lunes, diciembre 23, 2024
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Fidel Castro (1926-2016): El que Osó y Duró

Murió ayer Fidel Castro a los 90 años de edad. Con apenas 30, en su autodefensa ante los tribunales de la dictadura de Batista, dejó dicha una de sus frases más famosas: “¡Condenadme! La Historia  me absolverá!”.

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No podemos saber ahora cuál será el veredicto final, y lo que es acaso peor, ni siquiera puede estar ya nadie razonablemente seguro a estas alturas del siglo XXI de que esta esquiva Dama sea un juez infalible o confiable. Lo que sí se puede decir con rotundidad es que Fidel Castro no ha sido un zascandil ni un mequetrefe. Osó y duró.

Osó desafiar a una tiranía cruel que había convertido a su patria en una especie de casino-protectorado al albur de las mafias operantes en la más grande potencia de nuestro tiempo. Osó luego desafiar con éxito a esa potencia que no está precisamente para bromas durante casi seis décadas y a menos de 100 millas náuticas de distancia.

Osó, antes, desafiar a los comunistas ortodoxos cubanos, que consideraban una loca aventura su pequeña guerrilla de combatientes en Sierra Maestra que, al final, y a lo sumo, logró reunir a 5000 combatientes. Llegado al poder en enero de 1959, aprovechó la Guerra Fría para obtener ayuda de la Unión Soviética. Pero también osó desafiar a ésta –siempre aferrada a la cautelosa defensa del statu quo internacional (la “coexistencia pacífica” entre las distintas “áreas de influencia” geopolítica)— practicando una asombrosamente activa política exterior internacionalista que dejó profunda huella antiimperialista directa en América Latina y en África e indirecta en todo el planeta a través de su vigorosa participación en el Movimiento de Países no-Alineados.

La Revolución cubana de 1959 conquistó en su momento a la opinión pública democrática mundial. Por su radicalidad extraordinaria, no menos que por la naturaleza tan poco cruenta de su desenlace inicial: la elite política y profesional batistiana, que había traicionado y emputecido los ideales de la Constitución republicana cubana de 1940,  huyó despavorida de la isla tan pronto entraron los barbudos en La Habana, y la Revolución empezó insólitamente de cero, casi sin necesidad de tener que contar con la asistencia –o el sabotaje— de altos o medianos funcionarios civiles o militares del antiguo régimen.

El programa de los revolucionarios triunfantes estaba en la gran y robusta tradición del republicanismo democrático de José Martí y de socialistas republicanos como Diego Vicente Tejera o Raúl Roa (ministro de exteriores de Fidel Castro). Esto, que escribió Vicente Tejera (contra España) en 1897, podrían haberlo firmado Fidel Castro o Raúl Roa (contra EEUU) en 1959:

“Todo yace en pavoroso hacinamiento, testimonio —por su pesadumbre— de la dureza de España, que levantó aquella máquina opresora, y del esfuerzo heroico del cubano, que ha sabido echarla a tierra: porque aquel montón de escombros es la colonia derribada. El espectáculo será terrible, pero no desconsolador.

El cubano, orgulloso de lo que supo hacer, cobrará fresco aliento para acometer la segunda parte de su obra. Porque no destruyó sino para reconstruir. De aquella informe ruina hay que sacar a luz una Cuba nueva, en que haya todo aquello de que careció y por cuya posesión suspiró la antigua Cuba, principalmente mucha libertad y mucha justicia —mucha justicia, para que completemos nuestro lema republicano, puesto que justicia es igualdad, e igualdad es fraternidad.”

La Revolución cubana expropió masivamente la propiedad absentista y propiedades norteamericanas que habían hecho su agosto bajo Batista, y propició una radical reforma agraria en buena medida inspirada al principio en las ideas que José Martí había aprendido en los EEUU del último tercio del XIX del gran economista y reformador norteamericano Henry George (y que hasta cierto punto habían inspirado a la Constitución republicana cubana de 1940, traicionada por Batista]:

«El que trabaja la tierra y mejora debe poseer la misma. Él debe pagar al estado por ello mientras lo usa. Nadie debe poseer la tierra sin tener que pagar al estado para su uso. Nadie debe pagar al Estado un impuesto más allá de un arrendamiento de tierras. Así, el peso de los impuestos nacionales caerá sobre aquellos que han recibido [de la nación] los medios de pagar ellos … La vida sin impuestos será barata y fácil, y el pobre tendrá un hogar y el tiempo para cultivar sus mentes, entender sus derechos cívicos deberes, y amar a sus hijos.» [Artículo de Martí fechado en 14 de abril de 1887 y publicado en el diario mexicano El Partido Liberal.]

Pero no sólo por eso, es decir, por sus propios méritos, conquistó la Revolución de 1959 a la opinión pública democrática internacional. También porque el mundo era entonces muy otro. Es verdad que se estaba en plena Guerra Fría. Es verdad que la propia Revolución cubana propició en 1962 un pico terriblemente peligroso de la Guerra Fría con la llamada crisis de los misiles. Pero el clima de opinión era netamente antiimperialista y ampliamente favorable a los procesos de descolonización en curso desde el final de la II Guerra Mundial.

El movimiento obrero, los movimientos populares y los movimientos por los derechos civiles eran pujantes y vigorosos en las metrópolis. Una buena parte del establishment académico y político norteamericano y europeo se sumaba a la tesis entonces en boga de la “convergencia”: el capitalismo democratizado y socialmente reformado de posguerra y el socialismo real centralmente planificado “tendían” a una convergencia supuestamente dimanante de las exigencias técnicas de la economía y la vida social modernas:  el capitalismo seguiría democratizándose y su sector público, creciendo; los países de socialismo real tenderían a desburocratizarse y a democratizarse; y los países descolonizados y “en vías de desarrollo” se beneficiarían de todo eso y se sumarían a la “convergencia”.

Los años 60 fueron años de esperanza y de optimismo. Infundadamente, tal vez. Porque se venía de la década del golpe de Estado anglo-norteamericano contra el gobierno de izquierda laica de Mosadeq en Irán, de la intervención imperialista anglo-francesa contra el Egipto del gobierno nacionalista laico de Nasser en la crisis del canal de Suez, o del golpe de Estado norteamericano contra el gobierno republicano-democrático de Jacobo Arbenz que, en Guatemala, se había atrevido a una reforma agraria que dañaba los intereses de la United Fruits norteamericana.

Porque se venía del golpe presidencialista light de De Gaulle contra la IV República parlamentaria francesa. Porque se estaba ya en la década del terrible y sangriento golpe de Estado norteamericano en Indonesia contra el gobierno de izquierda laica de Sukarno. Porque se estaba ya en la década de la yugulación soviética de la Primavera de Praga. Y porque estaba por venir el golpe de Estado norteamericano contra Allende en Chile en 1973, punto final de toda una época signada por el antifascismo de posguerra.

Fidel Castro sobrevivió a todo eso. Sobrevivió incluso al hundimiento de la URSS en 1989. Es decir, que, además de osar, duró. Duró asombrosamente. Con virtú y con fortuna, en el específico sentido maquiavélico de estas palabras. Y hay que decir que, en el clima de retroceso, crecientemente restauracionista, que empezó a experimentar el mundo desde finales de los 60, Fidel Castro se manejó con gran pericia: esto se lo reconocen hasta sus peores enemigos. Es demasiado pronto para juzgar cuántas de las maniobras y pillerías de Realpolitiker consumado que le permitieron durar tanto fueron errores políticos, cuántas aciertos y cuántas, en cambio, Zugzwänge, movimientos obligados, como se dice en argot ajedrecístico.

Fueran errores políticos evitables o malhadadas jugadas forzadas, dos pesan hoy como una losa para el futuro revolucionario de Cuba. El primero es la subordinación de la isla al ámbito económico de influencia de la antigua URSS: la actual y peligrosa dependencia de Cuba del rentismo petrolero venezolano muestra que la economía cubana no halló con la Revolución –y sigue sin hallar— una forma sana y sostenible de insertarse en la economía mundial. El segundo es la Constitución de tipo soviético de 1976. Hasta esa fecha, Cuba mantenía, aun si suspendida provisionalmente en la práctica desde 1959 por una dictadura revolucionaria supuestamente fideicomisaria de emergencia, la gran Constitución republicano-democrática de 1940.

Sin la Revolución cubana de 1959, el mundo sería hoy con toda probabilidad peor y harto más peligrosos de lo que ya es. Y Cuba sería, en el mejor de los casos, y con mucha suerte, un triste protectorado endeudado à la  Puerto Rico, o, en el peor, un Haití. Los logros de la Revolución son indiscutibles. Entre otros:

–    Cuba es según la UNICEF el único país de las Américas sin desnutrición infantil, razón por la cual ha sido declarada “paraíso internacional de la infancia”.
–    Cuba tiene la tasa de mortalidad más baja de las Américas.
–    Cuba tiene 130.000 médicos licenciados desde 1961.
–    El sistema de salud cubano es, según la OMS, un ejemplo para el mundo.
–    Cuba es el país del mundo que más PIB aporta a la educación
–    Cuba es uno de los países con mayor índice de desarrollo humano, según NNUU.
–    Cuba es el primer país del mundo en eliminar la transmisión madre-hijo del VIH

Pero el futuro de Cuba, si ha de conservar los logros de su Revolución socialista, pasa por volver a las raíces republicano-democráticas de la misma. Por reinsertar sana y eficientemente su vida económica en la economía mundial, por desestatizar parcialmente y desburocratizar administrativamente su economía sin privatizar el grueso de la misma y sin concentrarla, es decir, socializándola por vías democráticas como el fomento de la propiedad cooperativa, de la propiedad común local, de la colectivización voluntaria, de la autogestión democrática y/o el control desde abajo de las empresas y los servicios públicos, etc.

Condición inexcusable de todo lo cual es la recuperación y la institucionalización constitucional de los valores republicano-democráticos que han estado en el centro de la historia de todas las revoluciones de Cuba, las del XIX y las del XX, y en expresa defensa de los cuales se batió precisamente la Revolución socialista de 1959.

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 Antoni Domènech Ailynn Torres Santana Julio César Guanche Gustavo Buster María Julia Bertomeu Carlos Abel Suárez Daniel Raventós

Los firmantes son editor general y miembros del comité de redacción de Sin Permiso.

Fuente: Sin Permiso

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