por Yunier Javier Sifonte Díaz.
La secuencia inicial de El sacrificio de un ciervo sagrado muestra en primerísimo plano un corazón lleno de vida y energía. Sin embargo, como una especie de guiño irónico, esta es una película que habla sobre la muerte, la culpa, el rencor y la venganza. Estrenada el pasado 1º de diciembre y merecedora del lauro al mejor guion en el prestigioso Festival de Cannes, la más reciente entrega de Yorgos Lanthimos remueve audiencias y provoca en el espectador una sacudida demasiado intensa como para dejarla pasar.
Protagonizada por Colin Farrell y Nicole Kidman, el filme centra su atención en Stephen Murphy, un exitoso cirujano cardiovascular que luego de cometer un mortal error con uno de sus pacientes ve cómo su familia comienza a padecer una enigmática e irreversible enfermedad. Ante el sufrimiento y la resignación, el reputado doctor deberá escoger entre sacrificar a su esposa o a alguno de sus hijos como única solución posible para frenar la muerte de los suyos. Ese argumento, turbio e inexplicable, sostiene una historia donde la lógica y la emoción entran en pugna más de una vez.
Para un espectador acostumbrado a las películas lineales y concebidas para contarlo todo a partir de hechos coherentes y racionales, esta será una opción difícil. Diálogos desarticulados de su contexto, una edición enfocada a evitar el acomodamiento y una atmósfera de extrañeza, convierten las dos horas de metraje en un ejercicio de cuestionamientos, inquietudes y no pocas muecas de descrédito. Sin embargo, una vez cerrada la última toma, esas características se revelan como parte de una estrategia dirigida a borrar explicaciones y minimizar respuestas sencillas.
A Lanthimos no le interesa aclarar el origen de la misteriosa enfermedad, o cuáles son los mecanismos que la hacen imparable y mortífera. Lo verdaderamente esencial para él radica en explorar la noción de sacrificio, mostrar hasta el cansancio las angustias de un hombre acostumbrado a vencer, pero que de pronto se encuentra ante una encrucijada indescifrable. Moralidad o subsistencia, esa parece una de las decisiones que cada espectador deberá tomar junto al agobiado galeno.
Allí radica una de las principales virtudes de El sacrificio…: implicar al público, convertirlo en partícipe de una historia cruda, éticamente cuestionable y abierta a interpretaciones diversas. Como toda buena parábola, este filme regala poco, pero ofrece un generoso espacio para el análisis personal. Ya sea como una crítica mordaz hacia el rol de la familia, los valores del ser humano, una reflexión sobre los límites del amor, el peso de la culpa, o en torno a la impotencia de la razón ante lo desconocido, esta producción tiene el mérito de punzar hondo y no dejar a nadie indiferente.
Así, cada plano y cada conversación surgen milimétricamente estructurados para que los receptores experimenten la misma espiral de incertidumbre de los personajes. Ese gusto por el detalle, junto al empleo puntual de la música, la iluminación de los escenarios y sobre todo un uso de la cámara que recuerda a un clásico del terror psicológico como El resplandor, contribuyen a crear un ambiente de claustrofobia no solo en el sentido espacial, sino también en las relaciones entre los miembros de la familia. Conocedores del trágico final, ninguno quiere convertirse en el medio para expiar las culpas.
En sus esencias, esta obra bebe del mito griego de Agamenón e Ifigenia, en el cual el primero debe sacrificar a su hija para evitar una desgracia mayor. No obstante, esa idea apenas funciona como justificación para desarrollar una historia con elementos del cine de terror, el drama o el mejor de los suspensos. Aunque parte de una noción mítica, lo sobrenatural aquí no aparece como invocación divina, sino como el resorte utilizado para desencadenar una trama enfocada más en los seres humanos que en voluntades sagradas.
No obstante, quizás lo menos favorable de esta producción radique justamente en el peligro de los excesos para crear esa sensación. En el intento de sostener hasta el final un clima de desconcierto, el filme apela a un ritmo lento y a un tono solemne que bien pueden desviar la mirada del público más indeciso. Mientras, aunque responden al objetivo de incomodar a la audiencia y mantenerla en vilo, algunos elementos sobrenaturales se notan forzados, casi como si el director adoptara el divertimento o la experimentación como norma.
Aun así, los méritos de El sacrificio… resultan infinitamente mayores. Y entre ellos, la actuación del joven Barry Keoghan como el hijo adolescente del paciente muerto en el quirófano del doctor Murphy, destaca por encima del resto. Tanto su peculiar gestualidad, como su absoluta destreza para borrar cualquier sentimiento y entregar una actitud fría y calculadora, lo convierten en la presencia más perturbadora de un filme inquietante en su conjunto.
Confusa, metafórica e inverosímil, El sacrificio… no deja tiempo disponible para la complacencia o lo fácil. Ajena a los convencionalismos, no pretende juzgar posturas o decisiones individuales, pero tampoco dictar clases de integridad y amor al prójimo. Esta es sencillamente la historia de una familia sobre la que ha caído una especie de castigo divino y cómo intentan salir de él de la mejor manera posible. No hay aquí ni héroes ni romances.
Para unos será repulsiva, extraña o aburrida. Para otros integrará ese grupo de filmes que mueven el pensamiento aun días después de la imagen final. Sin embargo, una verdad sí parece absoluta: nadie queda indiferente ante esta historia cruel, cargada de matices y dispuesta al diálogo con cada espectador. Y en esa exploración conjunta sobre la naturaleza humana bien pueden surgir interesantes claves sobre nuestras propias batallas particulares.
Fuente: Cubadebate