Se suele definir al fascismo como la “ideología antiideología”. Básicamente, el fascismo se plantea como la utopía de un mundo “lo más acá posible”. Žižek tiene una historia que gráfica este mundo “lo más acá posible”.
Cuenta el filósofo que, conversando con un amigo chino sobre las dificultades del diálogo entre Occidente y Oriente, el amigo describía el “comunismo con valores asiáticos” como aquel en que el trabajador busca cumplir al máximo su rol, el Estado busca cumplir al máximo el suyo, etc.
A lo que Zizek responde: “Qué bien. No hay dificultades de traducción. En Occidente le llamamos fascismo a eso”.
Es decir, la utopía del fascismo es un mundo en que los trabajadores son “buenos trabajadores”, los ricos son “buenos ricos”, las mujeres son “buenas mujeres”, etc., todos funcionando en armonía, bajo un orden preestablecido y “natural”.
La clásica alegoría de esta ideología antiideología es la de la sociedad como un cuerpo humano, en el que cada parte cumple su rol, y cualquier alteración de su orden es una “enfermedad”.
Este orden preestablecido se suele resumir en la conocida trilogía de: familia, patria y Dios
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Por lo tanto, el fascismo ha visto históricamente a sus adversarios encarnados en dos polos: por un lado, las ideologías liberales, al exacerbar el rol del individuo, sobre todo en el mercado, violentando las estructuras tradicionales (como las de la trilogía). Por el otro lado, las ideologías de izquierda que desafían el orden establecido, con utopías de ordenamiento distinto al actual y, particularmente, frente a la visión marxista de lucha de clases.
En este sentido, una definición alternativa del fascismo podría ser de “conservadurismo militante”. Comparte con el conservadurismo un afán de preservación del orden establecido, pero se diferencia de este en que el conservadurismo tradicional representa más directamente los intereses de una élite, mientras que el fascismo lo hace ideologizando intensamente esa defensa (de allí que sea una ideología antiideologías).
Esa ideologización apasionadamente conservadora se tiñe de forma diferente según los contextos particulares. Así, mientras que en la Alemania nazi adquiere mayor relevancia el elemento de nación, asociado a raza, en la España franquista es el aspecto religioso, asociado a una forma de catolicismo, el que destaca.
Así entendida, la categoría del “fascismo” adquiere una aplicabilidad que trasciende el periodo de entreguerras al que se le suele acotar, pero también trasciende el espacio geográfico de Europa en el que se tiende a enclaustrar.
Por ejemplo, el islamismo (como ideología, diferente a la religión del islam), en las diversas vertientes del denominado fundamentalismo islámico, se puede entender como otra manifestación de esa fuerza de “conservadurismo militante”. Esto, también permite derribar los mitos de “lucha de civilizaciones”, que postulan un Medio Oriente envuelto en una burbuja durante mil años, recién despertando a la globalización hace un par de décadas, cuando, en realidad, no hay nada más “occidental” que el islamismo, como lo muestran, por ejemplo, los métodos comunicacionales y de reclutamiento de ISIS.
Por supuesto, al igual como los nazis se autoproclamaban en un vínculo directo con las antiguas tribus arias, o los fascistas italianos con la antigua Roma, así hoy el Estado Islámico se considera heredero del antiguo Califato Musulmán. Todos los movimientos conservadores suelen tener un “siglo de oro” al que se remiten con nostalgia, para justificar sus luchas actuales.
En el caso de Chile, al analizar la dictadura de Pinochet haciendo uso de esta conceptualización, es interesante ver el fuerte influjo del franquismo en su ordenamiento (incluyendo la clásica trilogía fascista, con un énfasis católico). La admiración que expresaba Jaime Guzmán a ese régimen es muy conocida. Sin embargo, es interesante observar también las diferencias. Y una destaca, ante todo: el rol del mercado.
En el caso chileno, me atrevería a decir que la trilogía clásica se reemplazó por una tetralogía, incluyendo el mercado. Es decir, a diferencia de lo que ocurría en la Europa de entreguerras, el mercado se introdujo en Chile con la explícita función de consolidar un orden conservador.
Donde mejor se refleja este carácter conservador del rol del mercado es en la Constitución del 1980. Quedará para otra columna la discusión de si las reformas que ha sufrido la Constitución le han quitado ese carácter, pero en su génesis, la Constitución chilena no era democrática ni liberal, sino, más bien, filofascista.
El concepto de la Constitución que mejor encarna esta orientación es la relectura que se hace en ella a la idea de “rol subsidiario del Estado”, donde un elemento de la Doctrina Social de la Iglesia se redefine desde el mercado.
En lugar de la clásica oposición liberal entre mercado y Estado, la Constitución consagra un orden en que el Estado se hipertrofia, pero en una forma “pro mercado”; la familia, la nación, Dios y el mercado funcionando armoniosamente como partes de un solo cuerpo. Esa es, finalmente, la utopía que consagra la Constitución.
En los albores del siglo XXI, la mencionada tetralogía en torno a un mercado conservador se ha vuelto uno de los mayores peligros de nuestro tiempo. El caso chileno “desde la derecha” y el caso chino –de comunismo con valores asiáticos– “desde la izquierda”, se hermanan en encontrar el poder que significa un mercado que ya no necesita de una democracia representativa. Habiendo sustituido las contradicciones entre Estado y mercado, emerge el monstruo de un mercado sin las menores concesiones democráticas.
Entonces, ante la expansiva utopía conservadora del mercado, ¿qué hacer? Obviamente, no hay una respuesta fácil y habrá que reconocer que tenemos más preguntas que respuestas al respecto.
¿Acaso lo único que queda es defender los avances liberales y renunciar a las luchas estructurales de la izquierda? Por un lado, mientras se agudiza la contradicción entre la promesa igualitaria de la democracia y la lógica instrumental del mercado, parece evidente que, para impulsar y defender los avances democráticos, debemos reconocer la importancia de logros de orden liberal-progresista. Pero, por otro lado, para no sucumbir al pragmatismo conformista, es fundamental no renunciar a un horizonte que permita aspirar a un ordenamiento social diferente.
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En todo caso, lo cierto es que nuestro socialismo se parece cada vez más a una democracia que realmente cumpla su promesa de relaciones sociales no basadas en la instrumentalización, y el horizonte del libre mercado se parece, cada vez más, a los horrores del siglo XX contra los que combatió.
Fuente: El Mostrador