viernes, noviembre 22, 2024
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Las Nuevas Derechas Latinoamericanas Ante una Globalización en Crisis

por José Antonio Sanahuja, Nicolás Comini.

Las nuevas derechas latinoamericanas apuestan por la globalización y la vinculación con las potencias centrales, pero esta apuesta resulta tardía y a menudo se concreta de manera inadecuada.


El mundo está cambiando, y hay reconfiguraciones que van desde el terreno político hasta el tecnológico –incluyendo una nueva revolución productiva–, aunque a menudo no avanzan en el sentido en que estos gobiernos pretenden.

Por eso sería un error dar por sentado que las nuevas derechas globalistas latinoamericanas hayan llegado para quedarse.

En 2016, el semanario The Economist anunció la nueva fractura que definía el escenario social y político en los países ricos: perdía peso el tradicional eje izquierda-derecha frente al eje nacionalismo-cosmopolitismo o apertura-cierre.

Ese nuevo clivaje giraba en torno de la globalización y sus efectos tras la crisis económica iniciada en 2008: los partidos tradicionales de centroderecha y la socialdemocracia se situaban a la defensiva como parte del establishment favorable a la globalización y el orden liberal, impugnado por fuerzas emergentes en ambos extremos del espectro político.

En particular, estos desafíos provenían de la extrema derecha nacionalista, contraria al libre comercio, a la inmigración y la diversidad social y cultural, y proclive a políticas de seguridad más duras. Estas fuerzas supieron recoger los reclamos de los perdedores de la globalización y convertir en votos la incertidumbre asociada a la precariedad laboral y el miedo a la inmigración o el terrorismo.

Frente al inmovilismo complaciente del establishment, el traumático triunfo electoral de Donald Trump, el Brexit y el ascenso de la extrema derecha populista en varios países de la Unión Europea ponían en cuestión la estabilidad de las democracias avanzadas y realidades hasta entonces consideradas sólidas e inamovibles, como la propia existencia de la ue, el vínculo de seguridad noratlántico o el respaldo estadounidense al orden liberal.

El triunfo de Emmanuel Macron y del nuevo movimiento centrista En Marche! en Francia detuvo temporalmente ese ascenso y permitió conjurar un «Frexit» y una nueva crisis existencial para la UE, tal vez la definitiva, si ganaba Marine Le Pen. Pero también mostró la gravedad de la crisis de los partidos y las elites tradicionales y la profundidad de ese nuevo clivaje y de la crisis social de la que se alimentaba.

Ese escenario de polarización podría ser nuevo para los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde), pero no para América Latina, que desde los años 2000 ha estado atravesada por profundas diferencias entre los gobiernos progresistas y neodesarrollistas «atlánticos» y los liberal-conservadores «pacíficos».

Esa fractura, presente en las relaciones entre países y en el interior de cada uno de ellos, también expresaba visiones divergentes sobre la globalización y sus efectos en la región.

En los países ricos, la globalización mostró su peor rostro en la crisis de 2008, pero en América Latina sus traumáticos efectos se sintieron antes. En el llamado «lustro perdido» (1998-2003), el crecimiento económico fue similar al de la «década perdida», y la sucesión de crisis financieras, políticas de ajuste, empobrecimiento y emigración forzó amplias crisis políticas y explica el ciclo posterior de gobiernos progresistas.

La fractura Atlántico/Pacífico reorganizó el conflicto político y social y enfrentó concepciones de la democracia, modelos económicos, matrices de política exterior, estrategias regionalistas y opciones de inserción internacional. Pero la popular imagen de dos Américas Latinas radicalmente enfrentadas era más un relato de polarización que una explicación rigurosa de la realidad de la región.

En retrospectiva, sus efectos no fueron tan marcados, y desde una perspectiva estructural unos y otros países, por un lado, comparten rasgos y desafíos; y por otro, son mucho más diversos de lo que plantea ese relato simplificador.

Fueran atlánticos o pacíficos, los países de la región –en particular, en América del Sur– se sumaron a un nuevo ciclo de reprimarización, como lo definió la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), basado en un modelo marcadamente extractivista impulsado por la bonanza exportadora hacia Asia, a su vez parte de la dinámica de la globalización.

Ese ciclo ayudó a expandir el empleo, los salarios y la demanda interna y alimentó a su vez la inversión pública y privada, en particular en infraestructura.

El gasto social también aumentó, y pese a diferentes énfasis redistributivos, la mayor parte de los países adoptó programas sociales basados en transferencias monetarias condicionadas. La región también pudo capear la crisis global mejor que algunos países de la OCDE, lo que hizo emerger un indisimulado sentimiento de Schadenfreude, como los alemanes llaman al placer de ver caer a los demás.

Los nuevos regionalismos «posliberales» o «poshegemónicos», las políticas exteriores más ambiciosas y asertivas, los liderazgos regionales, el activismo de la cooperación Sur-Sur y, en general, el ascenso de América Latina en la escena global deben verse también en el marco de una fase de la globalización dinamizada por el ascenso del área Asia-Pacífico y, en particular, de China.

Si este proceso se mira a través del prisma del clásico debate académico entre agencia y estructura, los factores de agencia mencionados son sin duda relevantes. Pero sin la globalización, en tanto proceso de cambio estructural, ese ciclo difícilmente habría tenido lugar.

Desde 2013, y aun considerando la leve recuperación de 2017, emergen cuatro factores de vulnerabilidad estructural para la mayoría de los países latinoamericanos, con independencia de la adscripción atlántica o pacífica. En primer lugar, la caída de los precios de las materias primas y sus efectos recesivos revelan que el ciclo de los commodities desalentó la transformación estructural de la región y ha sido una oportunidad perdida para reducir esa vulnerabilidad con exportaciones más diversificadas y mejoras en la productividad.

Ese ciclo dejó un mayor grado de apertura financiera, incluso en países con gobiernos de izquierda. Por ello, un segundo factor de riesgo es el previsible aumento de las tasas de interés, en un contexto de deterioro de la balanza por cuenta corriente, mayor aversión al riesgo y volatilidad financiera.

Aunque el endeudamiento público en muchos países es menor que en el pasado, se observa un fuerte aumento de la deuda corporativa alentado por las políticas monetarias expansivas de los últimos años. Un endurecimiento repentino de la política monetaria en Estados Unidos podría ser un factor desencadenante de una nueva crisis financiera global, ante la cual los bancos centrales de todo el mundo tienen hoy menos margen de maniobra.

Para la región, la vulnerabilidad externa sigue siendo el principal determinante para adoptar políticas contracíclicas, y ello supone un tercer factor de riesgo: el deterioro de las balanzas fiscales por el efecto general de la recesión y, en particular, por su dependencia de los bienes primarios.

Estos aumentaron su participación en las finanzas públicas de la mayoría de los países, particularmente en Sudamérica y, por ello, las dificultades en el acceso a financiación externa y la caída de ingresos procedentes de las exportaciones condicionan el espacio fiscal para políticas contracíclicas.

En cuarto lugar, tanto en los países atlánticos como en los pacíficos se estancaron los avances sociales de años anteriores. Desde 2013, las cifras de desempleo y subempleo y la tasa de pobreza muestran un visible deterioro. El ascenso de las clases medias –quizás el cambio social más importante de ese periodo– puede verse comprometido.

La población «vulnerable» con ingresos bajos, empleos precarios y sin protección social podría resultar de nuevo empujada a la pobreza, y eventuales recortes de gastos pueden reducir la cobertura de los programas de transferencias monetarias existentes en la región, que alcanzan a más de 130 millones de beneficiarios.

Crisis de globalización y nueva revolución industrial

América Latina también se enfrenta a otros riesgos a mediano y largo plazo relacionados con la reordenación global de los mercados y la geopolítica, el cambio tecnológico y la creciente tensión a la que está sometido el sistema multilateral para asegurar una gobernanza efectiva, representativa y legítima de la globalización.

El inicio de un nuevo ciclo de innovación tecnológica basada en la reorganización de la producción a partir de las plataformas digitales, la automatización y la inteligencia artificial de la «cuarta revolución industrial» plantea desafíos aún mayores. Parece perder importancia la lógica de deslocalización de los años 90 –abastecer el mercado global con cadenas de suministro que incluían países de bajos salarios (off-shoring)–, y emerge una nueva lógica: reorganizar la economía global mediante plataformas digitales y la externalización de la logística, y recurrir a la robotización para situar la producción más cerca de los consumidores, sea en mercados emergentes de alto crecimiento (on-shoring) o retornando a los países avanzados (re-shoring).

Ello parece indicar el cierre de una etapa de globalización que se ha extendido por más de tres décadas, basada en el modelo posfordista de cadenas globales de suministro. En algunos países emergentes supone riesgos de «desindustrialización prematura», al alentar una reindustrialización sin empleo en los países avanzados mediante la relocalización y la robotización.

A escala global, podrían desaparecer cientos de millones de empleos sin que exista un fácil o inmediato reemplazo por nuevas ocupaciones ligadas al cambio tecnológico. Este nuevo ciclo de innovación tecnológica supone un desafío laboral, fiscal y de protección social que exige la redefinición del contrato social básico tanto en los países avanzados como en aquellos en desarrollo.

En términos de agencia, las organizaciones regionales y multilaterales no parecen estar a la altura de estos retos. El sistema multilateral aún responde a una visión tradicional de la soberanía que dificulta la acción colectiva frente a problemas transnacionales.

Es también un «multilateralismo hegemónico» heredado del orden de posguerra, que no se adaptó a la descolonización y menos aún al ascenso de los países emergentes.

Afirmando la existencia de un orden internacional supuestamente multipolar, estos últimos reclaman reformas para dotarlo de mayor representatividad y legitimidad. En paralelo, definen nuevos mecanismos de cooperación, como los BRICS (Brasil, Rusia, la India, China, Sudáfrica), o establecen sus propios arreglos monetarios o financieros.

Estas dinámicas de retirada e impugnación, práctica y normativa, no suponen un nuevo multilateralismo eficaz: erosionan las organizaciones existentes y el conjunto del orden liberal sin que las alternativas de los países emergentes puedan sustituirlo.

La creación del G-20 en 2010, que incorporó a los países emergentes, significó un (tardío) reconocimiento de su nuevo estatus como rule-makers globales y puso en evidencia que los emergentes tienen ahora más influencia que en el pasado, pueden crear nuevas organizaciones internacionales e incluso desplegar una «gran estrategia» de índole geopolítica.

Pero estos países no parecen tener el interés, la voluntad o la capacidad de sustituir a las potencias tradicionales y el internacionalismo liberal en la gobernanza del sistema internacional, dado que siguen siendo beneficiarios de él.

Esas tendencias son visibles si se examina el andamiaje económico de la globalización: las negociaciones «megarregionales» del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica TPP, por sus siglas en inglés) o la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP) constituían, en parte, una respuesta geopolítica de los países avanzados ante el veto de los países emergentes en las negociaciones de la Organización Mundial de Comercio (OMC).

Pero con esas propuestas serían los propios países avanzados los que estarían minando el sistema multilateral de comercio. A ello se añade el ascenso de fuerzas de extrema derecha que cuestionan el orden liberal y suponen crecientes riesgos proteccionistas. Paradójicamente, es el eje angloestadounidense el que ahora cuestiona la globalización, y entre sus principales defensores se alzan hoy algunos países emergentes.

Fue el presidente de China, Xi Jinping, el inesperado defensor de la globalización en la Cumbre de Davos de enero de 2017, pese a que su país también giraba hacia políticas más nacionalistas y centradas en su mercado interno.

El giro liberal frente a una globalización en crisis

El cambio de ciclo político resitúa a Argentina y Brasil entre los países favorables a la apertura y la globalización, entre los que también se encuentran Colombia y México.

Estos cuatro países se tomarán como ejemplo para este artículo, en la medida en que han adoptado políticas exteriores enmarcadas en la globalización y supuestamente «desideologizadas» y «pragmáticas»; sustentadas en el regionalismo abierto, con una tendencia hacia el bilateralismo refractario; basadas en la promoción del sector privado y la inversión extranjera directa (IED); alineadas con el orden liberal mediante las políticas, estándares y prácticas dominantes en el sistema multilateral, y en particular, determinadas por las instituciones de Bretton Woods y la OCDE; y arraigadas en una concepción policéntrica del sistema político global, pero al mismo tiempo alineadas con la agenda de seguridad de EE.UU. para América Latina.

Esta matriz de política exterior comporta también reformas internas. Sea a instancias de actores externos, por emulación de los países de la OCDE o como justificación de las prioridades de las elites, este alineamiento aperturista implica, entre otras cosas, reformas estructurales para flexibilizar los mercados de trabajo, liberalización financiera, austeridad fiscal, eliminación progresiva de barreras arancelarias y no arancelarias y, last but not least, liberalización financiera, que se ha traducido en un alto nivel de deuda pública y privada.

En gran medida, se trata de la actualización de lo que en su momento se denominó Consenso de Washington.

Estas políticas, sin embargo, son objeto de disputa entre los actores internos, más intensa en el contexto de los procesos electorales que vivirán México, Brasil y Colombia en 2018 y Argentina en 2019. Echar un vistazo a las estrategias que los actuales gobiernos han venido aplicando hacia la globalización implica analizar su visión sobre el regionalismo y su vinculación con EE.UU.

Regionalismo

Para el gobierno de Mauricio Macri, el destino es el sistema global y el medio es el regionalismo. Por ello, ha buscado la desvinculación progresiva de Argentina de plataformas como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) o la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y se ha alineado con un nuevo regionalismo abierto y ha promovido una reorientación del Mercado Común del Sur (Mercosur), que en palabras del presidente «es el bloque más aislado y proteccionista que existe en el mundo»1.

Su «inserción inteligente» comporta un regionalismo uniaxial centrado en el eje económico y el acercamiento a actores como la ue y la Asociación Europea de Libre Comercio (efta, por sus siglas en inglés), Canadá, Corea del Sur o la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (asean, por sus siglas en inglés).

En este marco, uno de los primeros movimientos fue situar a Argentina como país observador de la Alianza del Pacífico (AP), por considerar que este grupo regional es el más dinámico, abierto y flexible.

El gobierno de Brasil promueve una estrategia regionalista convergente con su contraparte argentina. En los papeles, el Mercosur sigue siendo la plataforma natural de inserción en el mundo. Sin embargo, el discurso «desideologizador» afirma la necesidad de reconvertirlo en una simple zona de libre comercio. Mientras tanto, Brasil se desentiende de proyectos como la Unasur, surgida del propio liderazgo brasileño, y se acerca a la AP, sin convertirse aún en observador pero patrocinando un acuerdo comercial entre ese bloque y el Mercosur.

Ese enfoque regionalista es afín a su defensa de la globalización, al proponer una integración «abierta y transparente», compatible con el orden económico global.

En Colombia, las directrices de política exterior sitúan a América Latina y el Caribe como el área de inserción prioritaria y expresan un compromiso de participar activamente en mecanismos de concertación e integración regionales. De hecho, el país es miembro de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), la Unasur, la Celac, la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), el Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (SELA) y la Organización de Estados Americanos (OEA), entre otros.

Junto a ellas, la AP es la opción prioritaria y la que refleja la orientación liberal y la estrategia de «regionalismo abierto» por la que aboga el país. El presidente Juan Manuel Santos llegó a afirmar que «la Alianza del Pacífico es la integración más exitosa» y apoyó la incorporación de la figura de los «Estados asociados»2. Con un perfil predominantemente liberal, la AP también comprende una activa agenda de cooperación sectorial y ha establecido una zona de libre comercio a partir de la cual pretende proyectarse hacia el mundo.

México, finalmente, mantiene su tradicional participación en plataformas regionales, sean de concertación política, como la Celac, o de índole económica, como la ap, y defiende un regionalismo lo suficientemente abierto y libre de ataduras como para mantener amplios vínculos bilaterales. Pero es el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), como exponente de su opción por el regionalismo abierto, el que tiene un papel determinante en su evolución económica.

Frente al agresivo cuestionamiento de ese acuerdo por parte de Trump, Enrique Peña Nieto ha virado hacia una estrategia de diversificación del comercio y las inversiones, que incluye sumarse al Tratado Integral y Progresista de Asociación Transpacífico (CPTPP, por sus siglas en inglés) y la actualización del acuerdo con la UE. Tal vez por ello, el secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, no se cansa de recordar que «México es más grande que el TLCAN» y destaca a la AP como la principal plataforma de integración mexicana.

La aproximación a EE.UU.

En la lógica de círculos concéntricos que pregona el gobierno de Macri, EE.UU.  parece estar muy cerca de la primera órbita y es un actor fundamental para el desarrollo de la política exterior argentina. Desde la mirada oficial, edificar una «relación inteligente y madura» con Washington es considerado una condición sine qua non para reinsertar al país en el mundo. Argentina puso mucho capital político en la Presidencia del G-20 y en la organización de la cumbre de la OMC en Buenos Aires, percibidas como oportunidades de proyección global y de presentarse como actor confiable y como espacio para defender un sistema internacional abierto. Pero EE.UU. calificó de «catástrofe» a esa institución, y su discurso y actuación fueron en sentido contrario a los de la propia Argentina y otros socios del G-20.

Poco pareció impactar en el gobierno el hecho de que el entonces secretario de Estado Rex Tillerson proclamara, tras visitar el país, que la Doctrina Monroe continuaba vigente. Seguridad y comercio constituyen el núcleo central de la agenda común. En el ámbito de la seguridad y la defensa, la cooperación bilateral impulsa un proyecto de reforma de las Fuerzas Armadas destinado a involucrarlas en la lucha contra las drogas, las «guerras híbridas» y el combate contra el terrorismo.

A punto tal llegan las convergencias que se acordó la creación de una task force con la Administración para el Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) en la frontera norte argentina y un ex-juez norteamericano viajó al país para «mejorar el sistema judicial». Ese acercamiento parece haber rendido frutos, pues Argentina quedó inicialmente exenta del aumento de los aranceles al acero y el aluminio anunciados en marzo de 2018.

Por su parte, la idea de forjar relaciones cercanas con el gobierno de Trump ha llevado al frágil gobierno de Temer a promover una agenda cooperativa con EE.UU.  y dejar atrás las divergencias que suscitó el espionaje de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA, por sus siglas en inglés) a la presidenta Dilma Rousseff.

Esa buena predisposición tiene como exponente la militarización de la seguridad pública y la lucha contra las drogas, así como la voluntad de apertura comercial y financiera hacia las principales agencias y actores privados estadounidenses interesados en Brasil. Pero ello no ha evitado que el país, que destina a EE.UU. una tercera parte de sus exportaciones de acero, se haya visto afectado por el creciente proteccionismo de Trump. Ante este escenario, el gobierno de Temer ha buscado acelerar el acuerdo entre el Mercosur y la ue y acercarse a China y Rusia en el marco de los brics.

De hecho, a mediados del año pasado, se acordó con el gobierno de Xi Jinping el lanzamiento de un fondo conjunto de 20.000 millones de dólares para financiar proyectos de infraestructura en Brasil3, y en septiembre Temer destacó, en el marco de la IX Cumbre de ese grupo, la necesidad de que el Nuevo Banco del Desarrollo (NBD) se mantuviera «ágil, eficiente y financieramente sano».

«Yo soy pro-estadounidense», aseguraba en 2011 Juan Manuel Santos en la revista Semana, al tiempo que reconocía que era «evidente que debemos diversificar nuestra dependencia», en un contexto en el que EE.UU. era un aliado estratégico tanto en la guerra contra las drogas como en el proceso de paz4.

EE.UU. es, además, el principal socio comercial de Colombia, que mantiene con la potencia del Norte un balance comercial positivo en términos de comercio de bienes, en contraste con otros socios comerciales.

El apoyo estadounidense es clave para el ingreso a la ocde y, a la inversa, Washington ve en Colombia un aliado para hacer frente a Venezuela. Ahora bien, más allá del tratado de libre comercio (TLC), la relación especial con EE.UU. se da en el ámbito de la defensa y la seguridad, sobre todo en esta etapa de transición del Plan Colombia a la paz en Colombia.

En ese sentido, el gobierno de Santos mantiene su compromiso en la lucha contra el terrorismo y las drogas ilícitas, a fin de conjurar el riesgo de que el presidente Trump descertifique a Colombia ante los récords registrados en materia de producción de cocaína.

El caso mexicano, por último, es particularmente complejo. La profunda integración con el mercado estadounidense y canadiense se encuentra en constante fricción. Durante su campaña presidencial, Trump llegó a decir que México enviaba «violadores» a EE.UU. .

La relación ha empeorado con la ampliación y militarización del muro fronterizo, junto con las restricciones comerciales y migratorias y una política agresiva en materia de seguridad, hasta el punto de forzar la renuncia de la embajadora estadounidense en México. La necesidad del gobierno de Peña Nieto (en salida, como Santos y Temer) de diversificar sus vínculos ante la revisión del TLCAN tiene agudas limitantes estructurales. Tanto su guerra contra las drogas como su economía son altamente dependientes del vecino del Norte.

A modo de cierre: ¿tiene América Latina socios a los que recurrir?

La paradoja que supone que EE.UU. cuestione el orden liberal y que países emergentes y en desarrollo estén entre sus principales defensores es particularmente visible en América Latina: el giro a la derecha que han dado algunos países de la región responde, entre otras razones, a la voluntad de «abrirse al mundo» y aprovechar las oportunidades de la globalización mediante políticas exteriores basadas en el liberalismo económico, más abiertas y pragmáticas.

América Latina, sin embargo, no está encontrando las respuestas favorables que esperaba tras ese «giro globalista»: algunas potencias globales transitan hacia políticas más centradas en su mercado interno –caso de China– o viran hacia un mayor nacionalismo económico, como EE.UU.

El triunfo de Trump significó el rechazo a la ratificación del TPP y el abandono del TTIP, y se pretende revisar los TLC vigentes –en particular, el TLCAN– desde posiciones unilaterales. También en la UE aumenta la oposición social y política al libre comercio –así lo indican las dificultades para la ratificación del acuerdo de libre comercio entre la UE y Canadá (CETA, por sus siglas en inglés)–, y los gobiernos de Francia y Alemania han cuestionado el TTIP y miran con recelo otras negociaciones, como el acuerdo UE-Mercosur, en respuesta a demandas de un electorado cada vez más crítico al libre comercio y sus efectos sociales.

Con la nueva estrategia de seguridad nacional de noviembre de 2017, EE.UU. rechaza el multilateralismo y se ve a sí mismo como actor dominante en un mundo multipolar de competencia geopolítica, militar y comercial entre grandes potencias. El gobierno de Trump plantea una inédita combinación de unilateralismo nacionalista y una peculiar ideología de neoliberalismo asimétrico, que altera, aunque no transforma radicalmente, la matriz de política latinoamericana del periodo anterior.

Desde la retórica nacionalista del «America First», Trump abandonó la OMC y anunció la renegociación de los 20 acuerdos de libre comercio que EE.UU. tiene en vigor, que se consideran «injustos» y «desequilibrados», a fin de asegurar «reciprocidad» y capacidad soberana para adoptar medidas unilaterales de defensa comercial, por encima de la OMC o de los procedimientos de esos acuerdos. Ello significa la renegociación del TLCAN, que puede terminar involucrando acuerdos como el vigente con Centroamérica y República Dominicana (DR-CAFTA, por sus siglas en inglés), y con Colombia, Perú y Chile, con lo cual quedan descartadas las expectativas de acuerdos similares de los nuevos gobiernos de Argentina y Brasil.

Desde enero de 2018, EE.UU. también ha aplicado de manera unilateral una amplia batería de medidas proteccionistas. El gobierno ha acosado a la firma china Huawei alegando brechas de seguridad y ha vetado la adquisición de la firma de tecnología Qualcomm por parte de Broadcomm, ante el riesgo de que cayera en manos chinas.

En marzo, la Casa Blanca anunció aranceles adicionales al acero (25%) y al aluminio (10%) apelando a razones de seguridad nacional. Con estas medidas, que pueden dar paso una guerra comercial, Trump apela a su base electoral y se enfrenta a un Partido Republicano tradicionalmente favorable al libre comercio invocando argumentos de seguridad nacional.

Al aplicar esas medidas de manera selectiva –la ue, Argentina, México, Canadá y otros socios quedan de momento exentos–, Trump se dota de bazas negociadoras que pretende utilizar para obtener concesiones en otros frentes, como las negociaciones del TLCAN.

En realidad, hoy la principal amenaza al orden internacional liberal no parece ser China o el grupo BRICS, sino los EE.UU. de Trump. América Latina, cuyo giro a la derecha supone una clara apuesta por ese orden, dirige ahora la mirada hacia nuevas coaliciones de actores favorables a la globalización. Pero ¿cuál es su alcance?

En Asia, el Foro de Cooperación Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés) y en particular países como Japón han estado promoviendo un nuevo CPTPP, sin EE.UU.. Aunque no tenga el mismo peso y atractivo, supone una clara señal política en favor de la globalización por parte de 11 países que suponen 14,5% del pib y 15% del comercio mundial.

Este acuerdo, sin embargo, se ve lastrado por la ausencia de China: por su diseño liberal y aperturista, muchas de sus exigencias –por ejemplo, en materia de circulación de capitales o de inversión extranjera– no pueden ser asumidas por China.

Este país sigue promoviendo el Partenariado Económico Comprehensivo Regional (RCEP, por sus siglas en inglés), menos viable a corto plazo, y ha planteado una amplia estrategia geopolítica y económica que se proyecta hacia Eurasia y la cuenca del Pacífico a través de la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda.

Esta propuesta tiene evidente interés para América Latina en cuanto a inversiones y acceso a mercados, pero no altera un patrón exportador dependiente de los precios de las materias primas ni es el fundamento de coaliciones internacionales más amplias que refuercen a América Latina en términos de agencia ante un sistema internacional en cambio.

Para la región, un escenario de guerra comercial abierta entre China y EE.UU. es muy dañino y pone en riesgo las estrategias de diversificación que se han tratado de impulsar como reacción frente al proteccionismo estadounidense.

Respecto de Europa, la victoria electoral de Trump y su abrasiva política exterior, en particular hacia el orden multilateral y hacia Bruselas, el Brexit y la sorpresiva victoria de Macron parecen haber sacado de la parálisis política a la ue, que recupera la iniciativa política en defensa de su propio modelo y del orden multilateral.

Ese empeño tiene una doble dimensión, interna y externa, dado que el antieuropeísmo y la impugnación del orden liberal van de la mano en el seno de la propia UE y ponen en juego su existencia misma: la nueva Estrategia global de política exterior y de seguridad de 2016 lanza un mensaje de unidad que también puede verse en el exigente mandato de negociación del Brexit adoptado en 2017. En otros documentos, la UE sigue pronunciándose a favor de una globalización ordenada y un multilateralismo eficaz.

A ello se suma un eje franco-alemán más unido, por ejemplo, ante las reuniones del G-20 en Hamburgo, que mostraron a EE.UU. aislado, especialmente en materia de cambio climático y gobernanza de la globalización. En vísperas de esa reunión, la UE anunció un acuerdo de libre comercio con Japón, apenas esbozado, como señal política frente a EE.UU.. El CETA y la negociación UE-Mercosur se han presentado en términos semejantes.

Sin embargo, las pretensiones europeas de impulsar o liderar estas coaliciones en favor de la globalización no pueden ignorar sus condicionantes domésticos. Esa ue que pretende liderar un sistema internacional abierto es la misma que pretende relegitimarse ante la ciudadanía, en palabras del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, como una Unión «que protege, empodera y defiende» frente a amenazas externas, sean de seguridad o provenientes del impacto de la globalización; que redefine su política exterior en nombre de un «pragmatismo basado en principios» que supone un enfoque marcadamente securitario de las migraciones, o que endurece sus instrumentos de defensa comercial frente a los países emergentes.

Esa UE, tras el Brexit, depende de un liderazgo franco-alemán débil: en Alemania, la reedición de la Gran Coalición entre democratacristianos y socialdemócratas de marzo de 2018 sitúa a Angela Merkel en una posición menos proclive a la apertura comercial o de las política de asilo y refugio.

Pero es quizás el liderazgo europeísta de Macron el que mejor refleja esas contradicciones. Su promesa al electorado es conciliar globalización con protección social y soberanía nacional. Esto es, los tres elementos del «trilema» de Rodrik5. La imposibilidad de ese trilema vuelve a expresarse en reformas que reducen derechos laborales en nombre de la competitividad o que limitan libertades en nombre de la seguridad; en políticas migratorias más restrictivas o en posiciones más proteccionistas en las negociaciones UE-Mercosur.

En suma, la UE ya no es el actor universalista y cosmopolita del pasado, que pretendía transformar el mundo conforme a sus valores más avanzados, y emerge una UE excepcionalista y defensiva que da prioridad a sus propios intereses y a la protección de su ciudadanía ante un orden internacional en descomposición y un mundo hostil y renuente a responder al modelo europeo.

Ante este escenario, cabe afirmar que la apuesta de las nuevas derechas latinoamericanas por la globalización parece estar disociada de los principales procesos que atraviesan la estructura internacional. La limitada comprensión y la visión errática hacia esas dinámicas marcan el pulso de su propia proyección tanto interna como externa.

En América Latina, por otra parte, se evidencian fracturas entre los países, así como en el interior de ellos. La reciente decisión de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú de suspender su participación en la Unasur es un ejemplo radical de esta situación.

Estas fracturas no son ajenas a las que se observan en otras partes del mundo, aunque se expresen con particulares acentos y mediaciones regionales y nacionales.

La rápida erosión de las nuevas derechas ante la corrupción, las fracturas sociales ante los asuntos de género y la diversidad sexual, o el descontento social ante las expectativas en ascenso que no se ven satisfechas inciden con fuerza en las elecciones que vive la región e impulsan a nuevos actores de derecha nacionalista y reaccionaria y fuerzan a los partidos tradicionales a incorporar parte de sus demandas.

El ciclo electoral latinoamericano –Costa Rica, Paraguay, Colombia, México, Brasil en 2018 y Argentina, Uruguay, El Salvador, Panamá, Guatemala y Bolivia en 2019– será un buen termómetro para valorar si el ciclo liberal ha llegado (o no) para quedarse. En principio, no parece tan evidente que ese ciclo sea tan sólido y duradero como se ha proclamado, ante un conjunto de desafíos estructurales para el que esas opciones ofrecen como principal respuesta un discurso globalista que va a contramano de las principales tendencias internacionales.

Fuente: Nueva Sociedad

Notas:

1.     Eleonora Gosman: «Macri: el Mercosur es el bloque más proteccionista y aislado del mundo» en Clarín, 21/12/2017.

2.    J.M. Santos: «La Alianza del Pacífico es la integración más exitosa» en Correo, 29/7/2016.

3.   James Kynge: «China rescata las infraestructuras de Brasil» en Expansión, 2/10/2017.

4. «Preferiría no reelegirme» en Semana, 2/12/2011.

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