El 30 de marzo de 2017, la Venezuela virtual amaneció enmarcada en tendencias que acusaban al Tribunal Supremo de Justicia. Sorprendentemente, no había cerca ninguna etiqueta que defendiera —ni por principio- la actuación del judicial venezolano. Lo que me llevó a considerar que pocos sabemos en esta mar revuelta de qué van las actuaciones de la Sala Constitucional.
La matriz virtual de la derecha era sencilla, la primera etiqueta denunciaba un hipotético Golpe de Estado judicial contra la Asamblea Nacional que se habría producido —al parecer- con la Ponencia Conjunta del 28 de marzo en el Expediente 17-0323 [1], y, completado con la decisión de la misma fecha y suscripción en el Expediente 17- 0325 [2].
Al respecto, sobretodo la primera, referida a las actuaciones internacionales del Estado y a la naturaleza de la inmunidad parlamentaria fijan severamente una postura en defensa del Estado. Esta es la primera clave para entender las últimas decisiones.
En primer lugar, se trata de entender si estamos ante un conflicto de Estado o una crisis de gobierno. Son cosas distintas. Una crisis de gobierno que se configuraría según la derecha de un modo casi caricaturesco pues estaríamos frente a una dictadura sin dictador.
La Asamblea Nacional dictó una resolución sin asidero constitucional que determinó el abandono del cargo del Presidente y envió una delegación a representar a Venezuela en un foro de gobiernos. En Venezuela, el gobierno es el Poder Ejecutivo. Es decir, que proyecta un país donde nadie gobierna.
Esta línea discursiva permite hablar de un Estado fallido, cual reino sin rey, y, justificar un llamado a elecciones generales puesto que aquí no existiría ninguna estructura: ni quien dé un pasaporte, ni quien dé una medicina, ni quién llame a elecciones.
El Ejecutivo inexistente equivaldría a que en Venezuela no hay gobierno por lo tanto, de algún sombrero hay que sacar alguno.
La Asamblea Nacional rompió también con el pacto fundacional de la República y el principio liberal de la separación de poderes. Pues esa formula que repetimos desde educación cívica reconoce que todas las funciones no pueden caer en un solo sujeto porque sería absolutismo pero también señala que ninguna de las partes tiene personalidad ni existencia autónoma. El país es esa suma de representantes, ciudadanos y territorio. Ninguno es, en el ámbito político, sin el otro.
Allí nace y se mantiene el problema con el Poder Judicial quien en el liberalismo era esa boca de la ley, sujeto de palo, último llamado a la fiesta. Poseedor legítimo del deber del orden y de la autoridad. Dotado desde la segunda mitad del siglo XX de la fuerza constitucional. Es decir, garante del Estado por encima de las peleas de sus hijos (los ciudadanos) y de sus hermanos (los otros cuatro poderes).
La primera pelea, la fundamental, la cazó el Poder Legislativo con el Poder Judicial cuando en pataleta pública desconoce la medida cautelar que sobre los ciudadanos que se presentaron a las elecciones de diputados en el Estado Amazonas y cuya eleccion existían fundadas dudas, decide hacer caso omiso del llamado. Postura que obvia que ante decisiones de justicia el estar o no de acuerdo es un asunto secundario, únicamente salvable mediante recursos judiciales. ¿Mucho pedir? ¡Hagamos un censo en cualquier cárcel de cualquier país sobre si los detenidos están de acuerdo!
Como por regla general nadie está de acuerdo con las decisiones de justicia y muchas de la administración, tienen estas autoridades la capacidad de hacer valer sus decisiones de manera forzosa. Allí, cuando dijeron que no a la autoridad se encontraron con la justicia constitucional.
En primer término, la Sala Constitucional no ha hecho nada más que decirles, una y otra vez, como la maestra en un salon de clases que hagan caso. Un conflicto que, a los efectos parlamentarios, no tiene mayor relevancia puesto que, la mayoría la tienen por mucho y para mucho.
Allí estamos desde hace un año. El hijo rebelde culpa a la madre de su castigo y no reflexiona sobre su falla. La situación empuja al país a la primera premisa, no la de la crisis de gobierno sino el conflicto de Estado.
La pregunta planteada sería ¿puede la República detenerse, suicidarse, por uno de sus cinco componentes declarado en rebeldía?.
En ese marco, no queda otro que preguntarnos ¿tiene el Poder Judicial un deber de preservación de la República? ¿Cómo existe la República sin presupuesto? ¿Cómo se compran las medicinas y la comida sin él? ¿Como se llama a elecciones sin él?
Esa fue la sentencia si la Asamblea Nacional, titular constitucional de la función no la ejerce, el interés fundamental de conservar la Republica y los derechos del pueblo, exigen que la decisión se tome.
Truncado el plan de matar asfixiada la vida nacional, en marzo el conflicto se recrudece.
No hablamos casa adentro sino fronteras afuera. Siempre me ha gustado hablar ese tema haciendo mención de la Constitución de 1811 y la de 1830. Ambas previeron que aceptar honores o comprometer la estabilidad y la integridad eran las afrontas más graves que contra el país alguien podía cometer.
Esto tiene una razón. Somos un pueblo que conquistó su Independencia y esto no es un estadio estable, inmutable, libre de quiénes quieran venir a vengarlo, a deshacerlo. Allí, el contexto de la última sentencia.
Son tiempos vivos para el derecho judicial y tiempos tristes para la lógica de Estado. La resistencia nacional requiere decisiones de justicia acordes que debemos enmarcar como lo que son, ejercicios puros de patriotismo, llenos, evidentemente de la debilidad que nace no del razonamiento judicial sino de la medita y cobarde actuación de una parte de un Estado que se entregó.
Notas: