Colombia oscila entre el dolor y la gloria. Egan Bernal ganó el Giro de Italia, la segunda carrera más importante del ciclismo profesional.
Un ciclista de 24 años que creció en Zipaquirá, un pueblo al norte de Bogotá.
Ahora muchos vibran de orgullo por su triunfo, el de un muchacho forjado entre las penurias que esta sociedad impone a sus marginados. Al mismo tiempo, lejos del papelillo y la champaña, en Colombia continúa la violencia contra otros jóvenes anónimos cuyos sueños todavía chocan contra el muro de la desigualdad.
La victoria sedujo también a Iván Duque, un presidente que no ha dejado de sumar derrotas durante las últimas semanas. Cuando Bernal ganó la etapa 16 de la carrera italiana, el jefe de Estado elogió su disciplina, su talento y su resiliencia. “Encarna lo mejor de nuestra juventud”, escribió en Twitter.
El ciclista, en efecto, resume la trayectoria forzada que su generación ha recorrido, pero Duque olvidó citar el ingrediente esquivo que debe aportar cualquier gobierno: la oportunidad.
En Colombia, una de las naciones más desiguales del mundo, el porvenir parece decidido de antemano para la inmensa mayoría. Y no es feliz su desenlace. Por eso miles de jóvenes siguen protestando hoy.
El gobierno reprime ese disenso con violencia, y falta ver si en algún momento permitirá que los colombianos sin celebridad participen en la construcción de un país incluyente.
El ciclismo es el deporte más popular en Colombia, el que nos ha brindado los mayores éxitos desde los años ochenta. Somos el único país de Latinoamérica que compite en igualdad junto a los grandes de Europa y el resto del mundo. Casi todos los corredores que brillan en las competencias internacionales son como Bernal: hijos de campesinos que encuentran en la bicicleta su única oportunidad. Con su dureza y su riesgo, este deporte resume los azares que los colombianos deben sortear a diario.
Aquí todo es cuesta arriba, es preciso retorcerse, y nuestros ciclistas, como muchos otros jóvenes, sobresalen justamente en los agónicos ascensos de montaña.
Pero ya fue suficiente. La vida de millones de colombianos no debería ser siempre una empinada carrera de obstáculos. Entre otras cosas porque esa dificultad ha empujado a varias generaciones fuera de la vía, hacia el narcotráfico y hacia las filas de los ejércitos ilegales.
El éxito de Bernal que celebra ahora el gobierno debería abrirle los ojos y hacerlo a entender que sus contemporáneos también merecen una ventana de acceso. La desocupación juvenil está en 23,5 por ciento; y entre quienes trabajan, el 86,4 por ciento enfrenta algún grado de precariedad laboral.
Hijo de un vigilante y una cultivadora de flores, nacido durante un paro como el que sacude a Colombia hoy, Bernal es un buen ejemplo de nuestros años recientes. Creció en el barrio Bolívar 83, fundado por guerrilleros y activistas para familias sin techo, entre profundas tensiones sociales.
Allí vivió en alcobas y casas de alquiler, entre vecinos que llegaron a la periferia de la capital desplazados por la violencia del conflicto armado.
Los buenos resultados en el ciclismo de este país —que ha producido a figuras como Nairo Quintana, Rigoberto Urán y a otros que abrieron camino antes— ocurren por una mezcla de geografía, tradición, esfuerzo individual y ambiciosos proyectos colectivos.
El ciclismo internacional encontró en este territorio una cantera, y de sus entrañas saca productos valiosos cada vez con mayor frecuencia. Si el resto de nuestra sociedad recibiera una atención similar, otra sería la historia. Pero el Estado colombiano les ha fallado a los jóvenes de forma sistemática.
Los ciclistas son una excepción; islas que generan una atención triunfalista y episódica. La regla nacional hacia los jóvenes, sin embargo, es el desinterés o la agresión. Entre ellos crece la deserción escolar y se ceba con saña el desempleo, sobre todo después de la pandemia.
El abandono de Colombia a sus jóvenes también se traduce en violencia: la mayoría de los asesinatos contra manifestantes durante el último mes fueron cometidos contra hombres jóvenes que no superaban los treinta años. El resultado es la desconfianza hacia la democracia que dice representarlos.
En este país existen multitudes de chicos capaces en otras tantas disciplinas, aunque solo unos pocos consiguen el chance para desarrollarlas. Por eso ellos y el grueso de nuestra sociedad cultiva la mentada resiliencia, porque casi todos intentan superar los traumas que han dejado décadas de pobreza y guerra interna.
Reacios ante esa condena, multitudes de muchachos exigen hoy la atención de la política tradicional. Acorralados por la crisis, algunos gobernantes han respondido con subsidios y otras ofertas. Una agenda probable mientras llegan las próximas elecciones, en mayo del próximo año, cuando intentarán sobrevivir al hartazgo popular.
El ciclismo parece habernos acostumbrado a la idea de que todo logro debe costar sacrificios inhumanos. A los corredores se les exige “grinta”, como dicen los italianos; o “berraquera”, como decimos en Colombia. Es decir, un coraje desmedido.
El propio Bernal sufrió fracturas cuando se preparaba para correr el Giro en 2019, y tuvo que esperar dos años para intentarlo de nuevo. Esos afanes, transmitidos por televisión, los observa la clase obrera colombiana con la esperanza y el alivio del desquite.
En vez de celebrar triunfos ajenos; en lugar de elegir a quiénes premia y a quiénes castiga, el Estado colombiano podría cambiar su mirada y su discurso: un joven descontento no es siempre un “vándalo”, ni la respuesta a su queja debería ser la represión policial.
El ciclismo puede servirnos como un modelo eficaz y productivo, y además sirve para mostrar otra cara de este país estigmatizado. Sus valores pueden orientarnos hacia nuevos rumbos: la planificación, el trabajo en equipo y la suma de talentos.
La instantánea más popular de este Giro mostró a Bernal en una crisis, salvado por Daniel Felipe Martínez, otro colombiano que terminó la carrera en la quinta posición. Martínez viene de Soacha, un municipio con altos índices de pobreza ubicado al sur de Bogotá.
Los dos colombianos, ambos menores de treinta años, colaborando en su ascenso a Sega di Ala, al norte de Verona, representan un rasgo que lleva años mutilado en Colombia: el sentido de posibilidad.
La victoria de Egan Bernal en el Giro de Italia es un logro que debemos celebrar, y unirá a buena parte del país mientras dure la espuma del éxito. Será una reconciliación necesaria en este momento de profunda división, pero hay que pedalear más allá: soltar el comodín del orgullo patriótico y crear condiciones de competencia más parejas para todos. Convertir lo extraordinario en algo factible.
(*) Periodista; escribe sobre Colombia para medios internacionales.