por Roberto Gargarella.
Jaime Guzmán, el temible jurista del pinochetismo, concibió la Constitución de 1980 como una especie de cerrojo para evitar cambios futuros. Hoy, en el marco de un movimiento social sin precedentes en las calles, los chilenos abrieron el camino para redactar, desde cero, una nueva Carta Magna.
La experiencia latinoamericana de estos años muestra los límites de avanzar en derechos sin avanzar sobre el núcleo duro: la organización del poder. No obstante, las resistencias conservadoras no harán fácil moverse en esa dirección.
Introducción
Quisiera presentar a continuación algunas reflexiones teóricas, surgidas a partir de interrogantes que nos plantea el constitucionalismo chileno de este tiempo, que nos llevan a pensar sobre problemas que lo incluyen y lo trascienden. Propondré entonces algunas consideraciones, relacionadas con cuatro «grandes temas» teóricos en el área, que examinaré de manera «situada», tomando como caso de estudio el cambio constitucional que se avecina en Chile.
Los temas incluirán cuestiones como las siguientes: las relaciones entre el constitucionalismo y la democracia; los procedimientos del cambio constitucional; la «sustancia» o contenido del cambio; y el ideal democrático que anima o merece animar tales cambios.
En el tratamiento de tales cuestiones aparecerán diez puntos principales sobre los que me interesará llamar la atención conforme a lo que es el espíritu de este escrito: presentar solo algunas primeras notas y varios apuntes exploratorios, relacionados con los temas que, en estas horas de crisis democrática y cambio constitucional, requieren de nuestro estudio más profundo.Constitucionalismo y democracia
1. La validez de las normas de facto. Cuando examinamos las relaciones entre el constitucionalismo y la democracia en Chile, un primer tema que inmediatamente exige nuestra reflexión es el de la validez de las normas de facto. Existe una enorme discusión teórica en torno del tema, que también, necesariamente, ha llegado a Chile, sobre todo a la luz de la Constitución de 1980, promovida por el dictador Augusto Pinochet y aprobada a través de una consulta que muchos expertos consideraron fraudulenta.
¿Tiene la democracia chilena las «manos atadas» por esa (así llamada) «Constitución tramposa»? ¿Puede entenderse que la Constitución de Pinochet sigue constriñendo las posibilidades de acción de las nuevas generaciones?
En los hechos, la discusión sobre el peso y valor de las normas de facto reapareció en tiempos recientes, en Chile, cuando se comenzó a hablar de la necesidad de un profundo cambio constitucional. Así, por ejemplo, el ex-presidente Ricardo Lagos habló de una «nueva Constitución» aludiendo a la necesidad de «comenzar con una hoja en blanco», o el constitucionalista Fernando Atria se refirió a la importancia de «partir de cero» en materia constitucional (1).
En principio, ellos hablan de este «nuevo comienzo» (desde «cero» o desde una «hoja en blanco») para separarse de lo que fueran otros cambios constitucionales anteriores (i.e., la reforma de 2005) y para decir, como afirma explícitamente Atria, que lo que ahora se requiere es una «nueva constitución» y no una mera «reforma constitucional».
Entiendo lo que ellos sugieren y estoy de acuerdo con lo dicho, pero creo que el problema es mucho más radical y debe ser tratado radicalmente. Pienso, en línea con el análisis que hiciera, en su momento y para Argentina, Carlos Nino, que las únicas normas válidas, prima facie, son las que surgen de procedimientos democráticos elementales, mientras que las normas de facto, en principio, no gozan de una presunción de validez (2).
La preservación de las normas de facto puede justificarse por razones de «paz social y seguridad» (por ejemplo, porque se generaría un caos innecesario si se declararan inválidos todos los matrimonios o los alquileres o contratos firmados durante la vigencia de esas normas), pero no porque esas normas tengan un valor intrínseco. De allí que la «prisión» que vino a establecer la Constitución de 1980 no debiera considerarse tal: la democracia no debe sentirse constreñida por el «atenazamiento» que le haya querido imponer una dictadura (un punto al que quiero referirme en el próximo acápite).
Resulta sorprendente, en tal sentido, el acuerdo que parece haber en buena parte de la clase política y en parte de la comunidad jurídica chilena en torno de lo contrario: la validez prima facie de las normas de facto. Esa validez prima facie es una propiedad exclusiva de las normas que emergen de un proceso de discusión democrático.
En definitiva, se puede y debe pensar en qué forma definir las nuevas normas que organicen la vida en común y cómo llegar a ellas, pero no desde la idea de que se trata de un laberinto de difícil salida y en el que la democracia aparece atrapada, como si hubiese un efectivo valor normativo en la legislación de la dictadura.
2. El constitucionalismo como «prisión» de la democracia: Jaime Guzmán. En 1979, y poco antes de la aprobación de la Constitución pinochetista, su principal ideólogo, Jaime Guzmán, declaró:
«La Constitución debe procurar que si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, [para que] el margen de alternativas que la cancha les imponga a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido como para hacer extremadamente difícil lo contrario». (3)
Pocas veces en la historia del constitucionalismo nos encontramos con un reco- nocimiento tan abierto y descarnado de lo que aparece como la peor cara que una Constitución puede ofrecernos: la Constitución como «cárcel» de la democracia –como forma de aprisionarla– y no como manera de organizarla, hacerla posible o realizarla.
Guzmán, como tantos, confundió la «validez» de una norma –su justificación pública– con su «vigencia», es decir, con su efectividad o estabilidad, que pudo deberse, como en el caso de Chile y la Constitución de 1980, primero al miedo y a las armas y luego a la dificultad de modificarla.
Y lo cierto es que, en el presente, no hay ninguna razón filosófica, ninguna buena justificación para que las generaciones actuales se sientan aprisionadas por la Constitución de la dictadura. Los «enclaves autoritarios» que legó el pinochetismo no debieron considerarse tales, y los pocos que siguen operando en la actualidad (por ejemplo, a través de vetos minoritarios/quórums agravados) no debieran considerarse limitativos: es la regla de los iguales –la democracia– la que ha de gobernar y prevalecer, y no (no lo es, no puede serlo, no debe serlo, no hay ninguna buena razón para pensar que lo sea) la voluntad remanente de la dictadura.
Procedimientos
3. Sobre los plebiscitos de aprobación constitucional. La Constitución chilena de 1925 (la que fuera reemplazada durante la dictadura pinochetista por la de 1980) había nacido para «reparar» muchos de los problemas que eran propios de la pionera y autoritaria Constitución de 1833 (una de las más estables en la historia del constitucionalismo latinoamericano (4). Para lograr su cometido, la Constitución de 1925 fue sometida a un plebiscito (en agosto de ese año), celebrado pocas semanas después de que el proyecto de Constitución fuera concluido en julio.
El antecedente es interesante para subrayar algunas cuestiones. En primer lugar, la forma de redacción de ese documento constitucional resultó muy elitista: este fue elaborado mediante comisiones designadas siempre por el presidente Arturo Alessandri (es decir, no se trató de comisiones elegidas democráticamente). En segundo lugar, el plebiscito posterior (como suele ocurrir con las consultas populares, según veremos) apenas tuvo lugar para incluir algún matiz en relación con el tipo de preguntas cruciales que se presentaban a la ciudadanía (5).
Mi opinión es que los demócratas que entendemos la democracia como una «conversación entre iguales» tenemos razones para resistir (al menos en principio, y dada su forma habitual y esperada) estos plebiscitos ratificatorios, aun cuando celebremos el gesto o «disposición democrática» que tales consultas populares, en su mejor expresión, nos ofrecen.
Ello es así porque este tipo de plebiscitos constitucionales (tal como suele ocurrir con los plebiscitos sobre textos amplios y complejos, como el Acuerdo de Paz en Colombia o la consulta del Brexit) tienden a someter a la población a una inaceptable «extorsión democrática». Ilustro aquello en lo que estoy pensando con un ejemplo que se ha convertido en caso bastante típico en la región (un ejemplo que simplifica en exceso una situación que suele ser mucho más grave y forzada).
En 2009, en Bolivia, se sometió a la consideración popular una Constitución de 411 artículos que incluía, entre muchas otras, una cláusula favorable a la reelección presidencial y varias normas relacionadas con los derechos sociales y multiculturales de los grupos más marginados. Un votante promedio, bien informado o sin mayor información sobre la Constitución, podía rechazar enfáticamente lo primero (la reelección), pero ansiar sin hesitaciones lo segundo (los nuevos derechos).
Sin embargo, la consulta popular solo le permitía aprobar el «paquete cerrado y completo»: todo o nada. De este modo y para aprobar aquello que más ansiaba, ese votante quedaba «extorsionado» a aceptar lo que más rechazaba. Mucho peor: luego del plebiscito, la reelección que ese votante habría querido repudiar sería aplaudida y presentada por las autoridades de turno como un simple producto del clamor de la «soberanía del pueblo» (adviértase que aquí realizamos este ejercicio teniendo en cuenta solo dos de esos cientos de artículos plebiscitados como «paquete cerrado»).
4. El procedimiento de creación constitucional y el «reloj de arena». Existe un debate importante acerca del camino procedimental apropiado que debe adoptar la creación constitucional, en el contexto de una sociedad democrática. El especialista Jon Elster ha ilustrado lo que considera la forma ideal de diseño con la imagen de un «reloj de arena»: amplio e inclusivo por abajo (i.e., un plebiscito inicial para ver si la sociedad apoya el cambio constitucional); estrecho en el medio (i.e., la escritura de la Constitución a cargo de una comisión de expertos); y amplio otra vez por arriba (i.e., el cierre del proceso a través de un nuevo plebiscito ratificatorio (6).
La modalidad que parece haber ganado peso en Chile es una que está en línea con la sugerida por Elster, que en parte corrige y en parte mejora el proceso de redacción que culminara con la Constitución de 1925 (i.e., a través del plebiscito inicial y no solo final que se propone ahora; o a través de una comisión redactora más legítima y democrática, es decir, ya no –como en 1925– como producto exclusivo de la voluntad presidencial).
Otra vez, sin embargo, las razones que teníamos para resistir los plebiscitos constitucionales son las que tenemos para encender una luz de alarma sobre las formas cerradas de la redacción constitucional, que luego pretenden «abrirse» (con un «sí» o un «no») a la consideración popular. Las objeciones surgen «naturalmente», tanto si partimos de la idea de democracia en tanto «conversación entre iguales» como si retomamos lo dicho por Nino en torno de la «validez» del derecho.
El hecho es que las normas deben resultar de una discusión inclusiva, no por una cuestión antojadiza sino porque, en sociedades multiculturales, marcadas (como diría John Rawls (7)) por el «hecho del pluralismo» y (como diría Jeremy Waldron (8) por el «hecho del desacuerdo», necesitamos que nuestros arreglos institucionales más básicos queden informados por las necesidades, demandas y puntos de vista de toda la sociedad.
Cualquier comisión –pequeña y/o cerrada; de técnicos o expertos; de especialistas o de políticos– tiende a fracasar en su propósito de reconocer la diversidad y razonabilidad de los reclamos existente, por más bienintencionados y lúcidos que sean sus miembros. Finalmente, este tipo de dificultades «epistémicas» son las que explican las históricas dificultades que han mostrado los parlamentos compuestos solo por hombres (aun empáticos) para lidiar con los derechos de las mujeres; o los congresos sin representantes de los grupos indígenas, para dar cuenta de las necesidades de los derechos de tales grupos (y de allí, por tanto, la sabiduría del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo –OIT-, al exigir la «consulta previa» y directa a los grupos indígenas cuando se discuten normas que afectan directamente sus intereses).
Contenido o «sustancia»
5. Derechos: una carta de derechos «espartana» y conservadora. Toda Constitución moderna aparece dividida en dos grandes secciones: la «declaración de derechos» (o «parte dogmática») y la «organización del poder» (o «parte orgánica»). Sobre la declaración de derechos presente en la Constitución de 1980 merecen decirse varias cosas. En primer lugar, ella destaca por incluir una de las cartas de derecho más espartanas, de entre las existentes, en una región que se caracteriza por su constitucionalismo «generoso» y «barroco» en relación con los derechos que reconoce.
En segundo lugar, su texto resulta notable, también, por su carácter poco remozado o «antiguo»: la Constitución de 1980 insiste con una declaración de derechos de un estilo que fuera muy propio del siglo xviii o mediados del xix. Es una carta que mira con distancia y recelo la larga lista de derechos sociales, económicos y culturales y de derechos humanos que América Latina adoptó de manera pionera en la historia del constitucionalismo mundial con la Constitución de 1917 en México, y que sigue exhibiendo hoy como uno de sus principales orgullos.
De modo similar, la actual Constitución de Chile resalta tanto por la virtual ausencia de herramientas participativas (herramientas que ya no son excepcionales, sino la regla común dentro del constitucionalismo regional), como por la negación del carácter multicultural del país (como si le avergonzara reconocer los componentes indígenas y plurinacionales que distinguen y dan riqueza al país).
En tercer lugar, la declaración de derechos de la Constitución de Chile llama la atención por su carácter deficitario y conservador.
En efecto, la Constitución chilena asombra por las trabas que establece a la negociación sindical (por ramas de actividad); la prohibición de la huelga de los empleados públicos; el bloqueo a las prestaciones plenamente públicas en salud, etc. Más aún, su lista de derechos enumera tales protecciones como si sus redactores se hubieran visto obligados a reconocer intereses fundamentales que el pueblo no merece, por lo cual la Constitución rodea la lista de derechos con restricciones y negativas que pocas constituciones exhiben (un ejemplo: en unos 20 casos, la Constitución usa la idea de «conductas terroristas» para justificar la limitación de derechos).
6. Organización del poder. Dicho todo lo anterior, llegamos al «núcleo duro» de la Constitución, a la organización del poder (a la que en trabajos anteriores me he referido como la «sala de máquinas» de la Constitución (9).
En todos mis escritos sobre la materia, me interesó señalar que el gran problema del constitucionalismo latinoamericano, al menos desde comienzos del siglo xx, ha sido el de promover reformas significativas en el área de los derechos (incluyendo las largas listas de derechos sociales y económicos, que siguen ausentes en el constitucionalismo chileno), sin modificar de manera acorde la organización del poder (o, para seguir con la vieja metáfora, «manteniendo cerrada la puerta de la sala de máquinas de la Constitución»).
De ese modo, el constitucionalismo latinoamericano comenzó a virar, desde comienzos del siglo xx, hacia un «constitucionalismo con dos almas»: una, la relacionada con los derechos, que comenzaba a relucir nueva, moderna, de avanzada, de perfil social acentuado y democrática en sus ambiciones; y la otra, relacionada con la organización del poder, que se preservaba con los rasgos elitistas y autoritarios que fueran propios del constitucionalismo latinoamericano del siglo xix.
Mi gran temor es que, en este tiempo de cambio constitucional profundo, el constitucionalismo chileno opte por «modernizarse» de la manera implausible, inatractiva, en que lo hiciera todo el constitucionalismo latinoamericano a comienzos del siglo xx. Más precisamente, el gran riesgo es que Chile opte por cometer ahora el «error» que el constitucionalismo regional cometió durante el siglo pasado y abrace una innovadora modificación en su declaración de derechos para mantener intocada su vieja, elitista y conservadora organización del poder.
Por supuesto, entrecomillo la idea de «error» latinoamericano porque esa supuesta equivocación se debió a una decisión consciente de los sectores de poder tradicionales, que prefirieron entregar derechos, como concesiones a las demandas sociales que recibían de parte de los grupos más postergados, como forma de preservar todo lo demás, relacionado con la vieja organización de la maquinaria del poder.
Como dijera la jurista Rosalind Dixon (10), en América Latina, al igual que en otras áreas del mundo, se optó entonces por pensar los «derechos como sobornos»: si los grupos indígenas, o las minorías sexuales, o los estudiantes protestaban en las calles, los poderosos les «ofrecían» entonces derechos constitucionales, mientras preservaban inmodificados sus propios poderes. El riesgo que se advierte es ese: una nueva vuelta de los «derechos como sobornos», mientras la «sala de máquinas» del poder se mantiene incólume, cerrada como lo ha estado desde hace décadas.
La amenaza en cuestión es particularmente seria en Chile, dadas las condiciones de partida: el país no solo tiene una de las declaraciones de derechos más regresivas de la región, sino que además preserva una organización del poder tan autoritaria como pocas (11). Ello es así (y solo para marcar algunos casos salientes) tanto por los modos en que concentra el poder en el Ejecutivo como por la forma jerárquica y verticalista en que diseña el Poder Judicial (algo asombroso en términos comparativos (12); también por el centralismo que mantiene, además del insólito lugar que les sigue reservando a las Fuerzas Armadas (un capítulo para las Fuerzas Armadas, un capítulo para el Consejo de Seguridad Nacional).
En ese contexto, se impone una «modernización» de la Constitución para que alcance el piso mínimo de derechos, garantías y procedimientos democráticos, que son parte ya del acervo del constitucionalismo contemporáneo –un cambio que, insisto, se impone, dado el carácter todavía retrógrado de la organización constitucional–. Sin embargo, Chile debe tomar este desafío que le impone su inaceptable «retraso» como una oportunidad para no «modernizarse» constitucionalmente de la manera impropia en que lo ha hecho toda la región.
Chile tiene la oportunidad de optar por una declaración de derechos –no «barroca», pero sí– liberal, social y democrática, y de hacerlo ajustando de modo acorde toda su organización del poder de modo de convertirla en una organización, también, al servicio de ideales liberales, sociales y democráticos –un paso que, repito, los resabios del poder concentrado en América Latina han impedido–.
Democracia
7. Democracia. En mi opinión, el tema mayor que subyace a todo cambio constitucional contemporáneo –el hilo que recorre y debe recorrer todo el debate constitucional– es el relacionado con la democracia. Como sabemos, la relación entre constitucionalismo y democracia no es armoniosa, sino tensa: el constitucionalismo refiere en primer lugar a los límites sobre el accionar mayoritario, mientras que la democracia se afirma en la apelación a la soberanía del pueblo, que reclama primacía.
El devenir político puede ayudar a «aceitar» y facilitar los vínculos entre constitucionalismo y democracia o puede obstaculizar o enturbiar tales relaciones. Por ejemplo: en la declaración de Guzmán que citábamos al comienzo de este escrito, encontrábamos un ejemplo extremo de cómo ciertas apelaciones al constitucionalismo (a los límites sobre el accionar mayoritario) pueden servir como excusa para «ahogar» a la democracia.
Ahora bien, aunque es cierto que el constitucionalismo pinochetista (en parte todavía presente en la Constitución de 1980) se propuso maniatar o sofocar la democracia –y en tal sentido fue un ejemplo desmesurado de lo que el constitucionalismo no debe hacer–, la realidad nos dice que, más allá de Chile y de manera común, el constitucionalismo tendió a imponer, a través de sus reglas, limitaciones demasiado exigentes y no siempre justificadas a la democracia.
En buena medida, podría decirse, el constitucionalismo nació y se impuso, desde finales del siglo xviii, a través de un principio de «desconfianza democrática». Así, el académico brasileño Roberto Mangabeira Unger se ha referido al tema señalando el «pequeño secreto sucio» del derecho contemporáneo: la «disconformidad con la democracia» (13).
Según Unger, esa «disconformidad» ha quedado traducida, institucionalmente, en un «sinnúmero de instituciones» destinadas a socavar el peso de la regla mayoritaria (i.e., el control judicial, el Senado, el presidencialismo concentrado y unipersonal, las elecciones indirectas, los mandatos largos, la ausencia de mecanismos más directos y populares de control sobre los representantes, etc.).
8. Sociología política. Según entiendo, esa fricción que se ha ido profundizando entre el constitucionalismo y la democracia, y que hoy genera una relación muy tensa entre ambos ideales, reconoce dos fuentes principales (más allá de algunos «excesos brutales», como los representados por el pinochetismo de Guzmán).
La primera de tales fuentes tiene que ver con un cambio en lo que llamaría la «sociología política» del constitucionalismo: las constituciones «fundacionales» –que en buena medida moldearon las nuestras– fueron diseñadas pensando en sociedades muy particulares, que ya no son las nuestras. Más precisamente, el constitucionalismo nació pensando en sociedades relativamente pequeñas, divididas en pocos grupos internamente homogéneos y compuestos por personas fundamentalmente movidas por el autointerés (i.e., mayorías y minorías; pobres y ricos; deudores y acreedores; no propietarios y propietarios).
De allí que se pensara que, con la incorporación de algunos pocos actores al escenario institucional (algunos representantes del grupo de los propietarios, algunos representantes del grupo de los no propietarios, etc.), toda la sociedad podía quedar representada.
Ese esquema «estalló en el aire» en estos tiempos caracterizados por la presencia de sociedades muy numerosas, multiculturales, divididas en infinidad de grupos internamente heterogéneos y compuestas por personas que, a la vez, son –cada una de ellas– «muchas personas» diferentes (hoy ya nadie se siente identificado con su «mero» carácter de obrero, gay, vegetariano, izquierdista: cada uno es muchas cosas al mismo tiempo y se identifica con todos esos rasgos diversos a la vez).
De allí que, en buena medida, el viejo diseño institucional ya no sirva para albergar y dar cuenta de la infinita variedad propia de nuestras sociedades culturalmente plurales: el viejo traje constitucional quedó demasiado chico. Por ello, insistir con su recomposición nos lleva a un callejón sin salida: no hay vuelta atrás posible, capaz de reparar aquel diseño tan imperfecto, tan propio de otro tiempo.
9. Filosofía pública. El otro cambio radical –el más importante– entre el ayer y el hoy tiene que ver con la renovación de ideas y supuestos que se ha dado con el correr de los años, tal como sugiriera más arriba. En efecto, nuestras constituciones nacieron (algunas más –como la chilena–, otras menos –como las primeras constituciones revolucionarias francesas–) muy marcadas por un «principio de desconfianza» que fue imponiéndose en las latitudes más diversas, hasta aparecer como rasgo distintivo del constitucionalismo moderno: la idea de la «disconformidad democrática» de la que hablaba Unger.
Un problema al respecto, que ya sugerí, es que tal «desconfianza democrática» no quedó como mera retórica de otro tiempo, sino que resultó plasmada en todo un esquema de instituciones («contramayoritarias») que pasaron a convertirse en marca de identidad del constitucionalismo, de ayer y hasta hoy. El problema mayor, desde entonces, es que ese ideario original de raíz elitista, plasmado en un esquema institucional todavía vigente, opera hoy en el marco de un contexto por completo diferente, en términos de nuestro modo de pensar compartido, en términos de lo que Michael Sandel denominara nuestra «filosofía pública» (14).
Hoy, para bien o mal, nos guste o no, lo compartamos o no, tiende a primar un sentir extendido de «empoderamiento democrático»: nos asumimos dueños de nuestro propio destino y, como tales, nos consideramos impropia e injustificadamente limitados en nuestras demandas y decisiones por un procedimiento legal y por un cuerpo de representantes, que consideramos no dispuesto a tomar en serio a la ciudadanía, a considerar y seguir la dirección política que esta propone. Aquí reside, entiendo yo, el quiebre mayor: el sistema institucional aparece preparado para «resistir» las demandas de la sociedad y poco sensible frente a ellas, poco capacitado para recuperar y procesar los reclamos.
Este punto es el que parece explicar los «estallidos democráticos» que hoy advertimos en todo el mundo: desde la «primavera árabe» hasta los «chalecos amarillos», de los «pingüinos» chilenos a los «caceroleros» colombianos o argentinos, recorre el mundo un sentido compartido de disconformidad con los sectores de poder en general, y con la clase política en particular. Se trata de un «enojo» o una «incomodidad» profundos, que estallan ante la incapacidad del tejido institucional para receptar o entender siquiera la importancia, el sentido, la extensión o la profundidad de tales reclamos democráticos.
10. Constitucionalismo democrático en Chile. A la luz de lo dicho, Chile encuentra una buena oportunidad para adelantarse al constitucionalismo regional y plasmar, en su Constitución, el tipo de cambios que el resto de los países latinoamericanos se demora en plasmar. Tales cambios exigen reconocer que en una sociedad de iguales, cada individuo debe ser capaz de vivir su vida como quiere y cada sociedad debe tener la posibilidad de organizar su vida futura del modo en que considere más apropiado. Y esto último no se logra ni reparando el dañado sistema de «frenos y controles» propio del constitucionalismo, ni agregando nuevos derechos, ni concediendo nuevos plebiscitos, ni copiando del derecho comparado alguna institución saliente (i.e., defensor del pueblo, etc.).
No se trata, en definitiva, de resucitar instituciones «muertas» (15). Entiéndase: todos los cambios citados pueden ser deseables, justos y necesarios. Pero repito: tales cambios en el constitucionalismo no resuelven nuestro problema mayor, que es de carácter democrático. Lo que necesitamos es reconstruir la maquinaria democrática para permitir que aquel viejo esquema que fuera exitoso en algún momento (i.e., un esquema de frenos y balances destinado a canalizar institucionalmente la guerra civil) se transforme en otro, orientado en una dirección diferente: (no ya evitar la guerra, sino) favorecer por fin el diálogo inclusivo, entre iguales.
La oportunidad es excelente, por la avidez del cambio que existe; por el reconocimiento de la necesidad de cambiar la Constitución; por los niveles de «empoderamiento democrático» que se advierten; por la ansiedad participativa que muestra la ciudadanía; por el excepcional compromiso constitucional que esa ciudadanía ya demostró en años anteriores (desde el «marca tu voto» (16) a los cabildos constitucionales con más de 200.000 participantes); por el vigor y la dignidad notables que han demostrado los movimientos sociales y las movilizaciones de ciudadanos autoconvocados. Está la necesidad, está la oportunidad, está la capacidad, está la disposición ciudadana.
Pero existe el riesgo de que, a pesar de todo, los sectores dominantes vuelvan a imponerse y la vieja dirigencia vuelva a intentar (ante todo) autopreservarse. El riesgo de que, en un nuevo ejercicio de ceguera política, los sectores conservadores tradicionales intenten nuevamente salirse con la suya, apostando a la desmovilización; procurando engañar a una sociedad a la que ya no se engaña (a través de las luces de colores de los nuevos derechos y las nuevas instituciones); actuando otra vez con el nivel de alienación política y desconexión social que han demostrado sus principales dirigentes en las semanas pasadas, como si todo esto se tratara de una cosa de niños, una aventura adolescente, un capricho social pasajero.
Las señales al respecto no son buenas y se advierten en cada paso de los dados por el poder constituido en estos tiempos recientes: la dilación del proceso constitucional hasta abril o mayo, buscando la desmovilización ciudadana; los innecesarios quórums autoimpuestos (de dos tercios), adoptados con la excusa del consenso (un piso tan alto que va a dificultar, antes que facilitar, los acuerdos deseados y que va a ofrecer una herramienta de extorsión habitual a los sectores más conservadores); en el plebiscito de entrada y en el de salida, a los que se pretende asignar –tramposamente– el carácter de magia democrática (es decir, el poder de transformar en democrático un proceso que no lo es, y cuando, por las razones que vimos, tales plebiscitos tienden a constituirse en enemigos, antes que en aliados, de los demócratas); en la nueva apuesta por procedimientos elitistas de redacción constitucional (visible también, y no solo, en el peso de las comisiones técnicas y políticas); en el desaliento o la falta de aliento a los procesos de intervención directa de la ciudadanía (procesos de participación directa como los que pudieron distinguir a los recientes cabildos chilenos (17) y como los que caracterizaron a los mejores procesos de creación constitucional de nuestro tiempo; quiero decir, procesos como los desarrollados en Canadá, Islandia o Irlanda, con puros representantes ciudadanos directos, sin la presencia en algunos casos de partidos políticos y con la selección realizada a través de mecanismos de «lotería»); en la sobreabundancia de propuestas de cambio cosméticas o irrelevantes (otra vez, las luces de colores de derechos que se cambian, sin cambios en la organización del poder); o en los cambios gatopardistas que se ofrecen para la organización del poder, orientados a cambiar algo para que todo siga como estaba.
Quiero decir –y con esto concluyo– que la sociedad civil chilena muestra en este momento una lucidez y un compromiso constitucional excepcionales. Sin embargo, ello se da en un contexto político e institucional agobiante, caracterizado por una dirigencia político-económica regresiva, conservadora, indispuesta a cambiar y que –esto es lo peor de todo– ni siquiera advierte la naturaleza y dimensión de la crisis que enfrenta.
Espero que, contra lo que dice la historia y contra las «tenazas» impuestas por las viejas reglas (el «viejo traje constitucional»), la ciudadanía se mantenga de pie y firme, como lo está hoy, y logre que se tomen en serio sus decentes, sensatos, razonables y a la vez radicales reclamos democráticos.
Fuente: Nueva Sociedad
Notas:
1. Atria Lemaitre: La Constitución tramposa, IOM, Santiago de Chile, 2013.
2. C. Nino: La validez del derecho, Astrea, Buenos Aires, 1985.
3. J. Guzmán: «El camino político» en Realidad No 7, 1979.
4. Pablo Ruiz Tagle: Cinco repúblicas y una tradición, IOM, Santiago de Chile, 2016.
5. El artículo 2º del decreto-ley 462, firmado por Alessandri, dispuso que cada elector recibiría tres cédulas: una roja, una azul y una blanca. La primera decía: «Acepto el proyecto de Constitución presentado por el Presidente de la República sin modificación»; la segunda, «Acepto el proyecto de Constitución, pero con régimen parlamentario y la consiguiente facultad de censurar Ministerios y postergar la discusión y despacho de la ley de presupuestos y recursos del Estado»; y la tercera, «Rechazo de todo el proyecto».
6. J. Elster, R. Gargarella, Bjorn-Erik Rasch y Vatsal Naresh: Constitutional Conventions, Cambridge UP, Cambridge, 2018.
7. J. Rawls: Political Liberalism, Columbia UP, Nueva York, 1991.
8. J. Waldron: Law and Disagreement, Oxford UP, Oxford, 1999.
9. R. Gargarella: Latin American Constitutionalism, Oxford UP, Oxford, 2013.
10. R. Dixon: «Constitutional Rights as Bribes» en Connecticut Law Review vol. 50 No 3, 2018.
11. Jaime Bassa, Juan Carlos Ferrada Bórquez y Christian Viera Álvarez: La Constitución chilena, IOM, Santiago de Chile, 2015.
12. Jorge Correa Sutil: «The Judiciary and the Political System in Chile» en Irwin Stotzky (ed.): Transition to Democracy in Latin America, Westview Press, Nueva York, 1993; Javier Couso: «The Politics of Judicial Review in Chile» en Siri Gloppen et al.: Democratization and the Judiciary, Frank Cass, Londres, 2004; Lisa Hilbink: Judges beyond Politics in Democracy and Dictatorship: Lessons from Chile, Cambridge UP, Cambridge, 2007.
13. R. Mangabeira Unger: What Should Legal Analysis Become?, Verso, Londres, 1996.
14. M. Sandel: Public Philosophy, Harvard UP, Cambridge, 2005.
15. F. Atria Lemaitre: La forma del derecho, Marcial Pons, Madrid, 2016.
16. Movimiento promotor de una Asamblea Constituyente que llamó a marcar el voto con la sigla «AC».
17. V. al respecto Constanza Salgado Muñoz: «La Constitución de 1980 y la demanda por una Asamblea Constituyente» en Revista Argentina de Teoría Jurídica vol. 16 No 2, 2015; Sergio Verdugo y Jorge Contesse: «Auge y caída de un proceso constituyente: lecciones del experimento chileno y del fracaso del proyecto de Bachelet» en Derecho y Crítica Social vol. 4 No 1, 2018; Claudia Heiss: «Participación política y elaboración constitucional: el caso de Chile» en Derecho y Crítica Social vol. 4 No 1, 2018; Domingo Lovera: «Proceso constituyente en Chile: el plebiscito como transición institucional» en Revista Argentina de Teoría Jurídica vol. 16 No 2, 2015; Fernando Muñoz: «Crítica del imaginario histórico del proceso constituyente de Bachelet» en Derecho y Crítica Social vol. 4 No 1, 2018.