por Armando Cassígoli (*).
…Como le iba diciendo, esta cuestión del arte es cosa seria, si no, pregúntele a cualquiera que sepa cantar, componer décimas o tocar un instrumento por música o de oído.
La cosa fue que después de las palabras de Santana, todos íbamos a convertirnos en artistas; y lo mejor de todo, con un trabajo honrado.
El Santana estaba que saltaba en una pata. En menos de una semana había reunido casi toda la gallada y la Compañía de Teatro estaba por empezar a funcionar. Este año sí que tendríamos una gran Semana Santa, con buena pega, no para hacerse uno rico, pero, por lo menos, lo suficientemente provechosa como para seguir tirando. Por eso es que acepté el trato del Santana sin pestañear.
Porque la cosa esta de ser artista, pensé, era mil veces mejor que otros trabajos míos anteriores; como testigo falso en el Segundo de Menor Cuantía, los usías la anduvieron parando y se reían o se enojaban cada vez que me veían entrar; con esa cochina mezcla de “piur ceilon ti”, me fue peor, ya que todos se daban cuenta a la legua que era té usado, teñido con anilina y vuelto a secar; en la venta de bolsitas de polietileno no me fue mejor, porque en este mundo capitalista los pequeños fabricantes llevamos las de perder. En la profesión del arte la cosa viene del alma y no se hace con la intención de engañar al prójimo.
El día que Santana nos habló dijo, para tranquilizarnos, que no nos preocupáramos, porque a esa altura la Compañía tenía ya tres Marías Magdalenas y dos Pilatos, ya que, suele suceder, se producen fallos de última hora.
A mí, el Dire me encargó primeramente los decorados, ya que sabía que algo le he pegado siempre a la pintura y a la carpintería. Estos eran olivos, palmeras, casas, mesas, sillas, un desierto y tres cruces; lanzas y espadas, además. Una ganga de esas que se pueden hacer hasta con los ojos vendados.
Para empezar mi trabajo me fui entonces donde don Moisés, el de la cigarrería, que vende también boletos de lotería y chocolates.
–Oiga, cumpa– le dije–, fíjese que estoy metido en un lío de unos decorados y usted, como es judío, puede ayudarme. ¡Dígame por favor! ¿Cómo son los olivos, las palmeras y las casas de Jerusalén?
Don Moisés me dijo que él no tenía idea porque había nacido en Rumania, pero que le echara una preguntada al árabe del rincón, porque ese sí que era de Palestina.
Me fui entonces donde el de la paquetería, don Salvador que le llaman, y él me explicó que las palmeras eran más o menos iguales a las de la Avenida La Paz, que los olivos eran los mismos árboles donde yo había visto colgando las aceitunas verdes, y que las casas de allá, como las de nuestro barrio, también eran de adobe y de un piso. Cuando le pregunté si en su tierra se usaban turbantes como los de los bandidos de las películas o como los de los que ven la suerte, casi me pegó, diciéndome que si yo me estaba haciendo el ignorante o había nacido así. Bueno, no le hice caso, uno no puede andar peleando con todo el mundo; hasta le di las gracias. Después de estas averiguaciones y con un poco de paciencia, la cosa de la técnica no tendría porqué andar mal. El asunto era conseguirse herramientas y materiales y ¡listo el pescado!
A pesar de estar ya metidos en la cuestión artística, nosotros, que somos gentes sencillas, seguimos siendo igual que antes. Sin embargo el amigo Santana empezó a cambiar; le dio por visitar iglesias e ir a misa.
–Hay que estudiar el personaje –decía, disculpándose ante nosotros, que nos reíamos de él y lo embromábamos por esa facha entre cura y dirigente sindical que iba tomando. Si hasta se tiño las canas para verse de la misma edad del personaje que iba a hacer, es decir, casi quince años menos más joven. Incluso la moral le cambió al Santana: durante el día no probaba un trago, sólo después de anochecer se permitía darles duro a las botellas; dicen que hasta suspendió su amistad con la “Tres Lomos” porque ella era demasiado mal hablada; fondeó en el ropero los daos y el naipe chileno lleno de marcas y, para colmo, empezó a usar sombrero y corbata negros; también se dejó crecer el pelo y la barba. Hasta parecía mejor lavado.
Le enronqueció la voz.
Estábamos a fines de marzo (tiempo, en mi tierra, de la primera chicha); por eso, según el Dire, teníamos que apurarnos. Ensayos mañana y tarde.
–¿Y qué vamos a hacer con Judas Iscariote, de dónde lo sacamos, rápido?
–¡Bah, el “Chanfaina” pues! Ese ha sido soplón, rompehuelgas y cuando se cura es capaz de vender hasta su misma abuela.
–¿Y no se enojará con el papelito que le toca?
–¡Qué se va a enojar! Por medio litro se dejaría matar cien veces.
–Bien, entonces, Judas está listo, pero… ¿y San Pablo, al que el gallo le cantó tres veces, según dicen?
–Tú, pues hombre –me dijo Santana con un acento medio español con que se había puesto a hablar últimamente.
–¡Chitas –alegué–. Yo soy jefe técnico, decorador…
–¡Bah, y eso qué importa! Acuérdate que San José fue carpintero. Y tú sabes que un carpintero…, es decir tú entiendes, ¿no?…, decorador, escenógrafo, carpintero, ingeniero, mueblista, santo…, bueno, es más o menos lo mismo; así que… ¡no te corras!
Acepté. En la cuestión del arte hay que ser disciplinado. Además del plazo, la fecha del estreno, se nos venía encima.
Para cada ensayo Santana nos hacía disfrazar; barbas y bigotes crecían gracias al corcho quemado. Yo colocaba mis palmeras y mis olivos de cartón reforzado con alambre y tablas. Casi toda la luz apagada; silencio; el corazón zapateando hecho un loco. Y empezábamos a transmitir y dale que dale.
Pero el Santana vivía preocupado de los detalles, parece que tenía el sistema muy nervioso. De repente paraba el ensayo y hablaba a gritos:
–¡Faltan las pelucas!
– Podemos hacerlas de estopa, o huaipe; en el Mercado Persa venden hasta pelo auténtico.
–¡Estás loco! Ese pelo que venden es de difunto. ¡Ni muerto me pondría una así!
–Hay una parte donde arriendan…
–Bueno. ¡Encárgate tú! …Pero faltan soldados romanos. Para el Buen Ladrón y el Mal Ladrón sobran postulantes; pero para soldados romanos…
–Los hermanos Cavieses. Ahora andan sin pega…, ¡ahí está la cosa!
–¿Los Cavieses? ¡Esos no se han bañado nunca!
–Mejor así, la gente creerá que vienen llegando de la guerra.
–Sí, también es cierto.
Santana a veces se dejaba convencer. Como Dire que era, pensaba que su trabajo consistía en sorprender detalles, pero como no los encontraba, proseguía el ensayo.
Una tarde “La Guagua” y la “Tres Lomos” se agarraron de las mechas porque las dos querían hacer el papel de María Magdalena. “La Guagua” alegaba que ella era una mujer arrepentida, la otra mina decía que ella tenía más méritos y antecedentes, “que esta es la historia de mi vida”, “que yo he sido más pecadora que tú”, “que esto y que estotro”…
Santana tuvo que apartarlas y les dio el papel a las dos, porque las dos “se lo merecían realmente”, eso sí que tendrían que ponerse de acuerdo antes de las funciones. Santana sabía hacer justicia.
El guatón Barraza fue nombrado definitivamente Poncio Pilatos, porque comía como chancho y se cortaba las patillas muy arriba cuando se afeitaba.
El problema de la Virgen fue el más difícil. ¡Dónde encontrar una! El Dire se agarraba la cabeza a dos manos, se encerraba en el camarín, se echaba un traguito de aguardiente para que le vinieran ideas y después empezaba a pasearse. Por fin halló una solución. Como la señora Ernestina había sufrido mucho con sus hijos y lloraba muy fuerte, tuvo que hacer el papel de la Virgen.
Cuando hice la cruz del medio, le puse refuerzos de fierro y una tabla para el descanso de los pies; a cada extremo del travesaño coloqué unos lazos de cordel para que así Santana pudiera sujetarse sin peligro de cansarse mucho o de darse un suelazo. Con las cruces de los ladrones no tuve gran problema ya que las hice en forma de letra T para que así se aferraran sin complicaciones, tomando en cuenta que la última escena era la mas larga y la más seria. Repito, la cosa técnica andaba como por un riel, lo demás sería solo menudencia.
Una mañana salimos con Santana para lo de la propaganda. Fuimos a dos radios, donde transmitían la Audición de los Barrios. En una de ellas esperamos al susodicho casi dos horas, finalmente nos prometió, al igual que el otro gordito chico de los noticiarios, varios avisos gratis de nuestra función.
De las radios nos fuimos a la parroquia del barrio a pedirle al reverendo que nos hiciera un sermoncito de propaganda, total, la función a su vez le hacía propaganda a su propia faena. El cura se acercó a Santana y le olió el tufo a vino litreado y espantoso que el Dire tomaba todas las noches para “llamar ideas”.
–Anoche estuve de cumpleaños, su paternidad, usted sabe, los amigos insisten…
El reverendo se rió con cara de pocos amigos y contestó a nuestro pedido diciendo que a él le era difícil hacer ese tipo de propaganda, por más religiosa que fuera la obra, pero que, sin embargo, les avisaría a todos sus conocidos.
El Dire entonces lo quiso tomar por el lado sentimental y le alegó que nuestra comedia era, en el fondo, una campaña para que la gente fuera más a la iglesia; que nuestro país se ponía cada vez más descreído y que lo único que le estaba proponiendo era cambiar un favor por otro; le dijo además que esto era un “asunto entre gente seria, entre amigos”, y que no dudara con respecto a las conversiones que se habrían de producir desde la primera función; hasta se atrevió a ofrecerle una gorda limosna de las ganancias netas.
El párroco no se convenció; a pesar de todo nos invitó un trago antes de echarnos.
Siguieron los ensayos y las clases de teatro. Santana nos enseño a llorar sin tener ganas, a caminar con el paso de las personas antiguas, a declamar moviendo los brazos y hasta hablar como lo hacen los españoles. Dijo que si alguien en el escenario no hablaba como español, estaba perdido.
Conseguimos pelucas de crin. Con sábanas de tocuyo la señora Ernestina hizo túnicas y trajes. Los soldados romanos se consiguieron unos yataganes verdaderos. Los decorados del Huerto de los Olivos me quedaron parecidos al cerro Santa Lucía, pero eso era de menor importancia ya que el público, como me dijo Santana, no se daría cuenta de ello. A falta de sandalias nos conseguimos ojotas, y en cuanto a las ramas de palmera, las cortamos de noche y a escondidas en la Quinta Normal. La cosa técnica andaba como se pide, tanto así que cuando entrábamos a un bar a pedir una cerveza, lo hacíamos moviendo los brazos y con el acento ese.
Nuestra obra se estrenó un día antes de Semana Santa. Para esa fecha el Dire nos citó en la mañana, muy temprano, a pesar de que la noche anterior nos fuimos a la “Picada de doña Lucha” a celebrar la cosa como se pide; allí Santana regaló varias entradas de favor.
Llegamos a tiempo, pero con el cuerpo malo. El Dire se paró en medio del escenario y pasó lista, como en la escuela.
–Poncio Pilatos.
–¡Preesentee!
–Jefe técnico y San Pablo.
–¡Firme, mi Dire! ¡Todo en orden” –Apenas pude despegar los labios con la sed del demonio que me quemaba la garganta.
–Virgen María.
–¡Aquí estoy, hombre!
–Marías Magdalenas.
–Para qué gritas así si nos estás viendo –dijo la “Tres Lomos”, que estaba conversando con “La Guagua” frente a Santana.
Después de constatar la presencia de soldados, apóstoles y pueblo, el Santana nos hizo un rápido ensayo general. Corregía, nos hacía repetir, se enojaba, reía, escapaba a su camarín a componer el cuerpo y seguía metiéndole fierro al arte. Para que no perdiéramos tiempo saliendo a almorzar, el Dire mandó a uno de los Cavieses comprar pan, queso, ají y cerveza en abundancia. Después de almuerzo probé la iluminación; como no teníamos reflectores, arreglé dos grandes ampolletas con cucuruchos de cartón y con eso lo de la luz quedó perfecto. ¡Listo el pescado!
Al poco rato Santana llegó feliz diciéndonos que más o menos al mediodía ya se habían vendido más de la mitad de las entradas y que por lo tanto estaba asegurada la primera función de la comedia.
A última hora casi anduvo fallando el detalle de la música, pero “La Guagua” trajo su fonógrafo y sus discos. Elegí los más serios y los dejé listos para el acompañamiento. Le cambié la aguja al aparato y se lo pasé al Astudillo, hermano de la “Tres Lomos”, quien, además de consueta, sería el encargado de cambiar los discos.
Santana nos reunió a las cinco de la tarde en la bodega del teatro para decirnos un discurso sobre el arte y darnos las últimas instrucciones. Nos habló de Alejandro Flores, Jorge Negrete y otros artistas famosos; recitó parte de una poesía llamada “Las abandonadas” para que nos fijáramos en la pronunciación, y, finalmente, abrió una damajuanita de aguardiente de Doñihue y nos dio un vaso a cada uno “para tener ánimos”. Le aplaudimos sus palabras, su barba, su túnica blanca y ese amor por el arte que a todos nos había sabido meter en el corazón.
La señora Ernestina se emocionó, echó un llanto afuera y enseguida declamó un “Dios te bendiga, hijo mío” que nos llegó al alma.
A mí me hicieron hablar a nombre de los artistas de la Compañía, en vista de lo cual, de puro patudo, dije que, interpretando el sentir de la mayoría de mis compañeros artistas, hacía el juramento de no separarnos más en la vida, por grandes que fueran los triunfos que obtuviéramos. Propuse otro brindis en honor al Dire. Se aceptó de inmediato.
Cuando terminamos de pintarrajearnos la cara, puse mis decorados de palmas y olivos sobre el escenario y encendí los focos.
Astudillo se metió en la concha, dio cuerda al fonógrafo y ordenó sus papeles. Por un agujero de la cortina miré hacia la platea. El teatro estaba lleno. Sonaron tres pitazos. Empezó la cosa.
El flaco Garay, que hacía el papel de San Juan Bautista, se paseaba con paso antiguo por entre los decorados de palmera, con una concha de ostión en la mano; estaba a orillas del Jordán. En ese momento apareció Santana y un gran aplauso se oyó en la sala.
La escena del bautismo resulto rebién, lo mismo que la del Sermón de la Montaña, en que el Dire no le hizo caso al consueta y se leyó por su cuenta, con voz ronca, un librito de esos que reparten los evangélicos y que mantuvo bien escondido entre las arrugas de su sábana.
Para lo de los milagros, uno de los Cavieses salió moviéndose como si bailara conga; era un paralítico y fue sanado. En lo de la tentación del Diablo, el pelado Cornejo salió disfrazado de Satanás y fue derrotado. En esa función hubo de todo, pesca milagrosa, marcha sobre las aguas de papel celofán, multiplicación de panes; un chuico de agua fue convertido en vino tinto. El primer acto terminó con la elección de los doce apóstoles, que salimos desfilando por el escenario, donde el respetable público nos aplaudió a rabiar. Hicimos una venia y cayó el telón.
En los diez minutos de intermedio aprovechamos de darnos una manito de pintura y echarnos unos traguitos para la nerviosidad. Estábamos felices.
Nuevos timbrazos y apagón. La segunda parte empezó con algunas fallas. Como el Dire estaba muy entusiasmado con su actuación, no le avisó a ninguna de las dos Magdalenas cuál estaba de turno. Las dos salieron llorando y arrepintiéndose. Fueron perdonadas y nadie lo notó.
El guatón Barraza, que legítimamente era Poncio Pilatos, tuvo que remplazar a Lázaro, quien, debido a una pequeña borrachera, no pudo salir al proscenio. Salió envuelto en vendas, murió y resucitó a los pocos minutos sano y rozagante. El respetable público, que nada sabía de nuestros contratiempos, seguía aplaudiendo.
Los Cavieses y el flaco Garrido se repitieron el plato y fueron curados como leprosos. Con la impresionante aparición de la señora Ernestina, llorando en escena, concluyó exitosamente el segundo acto.
Durante ese intermedio, el Santana llamó aparte a “La Guagua” y a la “Tres Lomos” y les pegó una retada por haber salido juntas al escenario. Ellas entonces se enojaron y dijeron que no seguían actuando. Ante tamaño problema, a Santana no le quedó otra cosa que llevarlas a su camarín, servirles un traguito y hacerles muchas promesas para que ellas decidieran seguir en la Compañía. El Dire quedó de malas pulgas. A gritos me preguntó si había pan y vino para la Última Cena.
Me pegué una palmada en la frente. ¡Qué imbécil! Se me había ido ese detalle. ¡Qué hacer! La panadería y la botillería estaban lejos del teatro. Había que actuar con mucha rapidez a lo cauboy. Mandé entonces a comprar al Astudillo. Entre tanto cambié los decorados, traje la mesa, puse las sillas y me vestí de San Pablo. “Ver para creer”, dije frente al espejo para sentirme bien en el personaje. Había pasado un cuarto de hora y el Astudillo no volvía. El Dire dio orden de que se levantara el telón de todas maneras.
Felizmente el hombre llegó corriendo en ese instante. Traía dos botellas de vino Macul, cinco panes amasados y varios pequenes calientitos, porque, dijo, esos cinco panes eran los últimos.
La escena fue sumamente seria. Santana se metió de tal forma en su papel que nosotros nos quedamos con la boca abierta. Llegué a sentirme un pecador y un indigno; hasta me dio vergüenza representar a un santo. Me hormigueaba la sangre en las venas y hasta los pelos del brazo se me pusieron de punta. No solamente nosotros sino que también el público se había emocionado hasta adentro; dejaron de aplaudir y se quedaron completamente callados.
De repente terminó el silencio: “El Chanfaina”, que hacía de Judas, fue señalado como un traidor y un carajo; entonces las rechiflas e insultos de la galería se hicieron tremendos. Muchos lo amenazaron con pegarle a la salida del teatro.
Pero Santana estaba transformado. Sufría el papel con todas sus fuerzas, como si de repente se hubiera arrepentido de todos los muchos pecados de su vida. De ahí que el guatón Barraza, que según decían, era un buen actor, ante el Dire hizo un Poncio sin gusto a nada.
La escena de la cruz fue espantosa y de ello parte de la culpa la tuve yo por no haber tomado, como jefe técnico, las precauciones debidas.
Uno de los Cavieses, que además de haber tomado mucho trago era medio corto de vista, le dio un verdadero puntazo en el costado y la sangre que manó fue verdadera. El sostén para los pies se desclavó, pero el cuerpo de santana no se vino al suelo porque uno de los lazos que yo había puesto en los extremos se le enredó en una mano. Quedó colgando. La mano comenzó a hinchársele y los músculos se le pusieron tiesos como si estuviera haciendo fuerza.
El Dire, sin embargo, no lanzó ningún quejido fuera de tiesto, ni siquiera un gesto en la cara. Todo era absolutamente natural. Al darse cuenta de lo que pasaba, la señora Ernestina se uso a llorar de verdad. La mano se volvió morada, parecía que iba a estallar. La cabeza del crucificado cayó sobre el pecho, realmente desmayada. Los llantos de las Magdalenas y la desesperación de todos nosotros jamás las podría entender el público.
Pero, además, otra falla técnica hizo que la escena se pusiera formidable: los cucuruchos de cartón con que hice los focos se recalentaron y empezaron a arder; tres ampolletas hicieron explosión, apagando el escenario. Cayó el telón, muy demasiado lentamente. La ola de aplausos no dejó oír nuestros grito y carreras.
El éxito de aquella función fue notable. El querido y respetable público deliraba.
Estoy completamente seguro de que podríamos haber ganado mucha fama y dinero si hubiésemos seguido con las funciones durante toda la Semana Santa, pero Santana, con su hombro enyesado, no podía actuar. Y Santana, está bien que se sepa, es, de todos nosotros, el único actor irremplazable…
(*) Narrador, poeta y catedrático. Fue reconocido por el humor e ingenio en su obra. Perteneció a la Generación Literaria de los Cincuenta en Chile. Estudió Filosofía y Psicología y fue docente de la Universidad de Chile. En 1973, después del Golpe de Estado en Chile, se exilió en México. Durante este periodo publicó Antología del fascismo italiano (1976) y La ideología en sus textos (1982). Además, fue catedrático en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Murió en Ciudad de México en 1988.
Fuente: Polítika