliados se miran con desconfianza y temor. Se desalientan las importaciones, vuelven los controles de circulación de capital, se re-centralizan las decisiones en manos de gobiernos poderosos, pero autoritarios y antidemocráticos.
Se trata de una crisis de producción que recuerda a las tesis de Lenin sobre el imperialismo, pero en un contexto en donde la ciencia y tecnología permite que las trincheras se levanten en un campo de batalla virtual. Al menos por el momento. En el futuro cercano, tal vez serán trincheras reales, como ocurre hoy en Siria, en Ucrania o en el norte de Africa.
Todo se hace para aumentar el nivel de reservas de divisas, ojalá con respaldo en oro, en un escenario de incertidumbre. Se incrementa el gasto militar, se generan medidas proteccionistas con aranceles aduaneros, se promueve el crecimiento industrial y manufacturero, se construyen muros en las fronteras. Se expulsa a los inmigrantes y se cierran los procesos de integración.
Las potencias buscan la independencia económica y la autosuficiencia, priorizando el control de la política monetaria por sobre la movilidad del capital. Las formalidades legales, tan respetadas desde 1990, se empiezan a olvidar. Vemos golpes de Estado parlamentarios en países tan poderosos como Brasil. La globalización definitivamente se desinfló.
Una elite zombi
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En Chile la muerte del neoliberalismo también lo está cambiando todo. Los que se ilusionaron con endeudarse para estudiar se han quedado con un título que vale muy poco y con una deuda a veinte años. A los que se esmeraron por cotizar en las AFP les han dejado con pensiones de 120 mil pesos.
A los que creyeron en el “sueño de la casa propia” les dejó una hipoteca que se transforma en drama en el momento en que se pierde el empleo. A los que creyeron que sus salarios subirían de acuerdo a su esfuerzo, se encuentran con un salario mínimo que aumenta en 10 mil pesos al año y que ni siquiera cubre el alza del IPC.
Y a los que pensaron en que todos estos problemas se podían corregir por medio de la democracia, han quedado ante un sistema político que tiene dueños, con nombres y apellidos, que no se sientan en el Congreso sino en los directorios de las grandes empresas.
A esta bancarrota no ha seguido un modelo con mayor legitimidad democrática y social. Como en el resto del mundo, la torta económica se achicó. El crecimiento por la vía de las exportaciones de cobre, salmones, celulosa o vino ha disminuido y no hay mago que pueda hacerlas remontar.
La crisis de la Concertación en 2010, de la derecha en 2013 y de la Nueva Mayoría en 2016 no es más que el reflejo político de una crisis económica sistémica, de la que no se puede salir bajo las ideas de los años noventa. Ya no basta con endeudar más a los chilenos porque simplemente ya están endeudados hasta el cuello, y sin ingresos reales todas sus bicicletas financieras se vendrán abajo.
Las dirigencias partidarias y económicas han quedado en estado zombi, al igual que el neoliberalismo en que se criaron. No saben pensar en otros términos. No entienden nada de lo que pasa fuera de nuestras fronteras y se lanzan a repetir lo que ya conocen, confiando en que Piñera o Lagos devuelvan mágicamente el crecimiento perdido a punta de recetas que ya no funcionan en un mundo totalmente distinto.
Los intelectuales del neoliberalismo no atinan a razonar. José Joaquín Brunner, por ejemplo, sale a denunciar el fin de la ilusión de la Nueva Mayoría, como vía de salida a la crisis. Pero se queda atrapado en su propia trampa conceptual, nostálgico de los años en los que el “Chile jaguar” lucía optimismo financiero al calor de un tipo de globalización que se acabó y no volverá.
Lo que no entiende la elite zombi es que la agenda programática levantada por los movimientos sociales en 2011, y recogida ambiguamente por la Nueva Mayoría en 2013, no sólo es éticamente incuestionable, socialmente urgente y políticamente inaplazable.
Se trata de un conjunto de cambios económicamente inevitables bajo la propia lógica capitalista, si se quiere dar viabilidad a un país estancado, que avanza crónicamente de crisis en crisis sectorial. No es posible pensar que el sistema educativo se pueda normalizar sin una reforma profunda a sus fundamentos.
No es viable que la productividad vaya a aumentar sin un grado de estímulo salarial a los trabajadores. No es imaginable que sin mínimos estándares de sostenibilidad ambiental se recuperarán sectores como la pesca, la acuicultura o la minería. No es plausible que la industria forestal se consolide si no se resuelve el conflicto con el pueblo mapuche.
Ni tampoco se puede tener un Estado mínimamente viable en un mundo neo-mercantilista, sin la contribución tributaria de las empresas que necesitan un Estado fuerte y protector en esta nueva etapa. En síntesis, no es necesario ser de Izquierda para darse cuenta que muerto el neoliberalismo las reglas del juego deben ser otras.
Un gobierno en fuga
En este panorama el gobierno huye. A punta de chocar una y otras vez con los conflictos sabe que algún grado de cambio es inevitable y que no hay forma de mantener el patrón de crecimiento anterior. Pero no logra dar el paso. Por eso se escapa. Y los ejemplos son muchos. El más evidente, el reciente anuncio de reforma a la educación superior.
Tras una maraña de frases bonitas, el statu quo se mantiene. Pero para dar una ilusión de cambio promete gratuidad universal a futuro, condicionada a una fórmula matemática que como ha dicho el presidente del Cruch y rector de la Universidad de Valparaíso, Aldo Valle, no es más que una “figura retórica que intenta salvar hasta el infinito la responsabilidad del gobierno en llegar a la gratuidad universal”.
En materia constitucional opera algo parecido. Bachelet entiende que la Constitución pinochetista, neoliberal a destajo, hoy es una traba a un proyecto viable de futuro. Pero no se atreve a dar el salto. Contiene el debate. Instala mediaciones. Surgen voces de advertencia ministerial: la propiedad no está en debate.
Las reglas del juego económico no se tocan. Poco a poco ganan terreno constitucionalistas como Jorge Correa Sutil, los partidarios de la Constitución mínima, reducida a un conjunto de procedimientos vacíos, sin derechos económicos, sociales y culturales. Y con cláusulas de hierro para proteger a los de siempre.
Fuente: Punto Final, edición Nº 855, 8 de julio 2016.