Respetada Sra. Ministra: Considero que atenúo mi impertinencia si dedico el primer párrafo de esta misiva para presentar mi persona ante vuestra alta autoridad. Soy uno de los miles de chilenos a quienes preocupa el destino de la Enseñanza Superior en nuestro país pero me diferencio respecto de otros compatriotas en que mi cotidiano vivir no se desenvuelve de manera permanente en el país en que nací.
Y ello, no por voluntad propia sino porque en 1973 unos poderosos caballeros de uniforme avasallaron con nuestro territorio, con su cultura, con nuestra Educación y… con nuestra Universidad.
Cuarenta y tantos años después estamos tratando de remediar el mal causado y a Ud. le ha correspondido proponer al país algunas medidas para que ello sea posible. Bello y noble cometido que las generaciones futuras podrán reconocerle si es que el barco, como lo deseamos, logra llegar a buen puerto.
El tema Universidad es ciertamente muy vasto. Me gustaría dentro de esta vastedad abordar lo que he leído repetidamente en vuestras intervenciones y en las de otras autoridades del país, esto es, el interés por exigir a nuestras Universidades “una enseñanza de calidad”.
Me siento con la debida autoridad para inmiscuirme en el tema, pues, dentro de mi modesto accionar, limitado por mi condición de “chileno del exterior”, he aportado a Chile en el curso del periodo 1991/2011 un esfuerzo particular en este dominio.
A título anecdótico puedo narrarle, Sra. Ministra, que en 1991, el organismo francés que responde a la sigla Inserm (Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica) lanzó una propuesta llamada “misión exploratoria” destinada a que un investigador francés viajara a Chile con el propósito de emitir un informe sobre las posibilidades de que ese prestigioso organismo reanudara las relaciones científicas con Chile, interrumpidas durante el periodo dictatorial.
Podrá Ud. imaginar el interés que motivó para mí la propuesta del Inserm, organismo en el cual yo ejercía, por lo demás, mi trabajo como investigador científico desde 1986. No siendo yo francés de origen, pensaba que no resultaría fácil ganar esa propuesta. Sin embargo, no es Francia un país de sectarismo ni de discriminaciones. Primó en las autoridades francesas el poder seleccionar a alguien que conociera el medio científico chileno. No por nada yo podía exhibir en mi CV la condición de ex-docente de las Universidades de Chile de Valparaíso (1965-67) y Austral de Chile (1970-73). Fue así entonces como llegué a mi país en 1991 con esta delicada misión en mis manos.
Entrevistas con las autoridades de Conicyt y las de varias Universidades, así como discusiones científicas con colegas docentes e investigadores de diferentes centros académicos chilenos, nutrieron el informe gracias al cual el Inserm acordó reanudar sus relaciones con nuestro país. Producto de ello se generaron ulteriormente importantes acuerdos de cooperación bilateral franco-chilenos con los beneficios evidentes para ambos países.
Excúseme, Sra. Ministra, de las disgregaciones de riesgo personalista en las que me he dejado llevar. No es mi estilo, se lo aseguro. Pero como son las experiencias personales las que permiten conferir crédito a las opiniones del disertador, me he valido de ellas para abordar el tema que me interesa, cual es la “calidad de la educación”.
Somos muchos los que hemos sostenido, en los claustros de ayer y de hoy, que al definir los parámetros de calidad, uno de ellos resulta insoslayable: la investigación. En efecto no hay creación de conocimiento humano que pueda prescindir del proceso de investigación. La docencia universitaria que no se nutra de una sólida investigación podrá ser muy atractiva desde el punto de vista libresco –a veces lo es – pero no logrará incentivar al estudiante a “ir más allá del horizonte”.
Un célebre y muy apreciado investigador chileno, el Dr. Joaquín Luco, nos decía que “sin el esfuerzo de dar valor a los datos experimentales, sin una concepción del todo, sin el alcance de una integración teórica, la Ciencia sería una mera descripción, un mero diálogo”. Siendo este aserto una gran verdad, su pomposidad lleva a que muchos se sirvan de ella para decorar un bello discurso pero sin proponer un real interés por su puesta en práctica.
El ego exacerbado de ciertos catedráticos refugiados en el añejo concepto de concebir la Universidad como “la torre de marfil” ha generado un nefasto “elitismo” que ha descartado del debate a los sectores más pujantes de la sociedad. Felizmente, los estudiantes, salvo raras excepciones generacionales, nunca han abandonado su responsabilidad frente al devenir de la Universidad.
Los ecos del “grito de Córdoba” de 1918 se hacen sentir cada cierto tiempo para remecer los claustros cuando estos acusan vetustez y comienzan a enmohecer. Aun si los estudiantes están conscientes de su naturaleza efímera (¡quién no es efímero!) han siempre hecho uso de esa conquista que los reconoce hoy como un real estamento de la Universidad.
A veces me pregunto si ellos, las generaciones actuales de estudiantes, sabrán que esa conquista de poder llegar a los claustros con voz y voto fue el producto del estrépito con que la torre de marfil se vino al suelo allá por los agitados años 60 del siglo pasado.
Es el elitismo, de antes y de ahora, que se ha aprovechado con “malas artes” de la virtud de la excelencia. Desde los tiempos del “despotismo ilustrado” los sectores dominantes de la sociedad se han autocalificados como elite. Y si son elites, ¡entonces son poseedores de este magnífico don del cielo que es la excelencia! Simplemente así.
El imperio de este dogma – y de otros por el estilo – han sido los baluartes con que la cultura dominante ha descalificado ayer la consigna de “Universidad para todos” y hoy la de “Gratuidad”.
Más que de simples consignas, se trata de esperanzas que se cobijan en el denominador común de una aspiración fundamental, la DEMOCRATIZACION de la Universidad como una herramienta o un anticipo para la democratización de la sociedad toda.
A propósito del tema que nos ocupa, leí recientemente un artículo en un diario chileno firmado por la periodista Tania Opazo donde respecto de la calidad universitaria se refiere a “La tiranía de las publicaciones académicas”. Titulo sugestivo, sin duda. Y muy atinado por lo demás, porque es cierto que hoy en día hemos llegado a límites increíbles en materia de evaluación de publicaciones científicas hasta el punto de convertir la Ciencia en un acto de producción acelerada.
Hoy en día, el llamado “índice de impacto” es el sacrosanto parámetro que permite evaluar la calidad de una publicación científica. Se trata de una ecuación matemática en la cual el factor más importante es el número de veces que ese trabajo científico es citado por otros investigadores en sus respectivas publicaciones.
Parece, a primera vista un criterio atractivo. Lo fue, efectivamente, al menos en un principio, hasta el momento en que aparecieron los infaltables “lobbies”, verdaderas cofradías en que el autor connotado citaba en sus trabajos las publicaciones de sus amigos.
De hecho, la nacionalidad influía para determinar cuáles serían los amigos conocidos. Podemos imaginar que para los investigadores de los llamados países desarrollados era más interesante citarse entre ellos que pensar en sus colegas de los países emergentes, ¡todavía menos si hablamos de países del tercer mundo!
Pero, por sobre todo, algo que a menudo se olvida, el “factor de impacto” es demasiado dependiente del tamaño de la comunidad científica de la disciplina en cuestión. No podemos evaluar una publicación de un Físico cuántico con la de un Neurobiólogo. La publicación del primero está dirigida a una reducida comunidad científica, mientras que la del biólogo cuenta con un auditorio cada vez más numeroso. En este contexto, los que pregonan la magnificencia del “factor de impacto”, ¡marcan varios puntos en contra!
Pero la excelencia no surge por magia. Hay que saber dotarse de ella. Hubo un momento en que Chile, con una visión de Estado que debemos reconocer, pensó en el beneficio que podría obtenerse a través del concurso que aportarían a su país, aquellos investigadores que fueron forzados a abandonar sus tierras natales y que lograron instalarse en prestigiosos centros de investigación extranjeros.
No es que tal destino tuviese que habernos transformado obligatoriamente en genios. No hay tal. Pero se entendió que había en nosotros una experiencia ganada fuera de Chile que valía la pena que se conociera en la larga faja, por los pares chilenos y por las autoridades gubernamentales. Debemos reconocer – nobleza obliga – que DICOEX (Dirección para las Comunidades del Exterior) asumió esta tarea con especial interés.
Fue así, como gracias a este organismo gubernamental, pudimos reunirnos en Chile (reunión en Viña del Mar, Agosto 2004) un grupo significativo de investigadores chilenos que laborábamos desde hace años en Universidades y Centros de Investigación de diversas latitudes del planeta.
Fue una reunión muy fructífera y entusiasta, impregnada de chilenidad y del propósito de vincular a los científicos de afuera, más fuertemente, con la realidad y el trabajo científico del interior. Como resultado del nuevo estado de ánimo, un grupo de estos científicos chilenos del extranjero, le escribimos al Sr. Ministro de Educación de la época, Dn. Sergio Bitar, formulándole algunas proposiciones para concretar ciertos canales de participación.
Personalmente me encargué de depositar nuestro documento – fechado 3 de Marzo 2005 – en la Oficina de Partes del Ministerio; ¡hasta el día de hoy esperamos alguna respuesta!
En todo caso, nuestra voluntad de acción no dependía – felizmente – de la indiferencia del Sr. Ministro. Los trabajos conjuntos entre laboratorios chilenos y extranjeros tuvieron en aquellos años un repunte considerable. Personalmente, luzco en mi CV 14 publicaciones franco-chilenas en el periodo 1991/2010, la mayoría de ellas… ¡con un muy buen “factor de impacto”!
Creo, Sra. Ministra, que Chile desperdició una opción que podría haber sido mucho más fructífera de lo que realmente fue. Hablo en pasado, por cuanto ya no es una vía recuperable, el paso del tiempo es inexorable.
Ud. seguramente conoce un dicho muy ladino de nuestra tierra: “el que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen”. Lo inverso también es valedero: el que se fue porque lo echaron, vuelve cuando lo llamen.
Una generación entera de profesionales y científicos chilenos quedó en el camino esperando el llamado. Pero no son los traumas personales o de grupo los que deben contar hoy día. Hay nuevas generaciones a las que debemos evitar las frustraciones del pasado mediato.
Hay que abrir espacios para que los jóvenes doctores que tanto ha costado formar (nosotros ayudamos a ello con nuestros laboratorios en el extranjero) no queden en el desván del sistema educacional chileno. La academia los necesita, nuestros claustros necesitan savia joven, la sociedad, sus segmentos alejados del saber, necesita de ellos.
Hay que crear, Sra. Ministra, sistemas de evaluación y de concursos donde los métodos aplicados se acepten unánimemente, con cristalina transparencia y racionalidad para moros y cristianos.
}ebe buscarse un reglamento para seleccionar al personal académico de manera tal que una Universidad de provincia no tenga que aceptar inferioridad de exigencias en materia de contrato de docentes respecto de sus pares capitalinos o de otras regiones del país. Sólo si los concursos tienen carácter nacional podrá garantizarse que la calidad de un académico no se mida en términos geográficos según se trate de la capital o de una región.
Permítame, Sra. Ministra, de relatarle un sistema de reclutamiento de académicos puesto en marcha en Italia desde 2011 que ha generado mucho interés en Europa y que ya ha podido recibir exitosas evaluaciones.
Se trata del siguiente modus-operandi: cada candidato, previo a su concurso en una Universidad es sometido a una pre-evaluación a nivel nacional fundada sobre tres criterios objetivos: 1) número de publicaciones (“papers”) editadas en revistas indexadas; 2) cantidad de citaciones obtenidas por esas publicaciones; 3) valor del índice H que corresponde a la media porcentual de citaciones por los mejores trabajos.
Pues bien, para obtener un cargo de Profesor, los candidatos deben atestar que al menos dos de estos indicadores son superiores a la media obtenida por todos los profesores activos a nivel nacional en esa disciplina. El margen de maniobra que queda a las Universidades locales para decidir el resultado del concurso es, desde luego, bastante limitado.
Por otra parte, el valor que generalmente se le otorga a un proyecto presentado por el candidato se relativiza dado que sabemos que la genialidad de proyectos sobreabunda pero que no siempre provienen de la materia gris del postulante.
Se trata pues, de crear criterios simples, transparentes, más económicos y menos aleatorios cuyo norte, a no perder de vista, sea evitar la decepción de los jóvenes científicos postulantes.
Por favor, que no se me acuse de importador de modelos extranjeros; soy el primero en defender la adecuación a nuestra realidad de las buenas ideas exteriores. Pero, desgraciadamente, ¡somos eximios para copiar las malas!
En este mismo orden de ideas debemos apoyar los mecanismos que permitan modular el criterio “publicaciones” como índice supremo de selección académica. Ya lo he dicho precedentemente: la actividad y la calidad de la investigación científica no puede sino estimularse en nuestras Universidades, pero no por ello tenemos que caer en la exageración.
Hay excelentes científicos que carecen de competencias para transmitir el saber que ellos han creado, son por lo tanto malos docentes, mientras que, inversamente, hay docentes que sin poseer un bagaje extraordinario como investigador, son capaces de transmitir los conocimientos científicos con mejor transparencia y devoción que el colega que fue capaz de crearlos.
¿Cómo conciliar el valor relativo y la interdependencia entre docencia e investigación, sin menoscabar la dignidad de cada una de ellas? ¿Separando ambas funciones pero sin que por ello tengamos investigadores puros y docentes exclusivos?
No creo que dispongamos de una respuesta por el momento, pero aceptar que la disyuntiva existe es ya un primer paso para intentar sumergirnos en el tema. También aquí la experiencia de otros países puede ser útil para el debate. Un debate digno, con altura de miras.
La ocasión es propicia ahora que el Gobierno ha anunciado para pronto la creación del Ministerio de Ciencia y Tecnología. Existe la posibilidad de desvirtuar la cruda aseveración de los científicos chilenos conocida recientemente por la prensa: “nuestros Gobiernos han escogido la ignorancia”.
Evitemos que nuestros científicos de hoy tengan que sufrir la decepción de “El Viejo Alquimista”, aquél que trabajó toda su vida en su modesta ciudad de su pobre país; pero cuando su país tuvo riquezas y prestigio, equivalentes a Samarkanda, el país vecino, nuestro Alquimista se retiró diciendo “hemos adoptado las costumbres superficiales y las modas ostentosas de Samarkanda, pues ahora ya tenemos la afluencia económica para hacerlo. Pero, a pesar de que materialmente hemos progresado, la verdad es que como seres humanos nos hemos empobrecido… La vida se ha hecho más compleja, pero también más superficial e intrascendente”.
Permítaseme, Sra. Ministro, terminar esta carta tal como la inicié, es decir, relatando vivencias personales. Cuando finalizaba mis estudios universitarios en Valparaíso, allá por los años 67 y 68, me correspondió dirigir en esa región el movimiento de Reforma Universitaria chileno.
Al igual que en París, los eslóganes abundaban también en nuestra lejana geografía. El más elocuente fue sin dudas, “el Mercurio miente”. La frase era aparentemente simple, pero, más allá de su primer grado, era profundamente impactante y reflexiva. Eran los cimientos de toda la sociedad conservadora que estaba cuestionada en esa consigna por los estudiantes. Esto ocurría pocos años antes de que el pueblo, los de a pie, irrumpieran en la historia patria con la fuerza renovadora de la juventud.
Por eso, a propósito de la Educación y de la Ciencia, repito lo que dije en esas fechas, en más de una oportunidad, desde la tribuna como Presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile de Valparaíso, vaticinando quizás los días mejores que llegarían pocos años mas tarde: “…es que la Ciencia ha dejado de ser conocimiento para transformarse en un mero acto de producción sin contenido vital; corresponde al hombre transformar la sociedad para hacer de la Ciencia un instrumento de su propia realidad intelectiva.”
No me pidáis que recuerde a quien plagié, lo importante es que casi medio siglo más tarde, todavía la frase tiene vigencia cuando constatamos que hay poderosos intereses que buscan por todos los medios la mantención del statu o quo, o, todavía peor, el retorno de la torre de marfil.
Le deseo a Ud., Sra. Ministra, que su talento y paciencia sean capaces de imponerse en la senda del progreso social.
Saluda muy atentamente a Ud.
Dr. Sandor Arancibia Valenzuela
Cirujano Dentista Universidad de Chile, Valparaíso, 1966
Profesor de Fisiología, Universidad Austral de Chile, 1970-1973
Doctor en Biología Humana, Universidad de Paris Sur, 1984., Francia
Director de Investigaciones (Neurobiología) en el Inserm, Francia, 1986-2011